martes, 22 de agosto de 2023

El predio de los olivos centenarios

No nos está permitido decir, con exactitud, dónde se encuentra.

Solo podemos dar una vaga referencia de la ubicación de este viejo edificio señorial y de la gran finca rústica que lo rodea. Digamos que está situado en una leve ladera de la parte baja de la sierra mallorquina (no es preciso dar su nombre, porque en la isla solo hay una que merezca ser llamada así), a pocos kilómetros de un pueblo con historia, y cerca de la costa.
Su clima, cálido en verano y relativamente frío en invierno, se ve beneficiado por los quinientos metros de altitud del terreno, por la proximidad del mar y, también, por la colina que lo protege del incómodo viento cuando sopla la tramontana.


Casi podríamos suponer que cuando alguien se asomaba a los balcones de su fachada principal, allá por los primeros meses de 1839, escuchaba las lejanas notas de un preludio recién compuesto. Pero, claro, decirlo es solo expresar una fantasía... un delirio fácil de imaginar en las tranquilas y apacibles tardes en las que suele estar sumergida la finca a lo largo de todo el año.

Hoy, esa zona de Mallorca se encuentra milagrosamente a salvo de las invasiones turísticas. Recibió otras, sí, pero musulmanes y aragoneses fueron mucho más respetuosos y, sobre todo, inofensivos, con este privilegiado entorno.

Quedan restos, apenas visibles por las múltiples reconstrucciones, de lo que fue, sin duda, una alquería en los lejanos tiempos de la dominación islámica, pero lo que ha llegado hasta nuestros días es un enorme caserón que ha sido propiedad de diversas familias, a lo largo de la historia, y que aún conserva alguno de sus blasones sobre varias de sus puertas principales.
Su jardín fue famoso, y aún permanece bien guardado por una gran cerca, manteniendo buena parte de su vigoroso esplendor, junto a la casa.

Pero lo que más llama la atención es que la finca está sumergida en un mar de olivos centenarios, que descienden por las suaves laderas, llegando hasta la carretera, para volver a subir, con parsimonia atemporal, por la que, frente a la fachada oriental del predio, va elevándose al otro lado del que fuera antiquísimo camino de Banyalbufar. 
Son troncos poderosos, retorcidos, que nos cuentan historias sencillas, repetidas durante siglos en esa poco transitada zona de la escarpada costa mallorquina que mira hacia poniente. 
Algunas ovejas distraídas, tal vez un par de mulas, y un asno, ya cansado de su incipiente rebeldía, se mueven, perezosos entre esos olivos, tan antiguos que parecen haber olvidado su natural condición de proveedores de aceitunas.

Nadie pasa por esas tierras, en las que los inviernos son largos y los veranos no ofrecen comodidades a esas legiones de visitantes que, inexorablemente, cada tarde se desvían por la carretera que une Valldemosa con Deià para intentar hacerse un hueco a codazos y ver la puesta de sol sobre Sa Foradada, sin saber que a muy poca distancia de allí, hay lugares solitarios y divinos que no aparecen en las guías turísticas. 


Es cierto que hay un hotel de agroturismo frente a la entrada principal del predio, pero es tan especial que conviene mantener en secreto su existencia. Apenas doce magníficas habitaciones, junto a una piscina silenciosa, perfectamente mimetizadas con su entorno. Un alojamiento singular, sin más servicio ni personal que el imprescindible para limpiar las dependencias y servirte el desayuno. El resto del día y de la noche, el lugar es todo tuyo. Yo creo que en esto es, precisamente, en lo que consiste el verdadero lujo: tranquilidad absoluta, naturaleza acogedora y envidiable soledad... bajo un manto de estrellas en la madrugada y un cielo siempre azul durante el día. Allí todo es perfecto. Hasta el precio.

Y, como siempre sobra tiempo, si te alejas de las multitudes (solo amenazan en verano, es cierto), un agradable paseo en coche hasta Fornalutx para tomar el aperitivo o un café en el Bar Deportivo y, luego, ya desaparecido el sol tras las colinas, una cena en Es Taller de Valldemosa, completan una jornada inolvidable, en la que, seguramente, no habrá faltado una coca de patata en el jardín de Ca'n Molinas.


Otra de sus grandes virtudes es que, incluso en verano, cuando son frecuentes las visitas diurnas a la ciudad de la cartuja que, por unos meses, acogió a Chopin y George Sand, casi nadie se queda a pasar la noche en Valldemosa. Ese es el momento de pasear por su calles solitarias, fijándonos en los pequeños azulejos que, junto a cada puerta, recuerdan a santa del pueblo, a su querida beata (todos se refieren a ella como la beateta, pese a haber sido canonizada por Pío XI en 1930). No hay una sola casa en Valldemosa que no luzca, con orgullo, uno de los diversos y coloristas mosaicos cerámicos, de una sola pieza, junto a su entrada principal.


Chopin y Sand ocuparon unas bonitas habitaciones, con gran y florida terraza sobre el bien protegido valle que desciende hacia Palma. Pero ni la salud del compositor era buena, ni el humor de la escritora pasaba por un momento de optimismo. Tal vez por ello él compuso poco y ella criticó, con cierta crudeza, a los isleños. 

Sin embargo, allí ha quedado parte de su espíritu. Y puede llegar a impregnar el nuestro si nos resistimos a caer en la perturbadora filosofía (es un eufemismo) del turismo de masas.
Debemos mantenernos en un escalón diferente: el del viajero. Este tiene, entre otras ventajas de todos conocidas, la de permitirnos viajar más allá del espacio, adentrándonos en esa otra dimensión, la del tiempo, que nos traslada a esos momentos idealizados que nunca existieron, más que en nuestra imaginación. Esa que, generosa y fértil, nos lleva a una época feliz en la que, siendo todos jóvenes (sin carecer de la sabiduría de nuestra verdadera edad), recorríamos esas inmensas laderas, cuajadas de olivos centenarios, en las que era tan fácil manejar la vida a nuestro antojo.


Ya lo dijo el poeta: "No hay nada más bello que lo que nunca ha existido" (no lo expresó así, pero es como mejor podemos describirlo junto al predio de los viejos olivos).


Y, además, está el mar.