viernes, 18 de marzo de 2016

Marzo florece en Aranjuez

Hubo un tiempo, ya lejano, en el que subir la cuesta de la Reina de un tirón tenía su mérito.
El Austin de mi padre lo conseguía a duras penas. Y no digamos ya lo que sufrían para remontarla los viejos autocares que nos llevaron a Aranjuez con el Ramiro, en 1956 y 1959.

Fueron buenas aquellas excursiones. Igual que todas las visitas que hice con mis padres, en las que siempre comíamos en La Rana Verde (hoy ha recuperado su nombre primitivo y vuelve a llamarse El Rana Verde, como en sus orígenes, pero en aquellos tiempos era 'La').
El paseo en barca de motor por el Tajo era obligado y yo solía perderme por los jardines que discurren junto a su orilla y que, en cualquier época del año son un concierto para los sentidos.

Así era 'La' Rana Verde en los tiempos en los que solía ir con mis padres





Pero de todos los meses, el que me resulta más especial al recorrer esos jardines es el de marzo. Sobre todo antes, claro, cuando los visitantes eran escasos y más prudentes.

Aranjuez, en especial a lo largo de la ribera del Tajo, es un parque inmenso, salpicado de pequeñas fuentes (y alguna más grande) que no pretenden competir con las de la Granja de San Ildefonso, pero que, al contrario de las del palacio segoviano, tienen la virtud de no carecer nunca de agua corriente.

Fuente de Hércules e Hidra






Ya sabemos que el gran jardín es el del Príncipe, de enormes proporciones y excelente para las calurosas tardes veraniegas, pero, en marzo, yo prefiero asomarme al de la Isla.
Su situación, junto a una de las fachadas del Palacio Real, es muy especial y tiene la ventaja de que, siendo grande, sus dimensiones son relativamente reducidas (en comparación con el del Príncipe).

Muy cerca está el llamado jardín del Parterre, en el que se encuentran las fuentes más monumentales, como la de Ceres, cuya vista trasera a contraluz, con el palacio al fondo, es memorable en las últimas horas de la tarde. 


La fuente de Ceres y el Palacio Real
En marzo, el jardín de la Isla presenta un colorido particular, en el que se mezclan los árboles florecidos con los aún desnudos y los de hoja perenne, lo que presenta unas combinaciones singulares, cuando los observamos bajo el intenso azul del cielo o contra el fondo del próximo palacio, del que solo están separados por un estrecho canal.







Esa todavía incipiente vegetación nueva del final del invierno, otorga a las tardes soleadas un carácter diferente y que a mí me resulta de gran belleza. Sobre todo, si tenemos en cuenta que mi particular concepto de lo bello está más próximo a la sencillez natural de esas cosas que, pareciendo carecer de importancia, la tienen, que a los escenarios sublimes, cuya orgullosa voluptuosidad visual me resulta un tanto prepotente.





Por todas partes aparecen rincones en los que luces y sombras, mezcladas con los rosas, verdes, marrones y azules que nos rodean, engañan a nuestros sentidos para hacerles creer que la primavera ya ha llegado, cuando, en realidad, no lo ha hecho.

Pero da igual, porque en Aranjuez, en los jardines de Aranjuez, todas las estaciones son un poco primaverales, lo que, sin duda, reconforta el ánimo y el espíritu.












Santiago Rusiñol, por ejemplo, disfrutó mucho en Aranjuez. Hasta el punto de que murió allí, pintando sus jardines. Por cierto que dicen que fue el propio artista (y escritor) catalán quien sugirió el nombre del, entonces, nuevo merendero que se instaló en la ribera del Tajo. Parece que 'El tío Rana' era el patriarca de la familia y D. Santiago propuso que, en su honor, se bautizase con tan pintoresco nombre (El Rana Verde) al restaurante recién construido sobre los terrenos cedidos, a tal efecto, por el rey Alfonso XIII.


Santiago Rusiñol en Aranjuez

















El caso es que, pese al paso de los años, y con independencia de los sucesivos cambios en el artículo inicial de su nombre, el negocio, tradicionalmente regentado por las mujeres de la familia Díaz-Heredero, sigue en plena forma en nuestros días.

El Rana Verde, en sus primeros años

















Mientras tanto, frente a palacio (que dirían Los Pekenikes), marzo sigue floreciendo con su incipiente primavera, lejos del frío y de la oscuridad de un invierno que, en otras latitudes, se resiste a darse por vencido.
Por el contrario, aquí, en Aranjuez, ya empiezan a despuntar las pequeñas flores de unos árboles que nos regalan, generosos, unos tonos rosados, suaves e intensos a la vez, demostrándonos con su ofrecimiento que ninguna noche es eterna y haciendo creer, por unos momentos, al ingenuo y absorto paseante que lo bello es lo permanente y que en la vida no hay tristezas insuperables. 














jueves, 3 de marzo de 2016

Mi terraza en Lisboa

En Lisboa abundan los miradores con vistas espectaculares sobre la ciudad. Su emplazamiento junto al estuario del Tajo y el hecho de estar edificada sobre siete colinas (como Roma) hacen de su paisaje urbano un permanente escenario de vistas, a cual más impresionante y romántica.
No es, por lo tanto, mi intención poner en tela de juicio las múltiples panorámicas que, tradicionalmente, son consideradas como las más llamativas de la capital portuguesa. Tampoco lo es discutir sobre las excelencias de unas y otras, siendo la mayoría de ellas muy notables.

Miradouro da Graça

Casi todas las guías turísticas destacan al Miradouro da Graça como el punto desde el que disfrutar de la visión más memorable. Y no es, como ya hemos dicho, el único. El Miradouro da Senhora do Monte tiene, también, muchos adeptos. No faltan razones, es cierto, para enamorarse de lo que se contempla desde uno y otro. Como tampoco son escasas las que nos asisten, medio escondidas, junto a multitud de rincones en una ciudad que rezuma belleza y nostalgia.

Sin embargo, yo tengo un sitio que me gusta más. 
Es un lugar que carece de las virtudes grandilocuentes de los miradores más famosos y populares, pero tiene otras que, para mí, son más propias de una ciudad como Lisboa, en la que el carácter íntimo de su más profunda naturaleza te hace sentir de una forma diferente, abandonando al olvido cualquier intento de indiferencia.

Mi terraza en Lisboa
Mi terraza favorita está muy cerca de la Sé, la vieja catedral que alza sus dos torres almenadas sobre el barrio de Alfama. Es una terraza privada, pero con suerte y habilidad es posible llegar hasta ella (difícil, pero posible).
La singular combinación de esas torres  (con reminiscencias de fortaleza medieval) y los insólitos azulejos de la pared lateral que convierte la casa que cierra la terraza por la izquierda en una imaginaria prolongación de un jardín elevado (absolutamente imprevisible desde el desolado paredón que la sustenta por la calle Pedras Negras) otorgan al conjunto un aire especial, relajado y contradictorio, en el que, frente a la iglesia más antigua de Lisboa, se alza un paisaje colonial encantado, traído al continente europeo por la ensoñación de un viajero que volvió con su equipaje repleto de memorias tropicales.

Uno puede pasar horas... días en esa terraza. Allí el tiempo no existe y las distancias se volatilizan, atrapados uno y otras entre la magia de la inesperada parte trasera de un inmueble, el del número 13 de la calle de San Mamede que, pese a su bonita y muy tradicional fachada, en nada presagia la existencia de una terraza que parece lejanísima cuando estamos situados ante el señorial portalón verde de una casa en la que siempre deseo haber vivido (y que no resulta sencillo olvidar, una vez que la has conocido y sabes lo que esconde tras sus muros cubiertos de esos azulejos con dibujos geométricos amarillos y azules).

Sí, Lisboa tiene magníficos miradores, desde los que se divisan grandiosos paisajes... pero ninguno es comparable a mi terraza, en la que se condensa una buena parte de la gran belleza que atesora la ciudad de los tejados rojos, sobre los que vuelan unas nubes dulces, permanentemente cargadas de sueños marineros.