sábado, 12 de diciembre de 2015

Isla blanca, isla negra

Pocas palabras son precisas para acompañar a estas fabulosas fotografías de Ibiza.
Velas en el puerto
Son imágenes antiguas, pero quienes hemos conocido la isla en los años sesenta y setenta de la pasada centuria podemos dar fe de que muchas de ellas nos resultan familiares.
La mayoría son de autor desconocido y reflejan una realidad rural que convivió, casi hasta el final del siglo veinte, con ese turismo tan particular que fue seña de identidad inequívoca de una isla blanca que hoy presentamos bajo la influencia de un color negro que contrasta con la generosa luz que la ilumina y es consustancial con una parte de sus gentes. Un pueblo del que tenemos el orgullo de considerarnos parte quienes, sin tener la suerte de haber nacido allí, sentimos a Ibiza como nuestra propia tierra. 
Una guapa payesa con el cántaro a hombros
























Edouard Boubat, 1955
Santa Eulalia, bajando del Puig de Missa
En el Mercat Vell
Paseando por Ibiza

viernes, 20 de noviembre de 2015

Canterbury, sin cuentos

Hace tanto tiempo de mi último viaje a Canterbury, que el recuerdo que guardo de ella debe estar, necesariamente, desvaído por el paso de los años.
Sin embargo, sé bien que me gustó ese lugar pequeño y bien cuidado, que hace gala de esa acertada tradición inglesa de combinar con acierto lo antiguo y lo moderno.
Porque, aunque es indiscutible que la historia, dominada por su imponente catedral, es lo más sobresaliente de esta población del condado de Kent, sus animadas calles, restaurantes y tiendas, ayudan a que el viajero se sienta feliz paseando por uno de rincones con más solera de toda Inglaterra.

En Canterbury está siempre presente la memoria de dos santos muy conocidos: San Agustín, evangelizador de los anglosajones del sur de Gran Bretaña a finales del siglo VI, y Santo Tomás Becket, el arzobispo de Canterbury asesinado en su catedral en 1170.

Bell Harry Tower (Catedral de Canterbury)

Allí está la iglesia parroquial más antigua de Inglaterra, St Martin, en la que el propio San Agustín oficiaba hasta que fue edificada la catedral, sede del primado de Inglaterra y líder espiritual de la iglesia anglicana. El obispado de Canterbury es el decano de todo el Reino Unido.
La impresionante construcción que hoy vemos, de estilo gótico inglés y con su alta y famosa torre (Bell Harry) presidiendo el monumento, está levantada sobre los sucesivos restos de sus predecesoras y quién sabe si de otros templos anteriores, ya que, como hemos dicho antes, Canterbury es una población cuya fundación como asentamiento humano se pierde en la noche de los tiempos.
Esta gran catedral ha sido destino de peregrinos desde tiempos medievales y forma, junto con la mencionada iglesia de St Martin y la abadía de San Agustín (fundada por el propio santo al poco tiempo de su llegada), el conjunto declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1988.


Muchos son los vestigios medievales en Canterbury, una atractiva ciudad de proporciones reducidas, situada a unos noventa kilómetros de Londres y, por tanto, muy cómoda de visitar cuando se está en la capital británica. 
Y esto es algo que, paradójicamente, no suele hacerse con frecuencia, ya que el tirón de la gran metrópoli es tan fuerte que imposibilita a muchos visitantes para el recomendable ejercicio de abandonarla temporalmente por otros destinos próximos, muy reconfortantes. Y Canterbury lo es. O, al menos, lo era hace cuarenta o cincuenta años, lo que me hace suponer que lo sigue siendo.

Claustro de la catedral
Se me olvidaba que Canterbury tiene un castillo normando (en ruinas) que fue alojamiento transitorio de reyes, contribuyendo, junto a los mejor conservados de Dover y Rochester a la reconocida fama de las fortalezas de Kent.

Con lo que nunca me he sentido muy identificado es con la popularidad de la celebrada obra de  Geoffrey Chaucer, 'Los cuentos de Canterbury', considerada una de las más importantes de la literatura inglesa. Puede que haya sido como consecuencia de haber visto la película de Pasolini antes de leer los cuentos (aclamada por la crítica, en su momento -1972-, y que a mí me pareció una segunda parte, más aburrida, de su algo pesado 'Decamerón').
Desde luego, no voy a ser yo quien critique a esta gloria de las letras medievales, cuya principal virtud reside (para mí, claro) en su antigüedad, pero tampoco seré defensor de unos cuentos que no me entusiasman. Ahora bien, reconozco haber visto excelentes y cuidadas ediciones editoriales, bellamente ilustradas, que merecen un lugar en cualquier biblioteca. Y es que ya sabemos que un libro es mucho más que las historias (en este caso, en plural) que cuentan las letras contenidas en sus páginas.

Abadía de San Agustín

Sí me causó especial emoción estar en el lugar exacto en el que fue decapitado Tomás Becket, aunque no fue por una especial afinidad espiritual con sus principios (difíciles de juzgar con la enorme distancia temporal que nos separa de él y de sus contemporáneos Enrique II de Inglaterra y el papa Alejandro III), condicionados por las tremendas luchas de poder de una época convulsa, en la que las fronteras entre religión y estado eran difusas, sino porque tenía muy viva en mi memoria la extraordinaria representación que de la tragedia de T. S. Eliot, 'Asesinato en la catedral', tuvo lugar en el gran teatro del Ramiro de Maeztu de Madrid en 1964, con motivo de sus bodas de plata.
La obra había sido protagonizada (en el papel de Tomás Becket) por el profesor del instituto, Marciano Cuesta Polo, con dirección de Salvador Salazar. Con toda probabilidad, el mejor montaje que se ha puesto en escena en ese magnífico teatro. Pedro Díez del Corral, el inolvidable niño de 'Del rosa al amarillo', fue uno de los actores en esa función.

'Asesinato en la catedral', de T. S. Eliot, (Instituto Ramiro de Maeztu, 1964).
En la foto: Joaquín Rodríguez, Carlos Falcones, Marciano Cuesta, José María Plans e Ignacio Tofiño.

Había dicho al principio que uno de los placeres de Canterbury es pasear por sus calles.
High St y su continuación, St Peters St, son calles peatonales bonitas y concurridas, pero dudo que hayan superado la dura prueba de resistirse al empuje del auge comercial de las franquicias y las marcas internacionales. Donde sí es posible que se hayan mantenido en es en la alternativa King's Mile, que sigue manteniendo su identidad de defensora del pequeño comercio local e independiente. Y, además, sus tiendas no están solas, sino bien acompañadas por acogedores cafés, restaurantes y pubs, en los que disfrutar de la vieja atmósfera de un pueblo que lucha por respetar sus vínculos con una época en la que viajar a esa Inglaterra ajena a las grandes ciudades que siempre entendió que la modernidad pasaba por respetar lo bueno del pasado.
















Floristería en King's Mile

sábado, 7 de noviembre de 2015

Saint-Paul de Vence, por amor al arte

Somos muchos los que defendemos que Saint-Paul de Vence es uno de los pueblos más bellos de Francia, lo que, desde luego, es mucho decir.
La belleza natural de Saint-Paul que, como acabamos de decir, no es poca, se beneficia, además de una situación geográfica privilegiada, a muy pocos kilómetros del mar, en el corazón de la Costa Azul (próxima a Niza y no muy alejada de Cannes), pero ligeramente apartada del trasiego de la autopista, si bien no escapa a la servidumbre de ser un atractivo turístico de primera magnitud. 

Saint-Paul de Vence


Su otro gran valor es el de no haber sucumbido a las catástrofes urbanísticas provocadas por el apetito desordenado, tan frecuente en multitud de casos, de convertir el turismo en una gallina ponedora de huevos áureos. Quienes hayan sido los responsables de su conservación, han demostrado que el cuidado del patrimonio artístico de una ciudad extraordinaria no está reñido con la rentabilidad económica de su explotación, siempre que esté controlada y decidida a mantener, a través del tiempo, sus principales virtudes intactas. Así, Saint-Paul no ha sucumbido a la vulgaridad, sino todo lo contrario. 

El cementerio de Saint-Paul de Vence


Artistas de diversas épocas han visitado la bonita villa de los Alpes Marítimos y algunos, como Chagall, se han quedado a vivir en ella eternamente (Marc Chagall está enterrado en el muy especial cementerio de Saint-Paul de Vence, cuyas espectaculares vistas sobre la campiña provenzal son una excelente alternativa para el descanso de un gran artista). Folon también ha dejado allí una huella duradera, gracias a su fantástica decoración de la capilla de los Penitentes Blancos, su última obra. Y Picasso, frecuente visitante de La Colombe d'Or (mi restaurante favorito de Francia), se alojaba en este impresionante lugar, que más parece un bellísimo museo que un hotel y restaurante.

Mosaico y escultura de Folon en la capilla de los Penitentes Blancos


Pero no han sido solo pintores y otros artistas plásticos los que han se han acercado a Saint-Paul para inspirar su creatividad. El cine se ha sentido, asimismo, atraído por las virtudes de un pueblo que casi es el paradigma ideal de la patria chica de cualquier genio del arte. Una de las películas más características entre las rodadas en Saint-Paul fue 'Moment to Moment', una dramática historia de amor protagonizada por Jean Seberg y Sean Garrison, dirigida por el americano Mervyn LeRoy, autor de obras tan conocidas como 'Quo Vadis?' o 'El puente de Waterloo'. 

En pleno rodaje, frente a La Fontaine, de 'Moment to Moment' (1965)


Pasar una semana de junio o septiembre allí es vivir una inmersión inolvidable en el espíritu del arte. No es necesario hospedarse en uno de sus hoteles caros, aunque tampoco es mala opción, sino que basta con una de las bonitas casas de huéspedes que rodean la villa, muchas con excelentes vistas sobre el centro histórico (Le Clos de Saint-Paul es una buena opción), ya que reservar con éxito una habitación en La Colombe d'Or es muy improbable. Pero si no hay posibilidad de dormir en ese histórico lugar, al menos hay que cenar una noche en su incomparable terraza.
A pocos pasos de está otro de los sitios imprescindibles, el Café de la Place, con su terraza frente a la muralla y sus partidas de petanca bajo los frondosos plátanos de indias. No hay sitio mejor para tomar el aperitivo o un tranquilo café, leyendo el periódico.

La Colombe d'Or


Desde luego, comeremos varias veces en Le Tilleul, bajo el inmenso tilo que da nombre al restaurante, situado sobre la muralla, nada más atravesar la puerta de la ciudad vieja. Hay más sitios dentro, estratégicamente situados entre sus estrechas y empinadas calles o con vistas sobre el valle pero, aparte de la pequeña terraza de La Fontaine, ninguno presenta un ambiente tan interesante ni un entorno tan atractivo. Y, además, se come bien por un precio razonable.

Paseando por Saint-Paul, el arte nos asalta. Y, a corta distancia, tenemos la mundialmente famosa Fondation Maeght, en la que la inmersión artística será de tal calibre que nos aturdirá (más, aún, si tenemos la mala suerte de coincidir con una exposición de Gérard Garouste, un pintor con cuya obra no he sido capaz de congeniar lo más mínimo). Pero, con independencia de lo que allí esté temporalmente expuesto, merece la pena pasear por sus jardines repletos de esculturas de grandes genios, como Miró o Giacometti y, ya en el interior, admirar 'La Vie', el enorme y espectacular cuadro de Chagall que es casi un compendio de todos los temas por él tratados a lo largo de su carrera pictórica.

'La Vie' (Marc Chagall)

Expresamente, no he querido mencionar más que de pasada los hoteles lujosos que Saint-Paul tiene en su zona de influencia. Son varios y muy recomendables, pero siempre he disfrutado más en las ocasiones en las que me he alojado en una pequeña casa de huéspedes, por eso aconsejo a quienes vayan a viajar a este fantástico pueblo provenzal que no dejen de dar un vistazo a la página que recoge la información de todas ellas. Para hacerlo, basta con pinchar aquí.


Desde Saint-Paul de Vence las excursiones posibles son múltiples y atractivas, pero no es fácil que ninguno de los destinos que alcancemos a visitar desde ella nos seduzca más que esta pequeña ciudad medieval, cuyo encanto no solo ha permanecido inalterable a través de los siglos, sino que se ha ido elevando a esa particular categoría, reservada para aquellos lugares que entienden la sofisticación como una pátina suave y elegante, dulcemente ungida por esos óleos eternos y sagrados, que parecen destilados en alambiques reservados para las esencias inmortales de la belleza más sublime. 


miércoles, 28 de octubre de 2015

Aquella luna de Alhama

En el ya lejano mes de agosto de 1965, la luna llena llegó en el duodécimo día. Y yo, como casi todos los veranos por aquellas fechas, estaba en Alhama. 
Dionisio Guajardo nos acogió a nuestra llegada con su amabilidad habitual y, una vez más, nos tenía reservada una habitación de la planta baja con ventana a la montaña, que eran las que nos gustaban a mi madre y a mí (aunque por motivos diferentes). Lo de preferir la planta baja lo entiendo muy bien, pero siempre me he preguntado por qué a mi madre no le gustaban las habitaciones que daban al jardín y quería tener una ventana que daba, directamente, a la carretera general. Puede que, ya que tenía que elegir entre el ruido del tren y el de los coches y camiones, optase por la mayor 'tranquilidad' nocturna de un tráfico rodado que, bien es cierto, no era comparable con el de hoy en día. 
Lo mío, sin embargo, estaba claro. Yo prefería esa ventana porque era mi vía natural de acceso al mundo exterior, con la ventaja añadida de una libertad absoluta de horarios para entrar y salir, a cualquier hora del día o de la noche.
El jardín de Guajardo me gustaba, desde luego, con su romántico y destartalado pabellón, su columpio de larguísimas cuerdas y, sobre todo, su conexión directa con el río, en el que abundaban las ranas que huían de mí como alma que lleva el diablo, cuando me acercaba a la orilla. Pero, la verdad, no tenía comparación con la montaña. La montaña era mi territorio particular. Era toda mía, incluida la torre que vigilaba sobre la antigua carretera, el río y los puentes de hierro del ferrocarril.

A lo largo de los años, mis actividades en esa montaña (de cuyas piedras surgían pequeños manantiales de aguas termales que acababan en la cuneta, frente a mi ventana) habían ido cambiando. La conocía como la palma de mi mano y fue terreno propicio para toda suerte de aventuras imaginarias que, generalmente, culminaban con violentos combates librados contra indios, forajidos o piratas.
Como buscador de tesoros, encontré unos cuantos fósiles (nunca tantos como aseguraban que podían verse por todas partes) y mis cacerías de palomas junto al viejo torreón fueron épicas, si bien, infructuosas, a pesar de los ingeniosos artificios inventados por mí y que yo consideraba infalibles para capturarlas.

Ver acercarse el tren desde la estación, camino de puentes y túneles, era un espectáculo incomparable observado desde la libertad de aquellas rocas solitarias. 
Debajo de mí, Guajardo... un poco más allá el casino, el parque y las Termas Pallarés, con sus dos grandes edificios conectados por un puente sobre la carretera... y, al fondo, un inmenso valle por el que discurría mi río, el Jalón, atravesando mis posesiones. Porque todo era mío. Nadie apareció nunca por allí para disputarme su propiedad. 
Detrás estaba el pueblo, encajonado entre montes y río. El pueblo no era mío, sino de mis amigos. Ellos lo poseían y a mí me gustaba que fuese así. Pero Guajardo, el parque, el lago y todo cuanto alcanzaba la vista hasta los confines del cercano pueblo de Contamina, eran de mi exclusivo dominio.
Quien no conozca Alhama de Aragón no puede imaginarse, ni de lejos, a lo que me estoy refiriendo. 

Pero ese año hubo algo más. El conflicto desatado entre 'monárquicos' y 'republicanos' había llegado a crear un cierto desasosiego entre unos chicos a quienes yo me negaba a considerar de bandos opuestos. Sin embargo, las fiestas de 1965 habían traído algo más al pueblo que sus tradicionales comparsas de gigantes y cabezudos (siempre pensé que el maestro Luna debía haber escrito esa zarzuela en vez de 'Molinos de Viento', que también me gusta mucho, por cierto). Yo, instalado en mi rocosa atalaya, permanecía al margen de aquellas disputas que, con toda seguridad, ya nadie recordará, excepto yo mismo.

Una noche, precisamente la del doce de agosto, mientras mi madre se hacía la dormida para fingir que no se daba cuenta de lo que yo estaba haciendo, salté por la ventana. 
Sabía que el espectáculo de la luna llena sería impresionante desde lo alto de mi montaña privada. En el bolsillo llevaba una carta. No quería que durante los largos meses de otoño e invierno que, irremediablemente, vendrían tras mi marcha de Alhama, se repitiesen los acontecimientos de la 'Operación Mojama', en la que Mala Estrella y yo nos vimos envueltos el año anterior, sin grandes resultados prácticos. Además, la vida de unos y otros iba a cambiar, con total seguridad, a partir del nuevo curso escolar...
Subí hasta lo más alto del desolado cerro, áspero y rocoso, que ascendía hacia el norte desde la torre medieval, y allí, en la cima, dejé el sobre bajo una gran piedra, bien cubierto por un envoltorio protector, a prueba de las inclemencias de la intemperie. 
La luna llena lo iluminaba todo. La montaña, el pueblo y el valle se habían teñido de plata y el mundo brillaba con un poderoso esplendor.

Yo soñaba con el tiempo que estaba por llegar, cuando la luna llena de Alhama solo fuese un lejano recuerdo blanco y azul en mi memoria. 
La torre por la que dicen que pasó mi antepasado Rodrigo Díaz, me miraba, a contraluz, asintiendo con un leve movimiento de sus poderosos muros. Abajo, a mis pies, Guajardo dormía.

No comencé a bajar hasta que, ebrio de luz (como diría el poeta), me decidí a descender por la ladera de mis juveniles sueños, acordándome bien de aquella otra noche en la que tuve que huir, peñas arriba, perseguido por una multitud de bañistas en ropa de dormir, que gritaban, en plena madrugada: "¡Mirad! ¡Allí está el cantante!". Nunca me alcanzaron, claro, como tampoco lo hicieron los sueños de esa noche de agosto en la que regresé de la cima de mi montaña, para no volver a subirla nunca más.

Claro que solo han pasado cincuenta años. Podemos seguir esperando.

lunes, 26 de octubre de 2015

De Sorolla a Biarritz


Un viaje a Biarritz suele ser mejor tras haber visitado primero el Museo Sorolla de Madrid. 
Sobre todo, cuando no se está pensando en una visita trivial, sino en establecer lazos eternos con la villa marinera del sudoeste francés.

Lo mejor, sin duda, es ir al museo un sábado de marzo, lo más temprano posible (creo que abre a las 9:30h). Visitarlo de cuatro en cuatro es mejor que hacerlo en solitario, claro. Y mucho más recomendable que ir en un grupo multitudinario.

Los cuadros de Sorolla sobre Biarritz son luminosos, como los que pintó en su costa levantina natal. A veces, es difícil saber si la playa que aparece en su obra es vasca o valenciana. 
En Biarritz la luz es limpia, sobre todo, en invierno. Y como lo que debe seguir a la visita al Museo Sorolla (su bonita residencia madrileña, en pleno barrio de Chamberí) no es un viaje a Biarritz, sino dos, todo encaja perfectamente.

El primero de los viajes debe hacerse en primavera, a ser posible durante las vacaciones de Pascua. Esos días serán una prolongación de la mañana en la casa del pintor. Si van acompañados de una excursión a Cambo-les-Bains, aún mejor. 
En esos días, es probable que descubramos que la luz de la costa occidental francesa no es siempre tan luminosa, pero también es cierto que, entre el legendario Lou Coufidou y Le Patio, conseguirán que esa circunstancia no tenga mayor importancia. 
Lo más importante del Biarritz post-Sorolla es pasear. Siempre que se pueda, al borde del mar, claro. En primavera, los jóvenes ignoran que, apenas unos meses más tarde, todo será más luminoso y definitivo. Casi nadie habrá reparado en el reloj del edificio de la alcaldía y Chez Albert será, todavía, una posibilidad apetecible que espera, paciente en el pequeño puerto pesquero.


Sorolla acierta al enseñarnos tímidas bañistas con sombrero y vaporosos vestidos blancos, que se limitan a tocar el agua con sus pies descalzos. Pero también nos muestra en alguna de sus obras un paisaje más dramático, por su colorido y pinceladas, de una playa vigorosa y siempre intensa. 
Son los personajes femeninos los que abundan en estas pinturas del gran artista valenciano, normalmente sobre las rocas próximas al mar o en lo alto de los acantilados que dominan la arena. Estas perspectivas aumentan el efecto de los habituales contraluces de Sorolla y nos brindan una realidad que hoy nos parecería de otra época, de no ser porque Biarritz es atemporal para quienes la hemos vivido en toda su intensidad.

El segundo de los dos viajes a realizar con posterioridad al recorrido por el Museo Sorolla, hay que hacerlo en diciembre. Justo después de la Navidad. En él nos reencontraremos con una luz que ilumina el pasado y el futuro, especialmente, en el mediodía de la festividad de San Juan Evangelista, un momento en el que veremos volar su águila junto a las familiares gaviotas que anidan en los islotes frente al faro.


Luego, la vida continuará engrandeciéndose, durante muchas décadas, con el recuerdo de Sorolla elevándose sobre las tardes azules de las playas de Biarritz.

viernes, 23 de octubre de 2015

Karnak y la belleza

Elizabeth estaba de pie, inmóvil, rodeada de las enormes columnas de la sala hipóstila.
Los rasgos hieráticos de su belleza juvenil y su esbelto cuello eran más propios de una Nefertiti rubia que de una mujer del siglo XIX, algo que allí, entre las sombras arrojadas por aquellos colosos cilíndricos de Karnak, aún se hacía más evidente.

Las columnas de la sala hipóstila buscan a Amón-Ra




Junto a ella se movía, nervioso, su marido, un estraperlista escocés, de pocos escrúpulos, que se las daba de simpático como método de trabajo para embaucar a los incautos.
Era una soleada mañana del mes de enero y, curiosamente, apenas había visitantes en el templo. A pocos metros de Elizabeth, recostados en una columna apartada, James y Ted observaban la escena, camuflados tras sus vestimentas árabes.

Los templos de Karnak

Unos días antes de emprender viaje a tierras de Egipto, Elizabeth había recibido una carta en su casa de Londres. Una carta extraña, sin firma, escrita con una letra antigua. Decía así:



Está escrito que al tercer día, navegando Nilo abajo, llegarás hasta donde estuvo la gran ciudad imperial, Tebas. A ti te dirán que has llegado a Luxor.
Este es el lugar. Lo es para ti, como lo fue para el más grande de todos los faraones, Ramsés II, hijo de Seti. Él mandó construir templos y monumentos que han vencido al paso de los siglos y es, precisamente, en uno de ellos donde tú deberás buscar el mensaje.
Desde luego, no será fácil; pero tampoco imposible. Sigue con exactitud, cuidado y precisión las instrucciones y lo conseguirás. Si lo logras, los dioses te protegerán.
En caso contrario...
Solo debes temer a la maldición de la tumba del sumo sacerdote. Es el único peligro que te acecha, pero es un gran peligro. No lo olvides en ningún momento, así que lleva siempre contigo el amuleto de plata de Isis que acompaña a esta carta, lo necesitarás para estar protegida y para identificar el mensaje que debes recoger en Karnak.
Cuando llegues allí, al monumental complejo religioso de Karnak, entrarás en el templo de Amón, el protector de Tebas. En ese instante, invocarás la ayuda de Isis, la diosa del amor, hermana y esposa de Osiris. Ella te mantendrá a salvo de los terribles sacerdotes de Seth, el dios del mal, quienes disfrazados de mendigos y caminantes siempre estarán vigilando tus pasos. ¡Cuídate de ellos!
Avanzarás por la avenida de esfinges con cabeza de carnero hasta traspasar la puerta del templo. Una vez dentro, el gran atrio principal te acogerá: a la izquierda, el pequeño templo de Seti II; a la derecha, el de Ramsés III y, en el centro, los restos de las columnas de lo que fue el pabellón del faraón Taharqa. Debes caminar entre lo que queda de estas columnas y pasar junto a las dos estatuas gigantes de Ramsés II para llegar hasta la sala hipóstila, la gran maravilla de la Antigüedad, con sus ciento treinta y cuatro inmensas columnas. Apenas comiences a atravesarlas podrás ver, al otro lado, los dos obeliscos: es en ese momento cuando debes extremar tu atención.
El primer obelisco, el de Tuthmosis, quedará a tu derecha. Puedes admirarlo, pero no hagas caso de él. Es en el segundo, el más alto de los dos, el que está a tu izquierda, en el que debes concentrarte: ahí está el mensaje. Este es el obelisco de Hatshepsut, el obelisco más alto de todo Egipto, erigido por la única faraona de la historia, para gloria de su 'padre' Amón. Como verás es enorme y majestuoso: no creo que hubiera podido encontrar otro lugar mejor en el mundo para esconder tu mensaje.
El obelisco de Hatshepsut está asentado sobre una base rectangular, formada por grandes piedras. Sitúate frente a él, en el paseo central, e introdúcete por el estrecho callejón que lo bordea, a tu izquierda, en dirección a la esquina norte de la base. Avanza trece, catorce o quince pasos y te encontrarás delante de una única piedra pequeña, con forma de trapecio. Retírala cuando nadie te vea, es muy fácil de mover: tras ella está el mensaje. Para asegurarte de que es el auténtico tienes que comprobar dos cosas. La primera, el halcón negro; la segunda está dentro: un amuleto de Isis idéntico al que tienes ahora en tu poder.
Sigue fielmente las indicaciones y llegarás a tu destino.

Que los dioses te ayuden y que tu cuerpo sea eternamente conservado.


En el sobre, junto a la carta, una pieza de plata con el símbolo alado de Isis, completaba el contenido del misterioso mensaje.

Un par de semanas más tarde, Elizabeth estaba en Luxor, en mitad de la sala hipóstila del milenario templo de Karnak. La carta y el amuleto, bien escondidos en un compartimento secreto de su bolso parecían estar aguardando el momento. 

–¿Por qué no saca la carta? –preguntó James, casi en un susurro.
–Se ha aprendido las instrucciones de memoria. Estoy seguro –respondió Ted.

Pero Elizabeth no hizo ademán alguno. Miró las columnas de arriba abajo, como si pudiera leer sin esfuerzo los jeroglíficos que las adornaban y, sin hacer intención de acercarse al obelisco de Hatshepsut, se dio media vuelta con gesto cansado. Pocos segundos más tarde, pasando junto a los dos discretos 'árabes', se encaminó a la salida sin volver la vista atrás. 

–¡No puede irse así! –gimió Ted–. Es imposible que haya venido hasta aquí y no intente buscar el mensaje...
–¿Te has fijado en ella, Ted? 
–¡Claro que me he fijado! Es una maldita insensible... una mujer sin alma –sentenció el compañero de James.
–Sin duda lo es, pero no me refería a eso. ¿La has visto bien, Ted?

Ted miró fijamente a su amigo y le dijo, con voz grave:
–La belleza es efímera, James.

James no respondió. Se limitó a levantar la vista y asentir de forma casi imperceptible con la cabeza, mientras contemplaba el eterno y magnífico esplendor del templo de Amón-Ra, la gran maravilla del viejo Egipto, cuya belleza sublime era vencedora del tiempo y de la historia...

miércoles, 21 de octubre de 2015

Objetivo: Moorea

Cenar en el puerto de Papeete es todo un espectáculo. Repleto de pequeños puestos callejeros sobre ruedas, siempre animados y con buen ambiente, es un placer recorrerlos sin prisa y tomar algo aquí y allá, tras haber disfrutado de una buena cerveza en la terraza de la cervecería Les 3 Brasseurs.

Aquella noche, mientras paseaba entre las concurridas roulottes del puerto, pude ver cómo se aproximaba el Paul Gauguin, así que fui al muelle para observar de cerca su maniobra de atraque. El buque se fue acercando con esa majestuosa lentitud que en esas latitudes sureñas parece, aún, más reposada y blanca.
El Paul Gauguin es un elegante crucero, no demasiado grande, que hace un bonito recorrido por las islas: Huahine, Bora Bora, Moorea... 
Desde luego, también tiene otros itinerarios, dependiendo de la época del año, pero lo que le ha hecho famoso en todo el mundo es su navegación por las llamadas Islas de la Sociedad, seguramente las más bonitas de la Polinesia Francesa. Si a todo ello le añadimos su sugerente nombre, el éxito lo tiene asegurado.

Aquella noche me gustó ver cómo el Paul Gauguin llegaba a puerto, probablemente tras una semana de travesía por aquellos mares (muchas veces revueltos para la navegación entre las islas, fuera de la protección coralina que las rodea). Sin embargo recordé que, siendo bellísima su singladura por ese privilegiado rincón del Pacífico, adolecía (como casi todos los cruceros) del inevitable inconveniente de la levedad de su contacto con unos destinos especiales que merecen una estancia más reposada.
Uno de esos magníficos destinos es Moorea. La impresionante isla sobre la que vemos atardecer desde Tahití y que era el objetivo inmediato de mi próxima visita a la mañana siguiente.

Moorea, al atardecer, desde Tahití

El vuelo entre Papeete, la capital de Tahití, y Moorea apenas dura unos minutos en un pequeño avión que se ve obligado a iniciar la maniobra de aterrizaje antes de que haya tenido tiempo de tomar altura sobre el canal que separa las dos islas. El viaje en ferry también es breve y recomendable.
Ya antes de llegar, incluso desde Tahití, nos damos cuenta de que Moorea (que significa 'lagarto dorado') es, además de un lugar de dramática e impresionante orografía, una isla bellísima.
Sus dos grandes bahías (Opunohu y Pao Pao) son, junto a su montaña sagrada (el monte Rotui, que las separa), lo más llamativo que se presenta ante los ojos del visitante.

En Moorea lo mejor que se puede hacer es descansar. Y, cuando estemos cansados de descansar, dar una vuelta por la isla y su laguna, visitar el mercado de Pao Pao y subir al espectacular mirador de Opunohu para disfrutar de la más fabulosa vista que uno pueda imaginar.

Bahía de Pao Pao 

De todas las actividades acuáticas que se pueden realizar en la laguna, mi favorita es la de nadar con las rayas salvajes. Son rayas enormes, que no solo se dejan acariciar, sino que nos buscan para rozar su suavísima piel con la nuestra. Una experiencia única, mucho más especial que jugar con delfines amaestrados o dar de comer a los pacíficos tiburones.
Pasear por la isla (ya sea en moto, en quad o andando) es realmente fantástico. Descubriremos pequeños bares y tiendas muy particulares, siempre rodeados por una vegetación apabullante, con las laderas de sus prodigiosas montañas repletas de plantaciones de aguacates y piñas, siempre mirando hacia su prodigiosa laguna de aguas color turquesa.
En el mercado de Pao Pao veremos frutas y pescados en abundancia, recién recolectadas unas y pescados en la misma mañana de nuestra visita los otros. El célebre y colorista mural de François Ravello es el sello de identidad del lugar.

La vista desde el mirador de Opunohu
Pero es probable que lo más llamativo que recoja nuestra retina en Moorea sean las vistas desde el llamado Belvedere de Opunohu, un mirador que presenta una vista de increíble belleza, más próxima a la fantasía más soñadora de una imaginación en busca del paisaje ideal que de una realidad, ofrecida a nuestros ojos con sobrecogedora sencillez. Conozco a gente que ha ido desde Europa a Moorea solo por ver este espectáculo natural, en el que se encuadran las dos grandes bahías de la isla, con la emergente y cónica masa de la montaña sagrada Rotui, en su centro. 
Será difícil para la retina del viajero desprenderse de esta imagen durante el resto de la travesía.

La isla de Moorea
Luego, tal vez tras haber navegado por la propia bahía de Opunohu, en la que fondease el intrépido capitán Cook en 1769, puede que tomemos la siempre difícil decisión de abandonar esta sorprendente isla con forma de murciélago en pleno vuelo, para poner rumbo a otros nuevos destinos en la Polinesia Francesa, cuyos apasionantes y lejanos paisajes se conservan, en buena medida, casi intactos desde que el navegante Pedro Fernández de Quirós avistase la isla de Tahití en 1606. 
Un milagro de la naturaleza que la humanidad deberá seguir cuidando en los tiempos venideros con creciente dedicación y compromiso.