sábado, 8 de junio de 2013

La bahía de Saint-Tropez

Llegar a Saint-Tropez por carretera requiere grandes dosis de paciencia. A medida que nos acercamos, nos vamos encontrando con muchos más coches de los que nos gustaría y, dependiendo de la hora, la entrada al pequeño y famoso pueblo de Saint-Tropez puede ser desesperante, sobre todo, claro está, en los meses de verano. Y, como es probable que lo mismo nos vuelva a pasar a la salida, es conveniente que guardemos parte de nuestra paciencia para ese otro momento, aún más doloroso, por ser el de la partida.

Saint-Tropez y su bahía
Lo mejor es acercarse todo lo posible por la autopista A8 (que no es mucho, la verdad), luego, a Sainte-Maxime, el bonito pueblo vecino desde el que se disfrutan magníficas vistas del golfo, y de ahí a Saint-Tropez, bordeando la costa.
Se puede llegar en barco (desde Cannes, Niza o algún otro puerto relativamente próximo), pero también requiere su tiempo y no siempre los horarios son los que más nos interesan, aunque la belleza de la travesía suele compensar, con creces, estos pequeños inconvenientes que pronto olvidará el viajero.

Paul Signac
Si llegamos en coche (y aún no lo hemos dejado abandonado en plena carretera), es muy recomendable aparcar en el estacionamiento que hay a la entrada del puerto, junto al principio del puerto y próximo al museo de L'Annonciade, uno de los imprescindibles de Provenza, pese a su reducido 
tamaño. La mejor manera de moverse por Saint-Tropez es andando, sobre todo teniendo en cuenta que una buena parte del centro es peatonal (y el resto debería serlo).


Henri Sié

Una vez allí, hay que recorrer sus estrechas calles; tomar el aperitivo en la terraza de Sénéquier; observar su famoso campanario bicolor; ver alguna de las galerías de los pintores locales (el que más me gusta es Henri Sié, que tiene su local muy cerca de la iglesia); hacer un alto en el camino para un té en el Hotel Byblos (mejor, aún, quedarse allí una noche o dos) y comer o cenar en Le Café, tras pasear por la muy bonita (y diferente del resto de Saint-Tropez) Place des Lices que, con sus grandes árboles y lugareños jugando a la petanca, nos puede recordar a Arles. Y, por supuesto, no habremos completado nuestra estancia en Saint-Tropez si no nos hacemos una foto en la puerta de su célebre Gendarmería, muy próxima al puerto, de la que esperaremos ver salir en cualquier momento a Louis de Funès y sus fieles gendarmes.


El Puerto de Saint-Tropez

Sus playas son muy distintas entre sí. La Bouillabaisse, por ejemplo, es de arena fina y situada a la entrada de la villa, mientras que las de La Mouette, Les Canebiers o Les Salins son más naturales y algo más alejadas del centro.
Las que tienen menores dimensiones, como son La Fontanette o Les Graniers están cerca la vieja ciudadela y conservan un encanto salvaje. Y la minúscula y sorprendente playita de La Ponche nos traslada a la primera película de Roger Vadim.

Playas de Pampelonne
Más lejos, ya en el municipio de Ramatuelle, siguiendo el conocido paseo de las playas, llegamos a la bahía de Pampelonne, con sus inmensas playas de arena, entre las que destaca la de Tahiti. Una excursión que merece la pena y que debe terminar con una relajada comida en la terraza de Le Club 55.

Saint-Tropez fue, en otros tiempos, una fortaleza militar y un humilde pueblo de pescadores, pero saltó a la fama gracias, entre otras cosas, al cine, ya que películas como "Y Dios creó a la mujer", de Vadim (con Bardot y Trintignant) o "Bonjour tristesse", de Otto Preminger (con Niven, Kerr y Seberg), convirtieron a la pequeña villa francesa en uno de los lugares de culto de lo que vino en denominarse la Nouvelle Vague.
Unos pocos años después, Girault y Funès, comienzan la popular saga de películas de humor del gendarme, que sitúan a Saint-Tropez como icono mundial de la industria del turismo moderno.

La gran virtud de Saint-Tropez, aparte de la incomparable vista de su golfo en esos días azules que han dado nombre a toda una costa, es seguir pareciendo lo que fue (a pesar de las hordas de turistas), manteniendo su entorno casi intacto. Solo algunas construcciones y obras públicas en la principal carretera de acceso y, un poco antes, la marina de Port Grimaud, han alterado el paisaje original.

Enfrente, el otrora tranquilo y ya mencionado pueblo de Sainte-Maxime, tiene una playa convencional y un ambiente agradable de veraneantes menos sofisticados, pero ha crecido más de la cuenta desde la primera vez que lo visite. Sin duda, como consecuencia de la pujante fama de su afamado vecino. Allí, en Sainte-Maxime, está el único campo de golf (que yo conozca) que dispone de un ascensor para pasar (subir, en realidad) de un green al siguiente tee.

Saint-Tropez y su espectacular bahía son el último bastión de Provenza antes de que nos adentremos en la procelosa Costa Azul, donde, por desgracia, el hormigón y los ladrillos han ganado la partida a la naturaleza.
El ambiente de Saint-Tropez (no siendo en pleno mes de agosto), nos gustará. Su privilegiado golfo, el intenso azul rizado del mar y su innegable clase y estilo, de estudiado desenfado, nos cautivará.

Es un lástima no disponer, además, de una pequeña máquina del tiempo de bolsillo, con la que regresar hasta mediados del siglo pasado para descubrir su viejo encanto, cuando solo era un pueblo de pescadores, orgulloso de su historia como refugio de corsarios.

2 comentarios:

  1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderEliminar
  2. Un maravilloso lugar, que conserva mucha magia. Para los que vivimos en el nuevo mundo, existen sitios parecidos, como un hotel estilo Saint Tropez en Punta del Este, Uruguay, que nos hace sentirnos en un sitio muy francés, muy fuera de lo común de este lado del Atlántico.

    ResponderEliminar