viernes, 24 de abril de 2015

Heathrow Express 5:25 pm



Karl Krieger había tenido un día agotador. Hacía unas pocas horas que acababa de aterrizar en Londres, tras un largo viaje desde Hong Kong, y las había aprovechado para mantener una reunión en la ciudad con uno de sus contactos en el mercado de antigüedades británico, que tan importante era para la salud de sus florecientes negocios de importación y exportación con China.
Ahora debía volver a la Terminal 5 de Heathrow para coger su vuelo de regreso a Hamburgo. Tal vez iba un poco justo de tiempo, pero ya tenía en su bolsillo la tarjeta de embarque y estaba llegando a la estación de Paddington, por lo que en menos de media hora estaría en el aeropuerto, gracias al Heathrow Express, que en quince minutos hacía el recorrido, con gran comodidad y eficacia. Desde que se había puesto en marcha este servicio, la comunicación con Heathrow había mejorado sensiblemente, ya que un taxi nunca tardaba menos de una hora. Y eso si no había ningún problema en la carretera.
Así que, tirando de su pesada maleta (no pudo facturarla a su llegada, pues necesitaba unas cuantas muestras que en ella llevaba para su reunión en Londres), llegó al andén y subió al tren. Solo quedaban cinco minutos para su salida. Perfecto.

El Heathrow Express de las 5:25 pm salió puntual, como siempre, de Paddington. 
Apenas habían transcurrido unos pocos minutos cuando, sorprendentemente, el tren se detuvo. 
Karl se asomó a la ventanilla. Una ligera neblina empezaba a caer con la tarde, pero no le impidió ver, con relativa claridad, las tumbas del tranquilo cementerio de Gunnersbury, que se extendían, plácidas y silenciosas, entre árboles de gran tamaño, a la izquierda de la vía.

La extraña parada se iba alargando. Karl miró su reloj y, justo en ese momento, una voz habló a los pasajeros por megafonía. Al parecer, había un problema en Southhall y no sabían cuándo el tren podría reanudar su marcha. Pidieron disculpas a los pasajeros y dijeron que seguirían informando...
La niebla se fue haciendo más espesa y el Heathrow Express seguía detenido junto al pacífico cementerio. Ya casi no se podían distinguir las cruces ni las lápidas de las tumbas.

Fue algo insólito. Muy poco normal en un servicio tan puntual y eficiente, pero el tren llegó con más de una hora de retraso. Y Karl Krieger perdió su vuelo.

En la oficina de incidencias Karl se quejó de lo sucedido, pero en British Airways dejaron claro que no era su problema y que debía reclamar a la compañía ferroviaria. Ellos se limitaron a cambiarle el billete para el día siguiente, ya que el vuelo perdido era el último que salía hacia Hamburgo esa tarde. Tendría que quedarse en Londres. 

Sin que él preguntase nada, una amable señora con uniforme de empleada de la compañía aérea le dijo que ella conocía un pequeño hotel cercano, en el que podría pasar la noche por solo 35 libras. Casi sin esperar la respuesta de Karl, le escribió en un papel la dirección, el teléfono y las instrucciones para llegar hasta el Heathrow Lodge, que así se llamaba el lugar recomendado.
–Deberían darme una comisión por esto que hago –comentó, como hablando consigo misma, mientras esbozaba una leve y misteriosa sonrisa.

Karl Krieger estaba furioso, pero su cansancio era, aún, mayor y decidió hacer caso a la extraña y servicial empleada, de origen indio, pero cuyo excelente acento inglés inspiró una total seguridad al atribulado viajero.

Así que, siempre acompañado de su voluminosa e incómoda maleta (de la que, evidentemente, no quería separarse por nada del mundo), bajó hasta la parada número 6 y esperó la llegada del autobús 423, que, según las instrucciones, debía conducirle al 556 de Old Bath Road en pocos minutos.
Pero Karl estaba tan agotado que no reparó en que el primer autobús en llegar a la parada era de otra línea y se subió a él. Cuando quiso darse cuenta, era demasiado tarde. Se bajó en cuanto pudo y trató de seguir las confusas indicaciones que acababa de darle el conductor en mitad de una noche, ya sumida en una espesa y húmeda niebla.

Nadie pasaba por allí, su sensación de estar en el fin del mundo se acrecentaba por las difusas luces del aeropuerto, allá en la distancia. Tras unos cuarenta minutos de vagar, perdido, por una zona que debía llamarse Longford (al menos, eso decía el único cartel que vio), la siniestra y mortecina luz de un cartel roto apareció frente a él. Solo se leía 'Lodge', porque el 'Heathrow' que lo precedía estaba apagado.

La casa le recordó a las de los viejos moteles que aparecen en cualquier película policiaca americana de serie B. Dudó, pero no tenía fuerzas ni ganas para volver a extraviarse por semejantes parajes entre aquella desagradable niebla, por lo que, con más necesidad que ánimo, atravesó la puerta del supuesto hotel.

Lo que se encontró era peor de lo esperado. Karl era un hombre acostumbrado a viajar por todo el mundo y, en particular, por apartadas regiones de China o India, pero aquello no lo había visto nunca.

Tres personas se agolpaban sobre un destartalado mostrador, de un color indefinido que algún día debió ser blanco. La recepción era eso, un mostrador de plástico viejo, situado al final de un pasillo estrecho y mugriento, iluminado por un mortecino y parpadeante tubo fluorescente. Una mujer de raza negra, descalza y medio cubierta por unos extraños ropajes, gritaba a un empleado que no levantaba la vista de lo que Karl suponía que era una mesa. Junto a ella, un hombre muy alto y corpulento, de manos destrozadas y temblorosas, se quejaba de que su llave era incapaz de abrir la puerta de su habitación... parecía estar bajo los efectos del alcohol o de alguna droga y hablaba con gran dificultad.
El tercer personaje era un inglés de aspecto normal. Estaba exigiendo la devolución de su dinero. No quería quedarse allí. Parecía muy nervioso y decía que su mujer estaba muy alterada y asustada...

Todo sucedía a la vez. El empleado, de raza india (como la señora del aeropuerto) no contestaba a nadie. Ni siquiera les miraba. Karl estaba ya apoyado en el desvencijado mostrador y tenía el pasaporte en la mano cuando preguntó al inglés por los motivos de sus quejas.

–No podemos quedarnos aquí, no podemos. –dijo, moviendo la cabeza –Me da igual si no me devuelven el dinero... nos vamos, nos vamos.
Karl soltó un momento el pasaporte y se mesó los cabellos. Estaba agotado y al día siguiente tenía que levantarse muy temprano si no quería perder, otra vez, su vuelo, que salía poco después de las siete de la mañana.
El inglés salió corriendo, sin esperar respuesta del recepcionista, que parecía no ver ni oír lo que sucedía frente a él. Entretanto, la mujer negra dejó de gritar, dio media vuelta y subió, apresurada, por unas empinadas escaleras que habían pasado desapercibidas hasta el momento para Karl. Antes de desaparecer en la oscuridad, al final del tramo, se volvió y miró hacia abajo. Sus ojos parecían ser totalmente blancos, sin iris ni pupilas...

Esta última visión, junto con la de la cara del gigante drogado, que le miraba con una sonrisa nada tranquilizadora, fueron demasiado para Karl. Tan cansado estaba que necesitó la fuerza de sus dos manos para tirar de su maleta, pero, sin pensarlo más, salió de aquel siniestro tugurio y se adentró, de nuevo, en la espesa niebla del exterior.

Caminó, con prisa, durante más de media hora, sin volver la vista atrás ni una sola vez, guiado por las difusas luces del aeropuerto. Al doblar una esquina, nada más pasar frente a la alambrada que protegía la cabecera de pista, un autobús surgió de entre la niebla y casi se lo lleva por delante.
–Scheisse! –chilló, asustado, pegando un salto hacia la alambrada.
No había sido culpa del autobús. Aturdido y sin visibilidad, iba andando por la calzada. Ni siquiera sabía si había acera o una simple cuneta junto a la carretera.
Aún no se había repuesto del tremendo susto cuando, tras unos pocos minutos más de marcha, la cercanía y mayor claridad de las luces le indicaron que ya estaba próximo a la terminal.

Entonces fue cuando se dio cuenta. 
–Der Pass! –gimió en voz muy alta, aunque solo se lo decía a sí mismo, golpeándose con una mano en la frente. 
Soltó la maleta y rebuscó por todos sus bolsillos. No estaba en ninguno. ¡Se había dejado el pasaporte sobre el mostrador del maldito hotel! 
De pronto, una imagen casi fotográfica le vino a la mente. Recordó que su pasaporte estaba sobre el mostrador y que el hombre de la recepción había deslizado un papel sobre él cuando Karl lo había soltado un instante para pasarse la mano, nervioso, por un pelo imaginariamente revuelto. Después, todo sucedió tan rápido que olvidó que lo primero que había hecho al entrar en el Heathrow Lodge era repetir esa estúpida y mecánica manía suya de sacar el pasaporte cada vez que se acercaba a la recepción de un hotel. 
Desde luego, tenía que recuperarlo... si podía, claro, porque no descartaba que ya estuviese en poder de algún traficante paquistaní de documentos, dispuesto a enviarlo de inmediato, junto con otra documentación robada, a Karachi o, incluso, a Kabul. 
Krieger miró su reloj. Las once y cuarto. Su vuelo despegaba a las siete y cinco. Mascullando juramentos que harían enrojecer a los estibadores del puerto de Hamburgo y blasfemias tan soeces que ni él mismo llegaba a entender su verdadero significado, Karl pegó un violento tirón a su maleta y, girando ciento ochenta grados sobre sus talones, se perdió, de nuevo, en la niebla de la noche.


A la mañana siguiente, el vuelo BA 0964, con destino a Hamburgo, estaba a punto de cerrar el embarque por la puerta número 12 de la Terminal 5 de Heathrow. La empleada dio un último vistazo a la lista de pasajeros, cogió el micrófono y advirtió, en tono conminatorio y autoritario: 
–Esta es la última llamada para el pasajero Karl Krieger, con destino a Hamburgo. Acuda inmediatamente a la puerta número 12. Pasajero Karl Krieger, con destino a Hamburgo.

Unos minutos después, a las siete y cinco de la mañana, el vuelo BA 0964, despegaba puntual y pasaba sobre las luces de la cabecera de pista. 
A bordo del Airbus A319 de British Airways, nadie echaba de menos al único pasajero que no se había presentado. En la cabina se escuchaba la voz de la sobrecargo: 
–Bienvenidos a bordo de este vuelo de la compañía British Airways, con destino a Hamburgo. La duración del vuelo será de una hora y treinta y cinco minutos...





Nota del autor: Heathrow Express 5:25 pm es un relato basado en una historia real.


jueves, 16 de abril de 2015

Rostros con historia

Una nueva y reciente visita al Museo Arqueológico Nacional de Madrid me ha permitido observar algunas de sus piezas más notables, desde una perspectiva diferente a la ya reseñada en un anterior artículo, en el que nos hacíamos eco de la reapertura de este museo, fundamental para conocer la evolución y la historia del hombre en este territorio del occidente europeo que hoy conocemos como España.

Dama de Elche
Conocer, razonablemente bien, la exposición pública del museo (que es solo una pequeña parte de sus fondos), nos brinda la oportunidad de detenernos, con una cierta calma, en algunos detalles muy difíciles de advertir cuando estamos, todavía, en la fase de intentar absorber la gran cantidad de información que allí se nos proporciona.

Así, me gustó retratar algunos rostros, todos fundamentales para nuestra historia, y que dicen mucho cuando se miran de cerca. 

El primero, como es lógico, debe ser el de la gran estrella del MAN, la bellísima Dama de Elche, cuya inmensa y serena majestuosidad solo compite con la de Livia en la lucha de ambas por ocupar el trono de la belleza eterna. 

De frente, a escasos centímetros de ella, la perfección de sus facciones se acrecienta hasta el punto de que, quien la mira, despeja sus dudas sobre si representa a una noble dama, a una sacerdotisa... o a una diosa, que es la conclusión indiscutible a la que llega.
Sus ojos rasgados, ligeramente entornados, nos miran desde una altura superior a la que hoy se nos permite, indicando que su posición original era otra, por encima de las cabezas de los mortales que tenían el honor de contemplarla en su situación original, en la antigua ciudad de Ilici, antes de que los romanos amenazasen con su presencia la infinita pureza de la diosa...

Dama oferente del Cerro de los Santos

No se puede decir lo mismo de la Dama oferente del Cerro de los Santos, que a mí me parece más (en contra de la opinión de los expertos) una sacerdotisa entregada a la causa que una señora elegante ofreciendo algo a los dioses. Desde luego, una dama con poder terrenal nunca hubiese dado por buenos unos ojos como los que le proporcionó el escultor de turno, más propios de un fervor devoto profesional que de una representante de la alta nobleza ibérica de la época. 

Todo ello sin perjuicio del enorme valor que, como yacimiento arqueológico, tiene el Cerro de los Santos, un enclave extraordinario para quienes deseen profundizar en el conocimiento de una cultura que, sin duda, fue muy superior a lo que puede parecernos hoy, desde la limitada información que tenemos de ella.



Dama de Baza
La tercera dama importante de nuestro patrimonio arqueológico ibero es la de Baza.

Aquí sí que comparto el pensamiento de quienes la consideran una aristócrata de rango superior quien, por estar ya muerta en el momento de crear su figura sedente, no tuvo posibilidad de castigar con severidad a su escultor por haberla reflejado con tanto realismo.
Nada de agrandar los ojos o poner atractivo en su semblante, sino, por el contrario, retratar fielmente ese aspecto de señora poderosa y dominante que suplía sus poco afrodisíacos rasgos con buenas dosis de dinero y autoridad. Un rostro, a fin de cuentas, tan inexpresivo como seguro de su poder y riqueza.
Creo que es un trabajo excelente de un escultor que no quiso idealizar en exceso a esta famosa (y seguro que poco popular, en su tiempo) noble dama granadina.

Horus
Tal vez más antiguo que las tres señoras sea este Horus egipcio que nos mira con cara de mal humor a través de sus estrábicos ojos de halcón de basalto, desprovistos ya de las probables piedras preciosas que ocuparon un día el vacío actual de sus pupilas.

Claro está que, en este caso, no se trata de una pieza que se haya encontrado en España, sino que fue traída desde algún desconocido lugar de Egipto, como parte de la colección de siete esculturas antiguas que el mexicano Mario de Zayas donó al Museo del Prado en el año 1943. 
Este halcón egipcio, que bien pudiera tener veinticinco siglos de antigüedad, está en depósito en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid desde 1979.
Pese a tener solo algo más de medio metro de altura, ponerse frente a frente de su amenazador pico, a escasos centímetros de distancia, impresiona. Y su divina naturaleza (Horus era - o es - hijo de Isis y Osiris) queda bien patente en su gesto.

Máscara egipcia
También egipcia (y mucho más antigua que el halcón de piedra) es esta máscara de madera que presenta rasgos más amables y un colorido brillante, resaltado por el típico barniz que se aplicaba a los sarcófagos de aquella lejana época. 
No es improbable que el restaurador se haya excedido en su celo al acometer la recuperación de su aspecto original, si es que ha existido tal restauración (algo que yo desconozco, aunque intuyo), pero el hecho innegable es que lo que queda de la momia que allí estuvo nos observa con una cara juvenil, agradable y dulce, con una mirada que parece querer transmitirnos tranquilidad ante el trance de dejar este mundo, que tanto inquieta a cuantos aún no han pasado por él, mientras que despreocupa eternamente a los que ya han dado ese gran paso. 
Puede que los tonos de mi fotografía hayan quedado un poco saturados por la luz que la iluminaba, pero doy fe de que la publico sin retoque alguno.


Septimio Severo
Llegando al tiempo de la dominación romana, parece razonable empezar por el retrato de un emperador. 

Septimio Severo, primer africano en llegar al trono de Roma, llama nuestra atención desde las diversas cabezas que, con su efigie, adornan el gran patio central del museo, todas ellas realizadas en blanquísimo mármol.
Su poblada barba rizada y su bigote contrastan con las lampiñas caras de la mayoría de quienes ocuparon la más alta jerarquía imperial, si bien a mí me sorprende más que el hecho, en sí, de tener barba, su longitud y que la tuviese tan densa y rizada desde el mismo límite de los pómulos. Tal vez quiso pasar a la posteridad dejando claro su origen norteafricano.
La próxima vez que vaya al peluquero/barbero, pediré un estilismo similar, pero no estoy seguro de conseguirlo.




Livia

Muy cerca de Septimio nos encontramos con la ya antes mencionada rival de mi diosa ilicitana favorita: Livia. 

Livia Drusilla, la esposa de Augusto, brilla con luz propia en ese mismo luminoso patio, desde lo alto de la mejor escultura que de ella se conoce en el mundo.
Su blanca belleza y su enorme personalidad (que irradia desde su efigie, tal como, en realidad, la tuvo en vida) compite con la gran dama ibera de la ciudad de las palmeras.
No me extraña nada saber que Livia gozó de gran popularidad y reconocimiento en su tiempo, ni que tuviera un gran protagonismo en la sociedad romana.
El autor de esta fantástica imagen sedente de Livia fue un enorme artista, capaz de reflejar en su obra una belleza, serenidad y elegancia propias no ya de una emperatriz, sino de una verdadera diosa. 
El Museo Arqueológico tiene en ella una joya excepcional, traída a Madrid desde las impresionantes ruinas de Paestum, en la actual Campania italiana.

Cabeza romana de bronce
Esta cabeza romana de bronce, datada en los primeros años de nuestra era y, por tanto, contemporánea de Cristo, fue encontrada en la provincia de Soria y, según parece, se trata de un retrato privado que no corresponde a ninguno de los grandes personajes cuyos nombres han llegado hasta nuestros días.

Los expertos en arqueología romana la han catalogado en ese período que comprende la época de dos emperadores (Tiberio y Calígula), basándose, sobre todo, en la particular manera de peinar los mechones de su cabello.
Al personaje se le considera (pienso que con una cierta frivolidad) un magistrado de la ciudad de Tiermes, tal vez por su expresión fría e impersonal, acentuada por el negro vacío de unos ojos que contrasta con los colores verdes y rojizos que la oxidación del bronce ha impregnado en su anónimo rostro.

Crucifijo de Don Fernando y Doña Sancha
Otra de las piezas destacadas del museo es el cristo de marfil del tesoro donado a la colegiata de San Isidoro de León, a mediados del siglo XI, por los reyes Don Fernando y Doña Sancha.

Se trata de un crucifijo-relicario que los reyes de León y condes de Castilla legaron a la colegiata leonesa, junto con otras joyas y obras de arte, aparte de diversas tierras e inmuebles.
La delicadeza y valor artístico de esta pequeña escultura elaborada en marfil, con incrustaciones de oro y azabache, son extraordinarios y su conservación nos ha permitido poder disfrutar hoy una de las piezas más representativas de este tipo de imágenes del arte románico.
En la parte posterior de la cruz, hay un receptáculo para albergar una reliquia del lignum crucis, justo a la altura de la espalda de Cristo, cuyo rostro de grandes ojos realza su carácter divino al no presentar muestra alguna de sufrimiento ante el martirio.
Es un trabajo realizado por las manos de un artista de gran técnica y sensibilidad, que exhibe el MAN, destacándolo como uno de sus 'imprescindibles'.
Apolo

Y terminamos este recorrido por algunos rostros de la historia con otra cara de belleza singular, esta vez masculina: Apolo.

Me resulta difícil clasificar la procedencia real de una estatua que, según todos los indicios, está compuesta de varias partes, originales de distintas épocas, unas antiguas y, otras, del siglo XVIII.
Pero aquí solo tratamos de retratos, así que eso nos da igual. Lo que sí nos importa es la bellísima imagen de una cabeza que nunca dudaríamos en aceptar que corresponde a la mismísima Afrodita, si alguien nos lo asegurase. 
Haciendo un esfuerzo, aceptaríamos que el mentón y el cuello son más propios de un varón, pero ni de esto nos sentiríamos absolutamente convencidos. Y es que ni el bello Adonis puede hacer sombra a Apolo cuando su efigie está tan bien tallada como la que podemos disfrutar en el museo madrileño. Hasta esa rotura de la nariz (tan habitual en las estatuas clásicas) contribuye a dotar de especial personalidad al único rostro del MAN que puede aventurarse a desafiar a Livia y a Ilicia (nombre inventado por mí para designar a la gran dama de la cultura ibera) entre los muros del renovado Museo Arqueológico Nacional de Madrid, en el que, además de nuestra historia, nos aguardan muchos rostros que nos observan desde el pasado para ayudarnos a conocerlo mejor. Que viene a ser equivalente a conocernos mejor a nosotros mismos.

viernes, 10 de abril de 2015

Hyde Park, Mayfair y Covent Garden

Cada vez que voy a Londres, ya sea por motivos de trabajo o en vacaciones, repito una serie de rutinas que, tal vez, debería reconsiderar. No es que no haga cosas diferentes, claro, pero hay algunas en las que me gusta insistir, de forma recurrente.

Londres es una ciudad que ofrece tanto al visitante que es imprescindible dosificarse. Sin salir del casco urbano (también hay una interesante oferta en los alrededores), podemos pasarnos muchos días sin cesar de mantener una constante actividad y moviéndonos de un lado para otro.
Quizás sea por eso por lo que, cuando mi viaje es corto, me gusta recurrir a mis costumbres más habituales. Y es lo que he hecho en esta ocasión.

Hyde Park en primavera
Tras un largo paseo por Hyde Park para comprobar que todo sigue en su sitio, suelo dejar atrás Rotten Row y sus matutinos recorridos ecuestres para ver con qué novedades nos sorprende Harrods, unos almacenes en los que su numerosa clientela árabe siempre es fiel a su lujosa y elegante oferta. Harrods conviene visitarlo como quien acude a un museo y, si se dispone de tiempo, comer algo en una de las cuidadas barras de las salas centrales de su planta baja que van, poco a poco, ocupando el espacio en el que antes reinaban llamativos pescados y apetitosos cortes de carne. 

La que más me gusta es la de Bentley's, aunque no es comparable, desde luego, con su bonito y antiguo restaurante de Swallow Street, entre Piccadilly y Regent Street, establecido en 1916. Tanto en Harrods como en el original, el pescado es excelente.

Otra opción muy atractiva es el Café Rouge, justo detrás del edificio del almacén londinense y frente a la esquina en la que Ladurée presenta un local más de su extendida fórmula de éxito, unida aquí a Harrods.
Y no es que Beauchamp Place, apenas una calle más al sudoeste, haya perdido su clase (que impulsara, en su día, Diana de Gales), pero ya nos llega a parecer (pienso que sin razón) que incluso el discreto San Lorenzo está un tanto anclado en ese tradicional clasicismo al que han evolucionado, con el paso del tiempo, los locales más modernos del Londres de los años sesenta.

The Map House
Por una u otra razón, después de comprar algún viejo mapa o un bonito cartel de viajes en The Map House, yo prefiero huir del bullicio continuo de Knihtsbridge y regresar al tranquilo Mayfair (que tanto me sigue gustando) y descansar en el que, desde hace unos años, es mi hotel favorito de la ciudad de Londres, el Westbury, de poco trasiego y estratégicamente situado, que tantos recuerdos me trae de mi querido cliente, el inefable Mr. Bennet.
El Westbury es el único hotel que está en Bond Street, aunque su entrada principal es por Conduit Street. No se puede decir de él que sea barato, pero suele tener buenos precios para un hotel de su categoría, situado, como está, en uno de los mejores lugares de Londres.
Desayunar en su muy cuidada brasserie Chavot, cuyo excelente servicio es digno de resaltar, ya es una buena forma de comenzar el día.

Una vez finalizado el siempre copioso y bien elaborado desayuno de Chavot, es imprescindible dirigirse a Hamleys, tienda a la que no dejo de ir a diario (y, si puedo, más de una vez al día), ya que ejerce sobre mí una especial atracción (muy justificada) desde tiempos inmemoriales.
Regent Street siempre me ha parecido más interesante que Oxford y no pasa nada por perder un rato observando sus comercios, ya mucho menos conservadores de lo que fueron antaño.

Rubens en la Royal Academy of Arts
Y, si elegimos adentrarnos en Mayfair, allí tenemos las dos partes de Bond Street (Old y New), de las que yo solo tengo que evitar un pequeño trozo de la primera para no encontrarme con aquel joyero que todavía me espera con dos collares de jade (desde hace unos treinta años) cuidadosamente envueltos y listos para ser despachados por la módica cifra de ocho mil libras esterlinas, cada uno (lo que equivaldría, en dinero de hoy, a unas quince mil, más o menos). No estamos en el sitio adecuado para contar esta larga historia, así que ya buscaré una mejor ocasión para hacerlo. Es probable que el joyero ya haya pasado a mejor vida, pero no seré yo quien corra el riesgo de averiguarlo.

El reloj de Fortnum & Mason
Muy cerca, frente a la entrada posterior de la Royal Academy of Arts, en Burlington Gardens, se encuentra Cecconi's, el magnífico restaurante italiano, en el que comería y cenaría cada día, de no ser porque es más razonable probar otros sitios que van surgiendo, y con frecuencia, en una ciudad tan viva como es  Londres. Por ejemplo, Yauatcha, un moderno restaurante chino en pleno Soho (con una estupenda pastelería propia), cuyo pato crujiente no desmerece al del desaparecido Zen Central, que tanto le gustaba a mi amigo Norman Vale.

Coach & Horses
Llegada la hora del té, es preciso tener en cuenta que los grandes establecimientos londinenses han descubierto el filón que tienen en esta típica tradición británica. Y lo han hecho mediante el sencillo método de poner precios descabellados a la experiencia de disfrutar de una buena taza de té, acompañada por unos cuantos pequeños emparedados y algunos pastelitos. Fortnum & Mason (que, si ya lo era, tras su remodelación se ha convertido en visita aún más obligada), en sus nuevos salones, o el Paul Hamlyn Hall de la Royal Opera House son dos buenos ejemplos de ello. A mí, ya sin Park Room en el panorama del té de la capital inglesa, me sigue gustando más el que sirven en el Brown's, que también, por supuesto, está en Mayfair y a dos pasos del Westbury.

Pero si lo que buscamos es un pub en el más puro estilo británico, Coach & Horses, que está en Bruton Street (la continuación de Conduit) y haciendo semiesquina con Bond, es, sin la más mínima duda, el más auténtico que podemos encontrar. Un pequeño edificio de la década de 1770, que se ha mantenido en pie a través de los años, conservando toda su belleza original.

Royal Opera House
Covent Garden me agobia un poco, pero es difícil estar en Londres y no acercarse a la ya mencionada Royal Opera para asistir a una ópera o a un ballet. Turandot y Madama Butterfly son las dos últimas que he tenido la suerte de ver allí. Muy buenos montajes, siempre con grandes cantantes. 
Me gustó mucho la Cio-Cio-San que cantó Ana María Martínez, a quien había visto y oído hace poco en la Opéra Bastille de Paris, en el papel de Mimì, en otra de las grandes obras de Puccini, La bohème.

Cenar en Covent Garden no es un problema (aparte de la dificultad de decidir entre tanta oferta), si bien es cierto que muchos de los restaurantes proponen hacerlo antes del comienzo de la función, lo que siempre nos parece demasiado pronto. Y no es infrecuente encontrarse con puestos callejeros que nos sorprenden con una comida apetitosa y variada, aunque algo incómoda de disfrutar en medio de la calle.
Lo que nunca deja de gustarnos es ver el antiguo mercado frente a los soportales en los que desemboca la salida trasera del teatro, en ellos esperamos encontrarnos con Audrey Hepburn vendiendo flores, antes de convertirse en My Fair Lady...

Ana María Martínez, como Cio-Cio-San
Por todas estas buenas razones (y por muchas otras más) nos resulta muy extraño que todavía haya quien no quiera buscar una oportunidad para escaparse a Londres. 
Y cualquier época del año es apropiada para hacerlo, porque la gran capital del Támesis es permanentemente acogedora y no deja de brindarnos excusas atractivas para visitarla.

Ahora mismo es un momento perfecto.




miércoles, 1 de abril de 2015

Segovia atormentada

Segovia es una ciudad en la que historia y belleza están unidas indisolublemente.
Visitarla resulta imperativo para cualquiera que, encontrándose en Madrid, necesite respirar ese oxígeno espiritual del que la gran capital, en ocasiones, anda tan escaso.

Tal vez por esa razón, he ido a ella con mucha frecuencia desde que era niño. Aunque no estoy seguro de que este motivo haya sido la única causa que me ha impulsado a pasar bajo los arcos de su impresionante y milenario acueducto tantas veces en mi vida.

Mi madre estuvo a punto de ser asesinada en Segovia. Claro que de eso hace ya mucho tiempo. Sucedió en una época en la que se vivía tan peligrosamente que ya el mero hecho de estar vivo podía considerarse un lujo.

Con el Ramiro fui a Segovia en un par de ocasiones y guardo una fotografía impagable del primero de aquellos viajes, tomada junto a las almenas de su gran alcázar, en el que fueran cadetes Luis Daoíz y Pedro Velarde, muchos años después, desde luego, de que el célebre castillo acogiera la boda de Felipe II o sirviera de lugar de reposo a Alfonso X el Sabio... sin olvidar que Isabel la Católica salió de él para ser coronada reina de Castilla.

El tercer punto clave de Segovia es su catedral, cuya silueta la recuerdo siempre al fondo de un paisaje, tras las juveniles figuras de Flor y Amparo, quienes ya parecían haber superado sus más críticos momentos segovianos.
Segovia tiene tanta historia que no se inmuta ante nada. Es lógico. Y, probablemente, contagiado por ese hieratismo atemporal que la envuelve, no percibí en aquel, también lejano, primero de abril los negros y amenazadores nubarrones que coronaban las altas torres del alcázar, arremolinándose junto a sus afilados picos. La verdad es que, desde el frondoso barranco en el que el pequeño río Clamores se une al Eresma, el cielo no presentaba un aspecto nada tranquilizador, pero yo, sin duda confiado en la experiencia de una memoria que siempre me había parecido favorable, no reparé en ello.
Fue un grave error por mi parte. La historia nunca es pronóstico cierto del futuro. La estadística, incluso, así lo corrobora.

Una tormenta como la que aquel fingido cielo primaveral anunciaba puede desencadenarse en poco tiempo, es cierto, pero un proceloso drama de colosales dimensiones, capaz de convertir el majestuoso decorado de la veterana ciudad del acueducto en tramoya permanente del destino, dispuesta con indiscutible disimulo y maña, no se gesta en solo cinco meses.

Pese a todo, consultados los archivos del Instituto Nacional de Meteorología, no se registran indicios de que en ese día hubiese actividad tormentosa en la zona. Sin embargo, es evidente que los radares no captaron aquellas borrascosas perturbaciones, porque existir, existieron.

El caso es que los más de dos mil años de historia que reposan en el rocoso promontorio sobre el que se alza la muy noble población castellana no fueron capaces de controlar esas difusas, pero profundas, bajas presiones. Una tempestad oculta que despegaba las conciencias del suelo y alimentaba las ambiciones, elevándolas hasta insospechadas cotas, a las que la imaginación no podía alcanzar en una dulce jornada de primavera, de aspecto tan cándido como el nombre de su más famoso mesonero.

Y allí quedó Segovia, atormentada por el reflejo de un nuevo abril de leyenda que permanece, para siempre, enmascarado tras una coraza de hierro y un yelmo perpetuo, bajo los que nadie sabe qué se esconde... si es que hay algo que no sea el gélido soplo del olvido.