miércoles, 8 de octubre de 2014

El cielo de Madrid y Velázquez

Pocas veces la contemplación del cielo ha dado lugar a más comentarios y alabanzas de escritores, poetas e, incluso, del pueblo llano, como en el caso de Madrid.

La fragua de Vulcano
Lo que, a primera vista, resulta más curioso de este hecho, tan arraigado en el acervo popular, es que el viejo poblachón manchego que se convirtió en capital de los reinos de España por decisión de Felipe II, en 1561, no goza, ni mucho menos, de una situación teóricamente idónea para propiciar una contemplación paisajística de excepción, al no estar situado, como sí lo están muchas otras grandes ciudades (su antecesora en la capitalidad, Toledo, por ejemplo), en las orillas de un caudaloso río o al borde de una pintoresca y amplia bahía.
Y, sin embargo, el cielo de Madrid tiene unas virtudes que casi podríamos calificar de únicas y poco frecuentes en las grandes urbes situadas tierra adentro y, por lo tanto, carentes de la posibilidad de beneficiarse de los efectos de esas brisas marinas que suelen mover las nubes con celeridad y producen efectos escénicos dramáticos y coloristas con una regularidad que todos conocemos y admiramos como bien merecen.

¿Qué hace, entonces, posible el milagro de los cielos de Madrid?
Parece indiscutible que la respuesta está en su luz. Velázquez solía decir que la luz de Madrid era transparente, en contraposición a la de su Sevilla natal, mucho más intensa y saturada a los ojos de un artista.

Felipe IV
Para un pintor de la sensibilidad del gran Diego Rodríguez de Silva y Velázquez, esta especial característica era de vital importancia, ya que sus obras siempre se ven influenciadas, en mayor o menos medida, por la luz del lugar en el que realizan sus obras. Los grandes artistas conocen muy bien la repercusión que el ambiente, más o menos pigmentado, de la atmósfera que les rodea tiene en la ejecución y, desde luego, en la percepción de su trabajo.


El secreto de la luz transparente de Madrid está a unos cuarenta o cincuenta kilómetros al norte de la capital, y se llama Guadarrama, la sierra de Madrid. El pulmón que regenera y filtra, desde sus cumbres, pinares, ríos y valles el aire que desde allí llega a una ciudad que, pese a la terrible y nociva contaminación de su tráfico (no hay, ni ha habido, una industria severa que, como en otras urbes, contribuya con sus humos a empeorar el ya de por sí grave efecto de la circulación de vehículos movidos por combustibles derivados del petróleo), la gran mayoría de las mañanas de primavera, otoño e invierno mantienen el privilegio de disfrutar de un aire transparente, en especial en la zona más septentrional de la villa y, desde luego, en toda la periferia que se acerca a la sierra. 



La túnica de José
Así, los cielos de Madrid han alcanzado una bien ganada fama, tanto entre los nativos de la villa y sus residentes como en quienes la visitan, pues disfrutan, a poco que tengan a bien levantar su mirada, de unas frecuentes combinaciones de azules claros y profundos, muchas veces adornados por ligeras o poderosas nubes que pasan de un blanco vigoroso al naranja, al rojo e, incluso, al violeta más encendido.

Ver el cielo de Madrid es un viaje en sí mismo. 
Los madrileños tenemos la suerte de poder movernos a diario por un espacio infinito de sorpresas que se extienden hacia un horizonte que parece mayor de lo que abarca, quizás por el efecto que produce la especial orografía de la comarca que rodea nuestra ciudad.

El triunfo de Baco
Sea por lo que sea, no es necesario en nuestro Madrid ascender hasta las alturas para sentirse inmersos en ese espacio transparente y aéreo al que llamamos cielo. A esa inmensa e imaginaria cúpula en la que las nubes caprichosas se esfuerzan, afanosas, por ocupar el lugar más apropiado a su forma, a su color, al reflejo que la luz produce sobre su (solo en apariencia) nada gaseosa naturaleza. Basta con mirar. Probablemente, Velázquez hizo eso cuando llegó aquí hace casi cinco siglos: miró al cielo de Madrid. Y desde ese momento, sus colores fueron puros, porque esa nueva luz con la que se encontró en la corte no era capaz de matizar los óleos de su paleta. Gracias a ello, tal vez, hoy vemos en sus cuadros unos tonos personales, diferentes, pero inseparablemente unidos a esa luz incolora que nunca llegó a manchar los pinceles del gran maestro sevillano que ya es patrimonio de toda la humanidad.

La rendición de Breda
A lo largo de este viaje de nuestra mente por el cielo de Madrid, he ido repartiendo entre el texto unas cuantas composiciones en las que me he atrevido a combinar fragmentos de algunas de las obras más conocidas  de Diego Velázquez con una selección de las excelentes fotografías que del cielo de Madrid, tiene realizadas Luis García.
El genio de Velázquez y el eterno cielo de la villa del oso y el madroño... 
¿Alguien necesita más para emprender un viaje fantástico que empezó en la corte de Felipe IV, hace quinientos años?

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