jueves, 30 de agosto de 2012

Capri, la roca de Augusto

Si bien es cierto que Tiberio engrandeció la leyenda de Capri, al convertir su Villa Jovis en residencia permanente del emperador de Roma, la pequeña y escarpada isla de las cabras ya había sido descubierta y frecuentada por su antecesor, Octavio Augusto, quien, tras quedar atrapado por su belleza, la compró y pasó en ella largas temporadas. A nadie que conozca Capri puede extrañarle que tanto ellos como Mann, Malaparte, Neruda y muchos otros, se enamorasen de la isla con solo verla.

Reloj de la Piazzetta
Hoy, lejanos ya los días legendarios del incipiente y exclusivo turismo que la redescubrió a mediados del pasado siglo, haciendo de ella un mito que tantos otros rincones del Mediterráneo han querido emular, sigue siendo uno de los destinos más especiales para aquellos que buscan algo especial en un viaje.

Es fácil llegar a Capri desde Nápoles, cruzando su impresionante golfo desde el Molo Beverello. En apenas tres cuartos de hora habremos atracado en la Marina Grande, tras disfrutar por la banda de babor de la constante silueta del eterno Vesubio.

En estos modernos y poco románticos tiempos, Capri, como tantos otros lugares, es víctima del trasiego de fugaces visitantes, turistas de unas horas, que apenas recordarán lo que vieron cuando vuelvan a casa. Por eso considero indispensable pasar, al menos, una noche en la isla. Y, desde luego, es muy poco porque, aun siendo tan pequeña (algo más de 10 km2), tiene mucho de lo que disfrutar.

Capri es singular, diferente... única. Con tan solo dos poblaciones (Capri y Anacapri), no cesa de ofrecernos escenarios inesperados y tan especiales, que invitan a volver a visitarla, una y otra vez.
Hay que recorrerla entera, por tierra y por mar, procurando no tener nunca prisa, pero estando dispuestos a demostrar que nuestra forma física es excelente, ya que sin andar (casi siempre subiendo y bajando), nos perderemos lo mejor de la isla.

Reconociendo la indiscutible belleza de los paisajes de Anacapri, yo prefiero Capri como residencia por ser el verdadero centro neurálgico de la vida de la isla.

La Piazzetta
Quienes atiendan esta recomendación, deberán tomar el centenario funicular que conecta en pocos minutos la Marina Grande con la célebre Piazzetta, siempre tan concurrida y  animada  bajo el reloj de su célebre torre. Desde allí se puede llegar andando a casi todos los hoteles de la zona, lo que no deja de ser una buena noticia ya que la circulación rodada está limitada a los pequeños vehículos eléctricos de transporte. Capri es una villa peatonal, como no podía ser de otra manera.

Pizzolungo
Muchos son los hoteles de Capri. Y otros tantos los de Anacapri. La mayoría de ellos tratan de amoldarse al estilo que los visitantes esperan encontrar allí, haciendo gala de una estética muy particular, propia de una isla en la que imperan los blancos, los azules y los amarillos, tan frecuentes, también, en los abundantes azulejos de fuertes reminiscencias mallorquinas (maiolica) que veremos en hoteles, albergues y casas de huéspedes. La mayoría de estos alojamientos (de todas las categorías) los encontraremos en la excelente página informativa Capri.net, mucho mejor, para mi gusto que la oficial del Turismo de Capri.

Hay en la isla hoteles muy lujosos y exclusivos, desde el conocido Quisisana hasta el Capri Palace (éste en Anacapri), pero mi favorito, a gran distancia de todos los demás, es La Minerva, que no es, ni mucho menos, de los más caros. Para mí no hay otro que conjugue con tanta clase y elegante sencillez, el original espíritu de Capri. Una opción más modesta, pero excelentemente situada, es La Tosca, un pequeño hotel con buenas vistas, a pocos metros de la Piazzetta.

Grotta Azzurra
Los mejores meses para visitar la isla son junio y septiembre, evitando los fines de semana, a ser posible. Pero, incluso en los períodos de mayor número de visitantes, Capri siempre nos ofrece lugares solitarios, alejados del bullicio de su muy animado centro. Hay varios paseos imprescindibles, como el de Pizzolungo o la subida a Monte Solaro. La Grotta Azzurra suele estar llena de visitantes, pero no podemos dejar de introducirnos en el azul más luminoso del mundo a bordo de una de las pequeñas barcas que se amontonan en su angosta entrada. También en Anacapri, Villa San Michele nos transportará al infinito mundo de los sueños y, en el centro del pueblo, la iglesia del mismo nombre es única por su asombroso suelo de maiolica representando la expulsión de Adán y Eva del paraíso.

Monte Solaro
Ninguna visita a Capri es perfecta sin un baño y una comida en La Fontelina, frente al símbolo de la isla: los míticos farallones. O sin una cena en el Lido del Faro, disfrutando de una puesta de sol imposible de olvidar. Otros restaurantes que me gustan son Aurora, Da Paolino, Il Geranio... y en Anacapri, una joya, Da Gelsomina, desde donde, tras una buena comida, podremos pasear junto a impresionantes y solitarios acantilados, disfrutando de vistas irrepetibles. Los hay más caros, pero a mí éstos me parecen los más auténticos y, algunos de ellos, con espectaculares vistas.
Un exquisito granita di limone (granizado de limón) en la Piazzeta o, tal vez, en el quiosco que encontraremos en via Tragara... o en el que nos espera junto a los Jardines de Augusto, acabarán de redondear una jornada en la que no habremos dado tregua a nuestros sentidos.

En Capri podemos comprar cerámica, un perfume en la fábrica de Carthusia, unos pantalones en La Parisienne... pero bajo ningún concepto podemos volver sin unas sandalias de Amedeo Canfora. Sería como no haber visitado la isla.

Y, por si la incomparable belleza y personalidad de Capri no fuesen suficientes para justificar el viaje, todavía nos quedan muy cerca, ya en tierra firme, Positano, Amalfi, Ravello, Sorrento...

Faraglioni




Pero son éstas demasiadas emociones para no estar obligado a reflejarlas en un capítulo aparte... siempre con la silueta de Capri en el horizonte, surgiendo frente a nosotros de las aguas del Tirreno, por delante de los últimos rayos de sol de la tarde.

jueves, 23 de agosto de 2012

Stone Town y Mnemba

Siempre he sentido predilección por las islas del Índico, por lo que no es de extrañar que llegase a Zanzibar con una clara predisposición favorable.
Como, desafortunadamente, mi tiempo fue escaso, no pude recorrer la isla en toda su extensión, como me hubiese gustado, pero mi estancia fue lo bastante larga para apreciar la singular mezcla de culturas que nos ofrece Zanzibar, fruto de su ajetreada historia, que culminó con su unión con Tanganyika en 1964, para formar la República Unida de Tanzania.
La costa Suahili estuvo, tras el primitivo dominio portugués, bajo influencia árabe por varios siglos. Y Zanzibar fue, hasta su independencia (en 1963), sede oficial del Sultanato de Omán, si bien durante sus últimos años estuvo bajo protectorado británico.
Todos estos hechos han marcado el carácter de la isla, al que no es ajeno el haber sido uno de los últimos reductos del comercio mundial de esclavos.
La isla es exuberante, de origen coralino y de bien cuidadas plantaciones. Sus playas son blancas y están bañadas por aguas templadas, azules y transparentes.

Un dhow navega frente a Stone Town
Su capital, Stone Town, es una ciudad detenida en el tiempo. La población es bantú, en su gran mayoría, pero el lugar no puede negar su pasado árabe. 
En cada recodo de sus estrechas y retorcidas calles esperamos encontrarnos con las huestes del sultán.  Y nos estremece visitar el mercado de esclavos, en pleno centro de lo que hoy sigue siendo su zona comercial. No muy lejos de allí, los hammam o baños públicos, construidos al estilo persa y de uso exclusivo de las mujeres del sultán, nos transportan a otras latitudes, más próximas a nosotros.

Las casas de Stone Town están muy viejas y descuidadas, pero siguen conservando algo de su elegante y próspero pasado, si bien no podemos quitarnos de encima ese extraño desasosiego que nos produce el constante recuerdo de que, gran parte de ese antiguo esplendor se debió a los beneficios obtenidos con el terrible tráfico de esclavos, base de la boyante economía del sultanato durante siglos.
Merece la pena pasear, sin rumbo, por sus callejas, regatear en sus múltiples tiendas y descubrir esas otras, mucho menos baratas, en las que la artesanía ha elevado su rango. Recomiendo una visita a Memories of Zanzibar, una tienda cara, pero de mercancía muy elegida. Es difícil no comprar algo en ella.

Hay varios hoteles interesantes en Stone Town y siguen apareciendo otros nuevos, casi a diario. En mi opinión personal, hay dos que destacan por encima del resto. Uno es el Zanzibar Serena Inn, un delicioso hotel colonial que nos recuerda los ambientes de las novelas de Agatha Christie. El otro es mi favorito, el exclusivo Emerson and Green (hoy llamado 236 Hurumzi), cuya terraza es una de las atracciones de la ciudad.

El puerto es viejo y destartalado, como casi todo lo demás, pero también tiene un encanto especial, sobre todo cuando lo contemplábamos desde el que fue el mejor restaurante de Zanzibar, el Blues, cuya terraza sobre la bahía y su ambiente cosmopolita invitaban a tomarnos una buena langosta, regada con una refrescante cerveza "Tusker", mientras observábamos a los dhow evolucionar por las aguas cercanas. Por desgracia, hoy ya no existe.

Mnemba Island Lodge
Al norte de Zanzibar, muy cerca de su costa este, se encuentra la isla de Mnemba. No es probable que exista un lugar parecido a éste en todo el mundo. La isla es muy pequeña, con su zona central poblada de vegetación (con algunos dik-dik, que viven felices en ausencia de depredadores) y completamente rodeada de una inmensa playa blanca, con un arrecife de coral a pocos metros de ella. Es una propiedad privada, con un hotel, el Mnemba Island Lodge, cuya sofisticación absoluta está basada en un concepto único de lujo, natural y primitivo.
Apenas diez cabañas, sin puertas ni ventanas, se asoman a su playa privada desde el borde de la frondosa vegetación central. No está permitido usar zapatos en ninguna de sus impresionantemente sencillas instalaciones, apenas hay luz eléctrica y, si tenemos suerte, veremos el maravilloso espectáculo de las tortugas que acuden a poner sus huevos en la playa...
Un mayordomo personal nos servirá los desayunos y las comidas bajo un discreto cobertizo, frente al mar. Y las cenas, bajo una cúpula de infinitas estrellas, sobre la propia arena de la playa, a unos pasos del agua.

La playa de Mnemba

No soy capaz de describirlo, pero creo que el Mnemba Island Lodge es hotel (por llamarlo de alguna manera) más extraordinario del mundo, construido sin un solo ladrillo.
No exagero mucho si digo que la impresión que nos transmite es la de haber sido proyectado por el mismo gran arquitecto que diseñó el océano, las palmeras, las constelaciones, la brisa, la arena blanca de sus playas... y el sol de África, que cae cada tarde delante de nosotros, sobre la lejana silueta horizontal e interminable de Unguja, esa isla a la que nosotros llamamos Zanzibar.

miércoles, 22 de agosto de 2012

Desde Èze a Menton

La Costa Azul no sería lo que es sin Montecarlo.
Efectivamente, digo Montecarlo y no Mónaco (para los italianos, verdaderos pobladores del Principado antes de que fuera invadido por las hordas de millonarios apátridas, Mónaco siempre será Montecarlo, y no solo porque para ellos Monaco está en Baviera), ya que, si bien el Palacio de los Grimaldi está en la roca de Mónaco, es Montecarlo y su casino, lo que imprime carácter a este pequeño país de solo treinta mil habitantes (de los que, por cierto, apenas cinco mil tienen la nacionalidad monegasca).

Pero volvamos a nuestro viaje por la Costa Azul.
Llegamos a Mónaco por la autopista que domina el Principado desde muy arriba, porque la carretera de la costa (hay varias "cornisas") es, sencillamente, imposible (hasta Aníbal prefirió cruzar los Alpes con sus ejércitos, impedimenta y elefantes, con tal de evitar el camino de la costa para llegar a Italia). 
Desde lejos, Mónaco es como Nueva York (o como Benidorm -con perdón-, aunque sin playa y pegada a la montaña), pero cuando llegamos al centro, descubrimos algo diferente a lo que estábamos esperando. Al menos, en parte. Todos tenemos una imagen muy concreta de Montecarlo: la Plaza del Casino, frente al mar. Y eso no nos defrauda, porque allí está, exactamente como nosotros sabíamos que estaba. El problema no es ése. El problema viene a continuación.
Casino de Montecarlo
Porque ahora voy a contar lo que el visitante va a hacer en Mónaco. Sí, he dicho lo que "va" a hacer, no lo que "debe" hacer.
Y éste es el problema. Solo se puede hacer (con ligeras variaciones) lo que voy a escribir:

Aparcaremos el coche en el bien organizado parking subterráneo de la Plaza del Casino. Saldremos frente a la fachada del casino más famoso del mundo y daremos un paseo por la plaza, que continuaremos hasta las terrazas que nos ofrecen una bonita y amplísima visión del mar. En algún momento nos sentaremos en la terraza del Café de París, junto a la entrada del Casino, para tomar algo y decidiremos si entramos o no a verlo por dentro y jugarnos unos euros (¡que poco romántico es un casino en el que se juega en euros!). Se puede entrar a cualquier hora. Y a cualquier hora decepciona, sobre todo, por el "personal" que juega en las pocas mesas abiertas: turistas tontorrones, entremezclados con individuos poco tranquilizadores, malvestidos y de aspecto mezquino. Nada de baronesas ni aristócratas rusos o jeques árabes con túnicas adornadas con bordados de oro. Ni siquiera excéntricos millonarios americanos o militares británicos retirados, con monóculo y ayuda de cámara. Desde luego era mejor la imagen que teníamos que la realidad. Eso sí, nos queda la esperanza de que, algún día, las cosas fueron como nosotros las habíamos pensado...

Hay dos hoteles muy elegantes cerca. Uno, el Hôtel de Paris, en la misma plaza, junto a la entrada del Casino. Otro, el Hermitage, en otra plaza contigua. En el Hôtel de Paris hay un magnífico restaurante (fue aún mejor en otro tiempo), a precios que quitan el apetito de por vida.
Y ya está. No hay calles por las que apetezca pasear ni tiendas en las que curiosear (aparte de unas -pocas- que ya nos conocemos de todas partes, como Cartier o Louis Vuitton). Parece que la ciudad te está diciendo: "¡Hale!, ya me has visto. Te puedes marchar".
Cabe la remota posibilidad de visitar el Palacio y el Museo Oceanográfico, claro, ambos al otro lado del puerto, atravesando La Condamine, frente a Montecarlo (en lo que ellos llaman Monaco), pero no es probable que lo hagamos, como tampoco lo es que visitemos la otra alternativa: el Jardín Exótico (en Fontvieille). Así que lo más sensato es marcharnos antes de que nos entre la depresión "pos-montecarlo", muy habitual si alargamos nuestra visita, que debe tener la duración exacta para que nos haya dado tiempo a decir: "¡Qué bonito!" (que lo es), pero todavía no hayamos empezado a pensar: "¡Vaya rollo!" (que también lo es).

Muy cerca de Mónaco tenemos dos buenas opciones para completar nuestro viaje: Èze, hacia Niza,y Menton, hacia Italia. Hablaré un poco de las dos, porque ambas lo merecen.

Antes de llegar a la autopista, por la salida sur de Mónaco, hay un desvío hacia Èze, que debemos tomar. Con cierto cuidado, porque hay dos Èze: Èze-Village y Èze-Bord-de-Mer.
Èze-Village
La que nos interesa es la primera. Se llega pronto y, tras dejar el coche en la plaza, a la entrada de la parte antigua, nos adentramos en el interior de una singular villa medieval, colgada sobre un altísimo acantilado. Las callejas son más auténticas que en Mougins o Saint Paul, aunque el pueblo es muy pequeño.



Èze tiene dos establecimientos muy especiales. El más famoso es el hotel La Chèvre d'Or, verdaderamente original y con un buen restaurante. El otro es el Château Eza, cuyas terrazas tienen una vista que corta la respiración. Aquí se puede comer o tomar un refresco o aperitivo, disfrutando de un escenario sin igual.
A pocos kilómetros de Èze, está La Turbie, con su célebre monumento romano, Trophée des Alpes, que domina, impasible y misterioso, toda la costa de Mónaco.

Cartel del viejo Menton
Por la salida norte de Mónaco, pero más lejos que Èze (conviene ir por la "cornisa" mediana), nos encontramos con uno de los pueblos marineros más bonitos de la Costa Azul: Menton. Su vista desde lejos es de cartel turístico y su aspecto y color delatan su origen italiano (de hecho, nos preguntaremos si estamos ya en Italia). La visita del pueblo desde la playa y el otro lado del puerto (precisamente desde la frontera italiana) es de las mejores que podremos tener en todo el viaje. La torre de su iglesia, recortada junto a sus abigarradas casas de tonos ocres, nos vuelve a llevar a los tiempos en los que la Riviera vivió su máximo esplendor.
Menton tiene, aparte de múltiples pequeños restaurantes (ninguno muy reseñable) y tiendas, la mejor heladería que conozco (se sigue notando su origen italiano). Está en la calle Saint-Michel, ya cerca del puerto, casi saliendo del casco urbano. Hay quien dice que merece la pena todo el viaje solo por tomarse allí un buen helado, paseando por sus viejas calles...

Y, entre unas cosas y otras, ya hemos llegado a la frontera de Italia. ¿Quién se atreve a cruzarla y seguir hasta Portofino?

Las sabinas tortuosas

Sabina tortuosa de la isla de El Hierro
En la isla de El Hierro, lejos de casi todo, crecen las sabinas.
No, no son aquellas que raptaron los romanos cuando su gran imperio era tan solo un proyecto.
Las sabinas de El Hierro nacieron, quizás, en San Borondón, la isla fantasma.
Puede que el viento las llevase, desde allí, hasta los desgarrados acantilados volcánicos de los restos de La Atlántida que cuelgan de la séptima isla. La del nombre de metal, ésa que vemos en los mapas sin aspirar a comprobar su existencia. El Garoé es el árbol sagrado de los bimbaches, sí, pero los alísios y la lluvia horizontal concentraron más su magia en las sabinas que en el santificado tilo. Es algo que ocurre muchas veces. Sobre todo en las leyendas.

Cuenta una de ellas que un marinero, de barba gris y tristes ojos, llegó hasta San Borondón. La isla existía. El mar y la vida le llevaron hasta sus rocosas costas en su viejo barco, el Lady Grey, ese antiguo cascarón que el marinero había engrandecido con sus propias manos, soñando siempre que un día navegaría con él hasta islas que no necesitarían ser vírgenes para ser bellas y luminosas. Pero la niebla confundió su rumbo y su bitácora. El sextante fue engullido por las olas y el timón perdió su norte.
Nadie habitaba San Borondón. Había rastros de hombres, desde luego. Las huellas de un marino catalán, las de un navegante italiano... algunos castellanos también parecían haber pasado por sus arenosas orillas, que se adivinaban ansiosas de entregarse al primer conquistador que clavase su bandera en unas tierras inseguras y abandonadas de esperanza.
El marino dudó. No era la isla que buscaba. No estaba cubierta de campos de espliego y de lavándula. De sus entrañas no brotaban manantiales dulces y apacibles. Ni los frutos de sus árboles... ¡sus árboles! Nunca había visto árboles como aquellos. En el centro de la isla, un drago milenario, erguido en la cumbre de una loma, parecía llorar con desconsuelo. Junto a él, una sabina retorcía su tronco en movimientos tortuosos y constante, acercándose al drago... y alejándose de él, cuando las ramas de éste parecían saludarla con la ayuda del viento. La sabina no cesaba en su persistente baile. Se doblaba tanto que su copa besaba el suelo y sus hojas esparcían el polvo, inerte y fatuo, echándolo sobre una cama de lava nigérrima de la que parecía haberse levantado el drago solitario, en cuya corteza se distinguían tres letras, tatuadas a fuego por rayos y relámpagos.

La macabra danza era interminable, como la historia. Era delirante y reiterativa, como el bolero. Era fantástica, como la sinfonía.

El marinero de la barba gris y los tristes ojos no pudo resistirlo más. Abandonó San Borondón con el pecho vacío. Por un momento, siguió divisando la silueta de la isla entre la niebla y las nubes que volaban tocando los mástiles del Lady Grey, cuyas cuadernas crujían entre la espuma, pero, de pronto, el fantasma de tierra y roca desapareció. Estalló un trueno y se disipó la niebla. Ningún rastro quedaba de la isla, del drago, de la sabina...
Una música, lenta y suave, se enredó en los mástiles. Lívida, como el fuego de San Telmo. Era una melodía conocida, mil veces escuchada en tardes calurosas y blancas... mil veces soñada en noches solitarias y negras.

Hoy, las hijas de aquella sabina crudelísima viven en El Hierro. Allí esperan, tortuosas como su madre, al viajero que, sin miedo a los mapas ni a la memoria, se decida a visitarlas. Nunca verá árboles como éstos. Troncos retorcidos y doblados; hojas que se entierran, buscando sus propias raíces...
Son árboles atormentados por el viento y el recuerdo. Árboles que lloran, con lágrimas de arena, por un pasado que voló por culpa del silencio. Por un pasado que pudo ser futuro, sin barcos ni excusas de por medio.

Las sabinas tortuosas. Los árboles del fin del mundo. Las almas retorcidas del final de la esperanza.

Ubud, el corazón de Bali

Casi todos los turistas occidentales que viajan a Bali, lo hacen seducidos por su mitificada imagen de paraíso exótico. En Europa, muchos imaginan a Bali como una remota y sensual isla, repleta de bellas mujeres y blancas playas tropicales. En Australia, como un destino próximo y barato, ideal para el surf y las juergas nocturnas. En Estados Unidos y Japón, por suerte, no piensan en ella.


Campos de arroz
Sin embargo, Bali es infinitamente más que eso. Es un reducto aislado, en pleno centro de Indonesia (ese gran archipiélago que casi une Asia con Australia), que conserva intactas su cultura, su espiritualidad y sus costumbres, a pesar del enorme desarrollo turístico de las últimas décadas. 
Tal vez su religión hinduista ha tenido mucho que ver con la independencia mental de Bali de la mayoría islámica indonesia, manteniendo virgen su espíritu a través de los tiempos...
No es posible sentirse defraudado tras un viaje a Bali. Pero sí lo es darse cuenta de que, en muchas ocasiones, el viaje ha estado mal planificado.


Porque si seguimos el imaginario europeo, fomentado por los turoperadores y agencias de viajes, quienes identifican Bali con Nusa Dua y su colección de lujosos hoteles playeros, habremos hecho un viaje demasiado largo para un resultado convencional. Lujoso, pero convencional. 
Porque la riqueza de Bali está fuera de ese seudoparaíso artificial. Bali no es Polinesia. Ni siquiera el Caribe, en cuanto a playas se refiere. Pero está a años luz de distancia de ambas (en realidad a siglos) en cuanto a tradiciones y cultura.
En nuevos artículos hablaré de otros lugares asombrosos de Bali, como Jimbaran, Uluwatu, Besakih, Tenganan, Tanah Lot, Mengwi... pero en ésta quiero concentrarme en la región que considero el alma de la isla: Ubud.
Ubud es la capital cultural y artística de Bali. Se encuentra entre el sur y el centro de la isla, en un paraje espectacular, rodeada de interminables arrozales, bosques, verdes montes y ríos de gran belleza.
Entre estos últimos destaca la garganta del río Ayung, cuyos alrededores son, tal vez, lo más genuíno de la naturaleza balinesa.
Ubud es una ciudad animada, llena de artistas y con constantes manifestaciones culturales. Su mercado es atractivo, sus tiendas de un gusto refinado y sus restaurantes, difíciles de igualar. El mejor de todos es el Ary's Warung, un lugar exquisito y auténtico, donde podremos disfrutar de la más sofisticada comida indonesia, en un ambiente único. Se encuentra en pleno centro de Ubud, frente al famoso Café Lotus, otro restaurante que merece la pena visitar (más que por la calidad de su comida, por su privilegiada ubicación, en el interior del jardín de un templo). 
También los hoteles de Ubud son los mejores de la isla. Aquí no encontraremos grandes complejos turísticos (hay que decir que en Bali prácticamente no existen los edificios altos y que, incluso en Nusa Dua, todos los hoteles son muy respetuosos con el entorno y siempre se construyen en horizontal). Con lo que sí nos encontraremos es con los pequeños hoteles más lujosos del mundo, como el Amandari, el Four Seasons, el Chedi o el Begawan Giri. Nada hay comparable a ellos en servicio, clase y estilo, aunque, lógicamente, el precio es brutal. Pero no hay que asustarse, en Ubud hay decenas de hoteles, de todos los precios, algunos muy económicos y, la mayoría, de una belleza y gusto singulares. 
La atmósfera de Ubud está presidida por el arte. Podemos visitar su museo de pintura, el vecino de Peliatan, sus múltiples galerías de arte y los propios talleres, donde artistas plásticos de todo el mundo, viven y crean sus obras. 
La artesanía local es rica y variada, como también lo son otras manifestaciones artísticas (por ejemplo las danzas balinesas que todas las noches se presentan en el Puri Saren, el palacio de Ubud) y, por su situación, es un lugar ideal para hacer excursiones durante el día.
No muy lejos de Ubud están los Parques de Aves y Reptiles de Bali; la Reserva de Monos; Taro, con sus vacas albinas sagradas; el Puri Gianyar... incluso se puede pasear a lomos de un elefante de Sumatra en el curioso Elephant Safari Park.

Palacio Real de Ubud
En suma, un mundo espiritual y único, lejos en distancia y sentimientos de nuestro pobre materialismo occidental, pero muy próximo a lo que todos deseamos alcanzar en la vida, incluso después de ella... aunque todos los días sigamos empeñados en olvidarlo.
Así es Ubud, el corazón de Bali.



El humo que truena

Cuando el Dr. Livingstone descubrió para la civilización europea esta maravilla de la naturaleza, en 1860, y la bautizó con el nombre de la reina Victoria, las cataratas eran bien conocidas, claro, por las tribus habitantes de los alrededores, quienes se referían a ellas con el nombre de  Mosi-oa-Tunya, lo que, al parecer, significa algo así como "el humo que truena". Y no es una mala definición para describir una de las más espectaculares maravillas naturales de nuestro planeta.
Sus interminables 1.708 metros la convierten en la más ancha cortina de agua del mundo. Por supuesto, hay otras cataratas más altas, pero sus 100 metros de caída y sus más de medio millón de metros cúbicos por minuto, hacen de ellas un espectáculo verdaderamente excepcional.

Conozco otros saltos de agua que impresionan al visitante, como Iguazú, Niágara o el Salto del Ángel, y todos ellos son de una belleza muy especial, cada uno en su peculiar estilo, pero las cataratas Victoria tienen algo más. Para mí, lo más sorprendente es que puedes estar frente a ellas, justo a la misma altura desde donde se precipitan a ese estrecho corredor por el que discurren, tras su caída, las que un instante antes eran las tranquilas aguas del Zambeze.

Este hecho singular (estamos acostumbrados a que las cataratas se produzcan en desniveles importantes del terreno y no en una zona plana que presenta un violento, profundo y estrecho tajo entre las rocas) las convierte en únicas. No es de extrañar que cuando David Livingstone se encontró frente a ellas tuviera una impresión irrepetible. Hoy vemos su estatua junto al permanente arco iris que producen sus turbulentas aguas y nos quedamos paralizados, también, ante ese "humo que truena".

Las cataratas están justo en la frontera entre Zambia y Zimbabwe, pudiendo ser visitadas desde ambos lados, pero la forma más sencilla de llegar a ellas es volar a Johannesburgo y, luego, coger un avión hasta Victoria Falls, en el lado de Zimbabwe.
Por supuesto, hay varios hoteles lujosos cerca de las cataratas, pero a mí solo me gusta uno, el más antiguo, el Victoria Falls Hotel. Se trata de un extraordinario conjunto colonial que conserva intactos su atmósfera y su ambiente. Desde sus habitaciones y jardines pueden verse y oírse, en la distancia, tanto el "humo" como los "truenos". Un camino directo nos conduce desde el hotel al mayor espectáculo de África.

La visita a las cataratas se hace, de sobra, en un día, así que, ya que estamos allí, merece la pena dedicar unos días más a conocer los alrededores del Zambeze, que son dignos de ser visitados, y, sobre todo, a explorar el gran río. El mejor sitio es un pequeño lodge llamado Matetsi. Está a una hora por carretera, aproximadamente, de Victoria Falls y es uno de esos lugares únicos en los que la vida parece detenerse en el tiempo.

Matetsi Water Lodge
Matetsi tiene, en realidad, dos alternativas. La primera es el lodge, justo dominando las serenas aguas del inmenso río que, por sus dimensiones y tranquilidad, más nos parece un lago. Para mí ésta es la mejor opción, sobre todo porque sus desayunos viendo cómo surge la esfera roja del sol sobre el horizonte del Zambeze se quedarán grabadas para siempre en nuestra memoria. Otra experiencia inolvidable son las cenas bajo las estrellas, al calor de las hogueras que nos protegen de la fría noche africana.

Por el día, Matetsi organiza paseos en 4x4 en los que podremos disfrutar de fantásticos safaris fotográficos y visitaremos su otra alternativa de alojamiento, el Matetsi Camp, que nos proporcionará la posibilidad de observar cómo los animales, sobre todo búfalos y elefantes, bajan a beber frente a sus tiendas, cuando el calor cede y el día empieza a refrescar.
Nadie que esté en Matetsi debe dejar de hacer un pequeño crucero por el Zambeze a la caída de la tarde, porque se perdería otro de los grandes espectáculos del gigante acuático. Matetsi tiene una peculiar plataforma flotante (no se la puede llamar barco) que hace un fantástico viaje por el río, entre hipopótamos y cocodrilos, justo a la hora en la que en sol baja, lentamente, hasta fundirse con las aguas del Zambeze. La sensación de paz que se produce en esos momentos, mientras nos trasladamos paralelos a unas orillas  en las que descubrimos cocodrilos, hipopótamos , antílopes y elefantes, nos hace olvidar que, apenas unos cuantos kilómetros río abajo, "el humo que truena" surge con violencia de la profunda garganta cuyo estruendo hizo enmudecer al bueno de Livingstone.

El humo que truena
He conocido otros muchos lugares en los que la naturaleza triunfa sobre la civilización, pero muy pocos tienen la rara virtud de conservar, pese a su fama, esa virginidad original, en la que se mezclan sencillez y grandeza. Una virtud extraordinaria que el gran Zambeze y las cataratas Victoria nunca ocultan al visitante.