viernes, 30 de enero de 2015

Hubo una Ibiza más blanca

Santa Gertrudis
Cuando la fotografía no conocía la técnica del color, quienes la practicaban, suplían (con creces, frecuentemente) esa carencia con unas virtudes ausentes en la era de la policromía y, mucho más, en la digital.
La película fotográfica era mucho más, entonces, que un soporte sobre el que plasmar lo que se veía. Salvando las distancias, era como la obra de un pintor, de un escultor... de un poeta. Y lo era porque reflejaba la realidad, dotándola de unas características distintas a las originales. No un poco diferentes (algo que sigue sucediendo, incluso, con el color), sino radicalmente diversas a su realidad natural.

Así, 'dibujando' en blanco y negro sus formas y volúmenes, el fotógrafo conseguía (intencionada o casualmente) un resultado personal, sintético y, sin duda, de un mayor dramatismo, cuyas implicaciones emocionales son inevitables cuando observamos las imágenes obtenidas.

Esa gran distancia añadida a la necesaria falta de la tercera dimensión (que, como ya hemos sugerido antes, está, asimismo, presente en las fotografías modernas), aleja casi siempre a las fotografías en blanco, negro y gris de la realidad que conocemos.

Es poco probable que estos sentimientos, que solo fueron vividos en primera persona por una generación que ha estado a caballo de ambas técnicas fotográficas, vuelvan a percibirse igual en las generaciones venideras, cuya aproximación al blanco y negro solo podrá tener lugar desde un punto de vista puramente estético, pero con presumibles limitaciones emocionales.

Puerto de Ibiza (Català Roca)
En algunas circunstancias, todo esto se magnifica en nuestro interior y no nos resulta sencillo externalizarlo con acierto. 
Por poner un ejemplo, las primeras fotos de nuestros padres (me refiero a los 'padres' cuyo nacimiento tuvo lugar en las décadas iniciales del siglo XX) eran todas en blanco y negro, mientras que las últimas estaban, hechas, normalmente, a todo color.
Este hecho influye, de manera muy determinante, en los recuerdos conservados. 
Hasta el punto de que nos hace dudar de la existencia del color en el mundo real de una determinada época. 
Sabemos, claro, que el color existía, pero casi nos gusta dudarlo. Y lo hacemos de una forma automática, sin querer racionalizarlo. Preferimos que sea así.

Con Ibiza nos sucede algo parecido.
San Agustín
La 'Isla Blanca' era un poco más blanca antes. Mucho antes, eso sí. Y cuando vemos esas fotografías, nadie discute ante sí mismo que fue un pasado mejor. Puede (seguro) que, en muchos aspectos, no lo fuera, pero resulta ocioso siquiera intentar pensarlo así.

En Ibiza ya existía el turismo en los años 50 y 60, como también existía en otros lugares de nuestra geografía, aunque (por suerte para aquellos años y desgracia para los actuales) se parecía muy poco al que ahora sufrimos.

Y que conste que todo esto lo dice alguien (yo) que sigue enamorado de la Ibiza actual, que ha envejecido a nuestro lado (ella de forma emocional y nosotros, sobre todo, en lo físico). Pero no se deja de querer a alguien porque envejezca. Menos aún, si lo hace a nuestro lado. Yo diría que, por el contrario, cada vez amamos más a quien envejece con nosotros.

Desde Talamanca

Muchos pensarán que lo que estoy afirmando es casi un contrasentido y que la Ibiza actual es más joven que la retratada en blanco y negro, que solo somos nosotros los que hemos envejecido. No lo creo. Los sentimientos que despierta y comparte esa Ibiza de mediados del siglo XX son mucho más jóvenes que los que produce hoy. 
Como nosotros.
Lo que pasa es que quienes amábamos a aquella Ibiza juvenil, tan blanca y radiante como la novia del recordado chileno Antonio Prieto, seguimos enamorados de la Ibiza de hoy y, cada vez que miramos sus campos, sus iglesias o su bahía (hoy despojada del impoluto fulgor que quedó grabado en nuestras retinas), volvemos a ver todo lo que nunca hemos dejado de tener dentro.

Me emociona hablar de esto. No puedo seguir. Me gusta Ibiza.





lunes, 19 de enero de 2015

La Scala y La Fenice

Me resultaría muy difícil concretar cuáles son mis dos teatros de ópera favoritos. Al menos hay diez, repartidos por todo el mundo, que me resultan extraordinariamente atractivos y a los que me encanta acudir con cualquier excusa, en cuanto dispongo de una oportunidad.
Sin embargo, sí tengo claro que los que más me gustan de Italia son, estos dos: La Scala en Milán y La Fenice en Venecia.

Teatro alla Scala
El Teatro alla Scala sigue siendo considerado por casi todos como la gran catedral de la ópera universal y, muy especialmente, de la italiana.

Su historia se remonta a 1778, cuando se inauguró el edificio de Piermarini para sustituir al incendiado Teatro Regio Ducale que existió en Milán entre 1717 y 1776. 
Es de sobra conocido por todos los aficionados a la música que se estrenó con una obra de Antonio Salieri, 'L'Europa riconosciuta'.
Se construyó sobre el solar que había ocupado la iglesia de Santa Maria alla Scala, de la que heredó su nombre. Su exterior, elegante y discreto, esconde una sala impresionante, caracterizada por estar compuesta en su totalidad de palcos exceptuando, claro está, las localidades del patio de butacas. Sin duda, esto tiene su origen en el hecho de que fueron los noventa propietarios de los palcos del antiguo teatro quienes impulsaron y financiaron su construcción. Las posteriores reformas de 1907, 1946 y 2004, son las que nos han dejado el magnífico teatro en su estado actual, cuyo esplendor es indiscutible y muy próximo al original , pese a haber sido objeto de innumerables trabajos de mejora que han modificado sus estructuras técnicas y las han puesto a la altura que su fama merece.

Ahora bien, lo más destacable de La Scala es su gigantesca historia artística. La institución ha contado con directores musicales de la categoría de Toscanini, Abbado o Muti, mientras que la larga lista de óperas estrenadas en el teatro incluye títulos como 'Norma', Nabucco', 'Otello', 'Falstaff', 'Madama Butterfly' o 'Turandot'.

Rossini, Bellini y Verdi fueron autores íntimamente vinculados a La Scala, a la que enriquecieron con su música inmortal. Y lo mismo puede decirse de los más grandes cantantes y figuras del ballet de todos los tiempos, Maria Callas, Renata Tebaldi, Margot Fonteyn, Rudolf Nureyev...



No parece descabellado, por tanto, afirmar que La Scala de Milán es el máximo exponente de los teatros líricos. Quien ama la ópera, no puede dejar de asistir, al menos una vez en la vida, a una representación en su templo más sagrado. Y con respecto al ballet, sin llegar a la absoluta excelencia del Bolshoi o del Mariinsky, podemos  afirmar otro tanto. Esta gran actuación de Svetlana Zakharova y Roberto Bolle en el final del acto tercero de 'El Lago de los Cisnes', grabada en el año 2004, es una buena muestra de lo que decimos.


El Gran Teatro La Fenice es algo más moderno que La Scala. Se inauguró en 1792, tras la destrucción por un incendio, en 1774, del teatro San Benedetto, que llevaba cuarenta años iluminando la vida musical veneciana.
El nombre de La Fenice (Fénix) viene a celebrar el resurgimiento de la ópera en Venecia, tras haber sido consumida por el fuego, como la mítica ave. 
La obra escogida para su inauguración fue 'I giochi di Agrigento', de Paisiello, hoy muy poco recordada. 
La ubicación del teatro, en pleno centro histórico de la ciudad de los canales, contribuye, en gran manera a elevar su fama mundial a la categoría de lo que realmente es: un monumento excepcional, que sobrepasa sus méritos musicales, que son muchos.
Sin embargo, esta misma situación, de muy difícil acceso, dificulta al máximo el trabajo de los servicios de emergencia en caso de que, como volvió a ocurrir en 1836 y en 1996, se produzca una situación que requiera la rápida intervención de un cuerpo de bomberos que en el casco antiguo de Venecia nunca lo tiene nada fácil.
Así, La Fenice tuvo que surgir, de nuevo, de sus cenizas, demostrando su inmortalidad. Y no solo una vez, sino dos. Y lo hizo como corresponde a los portadores de la gloria, pues si ya antes de su destrucción en 1836, había sido privilegiada con producciones notables de Rossini, Bellini y Donizetti, a finales del siglo XIX, Verdi estreno en este bellísimo teatro veneciano sus 'Ernani', 'Rigoletto' y 'La Traviata', entre otras de sus grandes óperas.

Asistir a una función en La Fenice es uno de los mayores placeres de la vida. En primer lugar, porque para hacerlo hay que estar en Venecia (lo que, por sí solo, ya sería suficiente motivo), pero también porque este pequeño teatro (pequeño en dimensiones, pero enorme en cuanto a valor artístico) es uno de los más bellos que existen. Y, por último, porque sus producciones suelen ser muy cuidadas y de gran calidad.
La última reconstrucción tuvo el gran acierto de recuperar el teatro respetando su diseño y decoración originales, lo que, estando en el corazón del barrio de San Marcos, es un acierto impagable. Por cierto que este incendio de 1996 fue provocado. Al parecer fueron dos electricistas quienes lo causaron, intencionadamente. 


Puente Maria Callas, Venecia
Hoy, tras su reapertura en el año 2003, La Fenice sigue reinando con su máximo esplendor en el panorama mundial de la ópera, siempre rodeada de inmensa belleza y aportando la suya propia a la ciudad. Una ciudad que tuvo la feliz idea de bautizar a uno de sus puentes con el nombre de Maria Callas, y así celebrar la indisoluble vinculación que la soprano tuvo con el teatro veneciano desde su nunca olvidada actuación como la Elvira de 'I puritani', en enero de 1949. El puente está en la parte trasera de La Fenice, en un rincón de particular y serena armonía.

Es un pecado viajar a Venecia y no ir a La Fenice. Al menos, hay que visitar el teatro, lo que puede hacerse cualquier día y está al alcance de todas las economías. Merece la pena entrar en este recinto consagrado a la música, por el que han pasado tantos insignes artistas, quienes no se han cansado de ensalzar sus excepcionales cualidades acústicas, tal vez beneficiadas por su reducido tamaño (menos de mil localidades). 
Si, además, tenemos la suerte de poder asistir a una de sus siempre magníficas representaciones de ópera, volveremos de Venecia con el alma más ligera y el corazón acelerado. Y deseando regresar, cuanto antes, para escuchar de nuevo la melodía que no deja de flotar en el interior de esa sala celeste y dorada, patrimonio de la luz y de los dioses.


Palcos de La Fenice












lunes, 12 de enero de 2015

Mis tiendas de juguetes

En primer lugar y para evitar los malos entendidos, debo aclarar que mi concepto de juguetería dista bastante de casi todos los comercios que hoy existen en el mundo dedicados a la venta de juguetes. 
Al menos, en su versión generalista, ya que sí hay tiendas especializadas que merecen mi interés pero, para mí, se apartan de lo que yo considero una tienda de juguetes, en su sentido más amplio.


La mejor que yo recuerdo estaba (¡cómo no!) en la calle de Fuencarral de Madrid, concretamente en el número 41. Se llamaba Fraguío y no creo que vuelva a haber nada parecido a ella.

El logotipo de Reamsa
Una juguetería en España no puede ser considerada como tal (siempre bajo mi personal criterio) si no vende trenes (eléctricos y de cuerda) Rico, Payá y Märklin, coches de Matchbox, Dinky Toys, Norev, Schuco y Corgy Toys; miniaturas de Anguplas y Eko; todo tipo de figuras de goma (también puedo admitir, con algún reparo, que sean de plástico) de Reamsa, Pech y Aster; fuertes y castillos de madera; View Master; juguetes de hojalata; juegos Crone; cajas de Magia Borrás de madera; Grandes Batallas del Mundo de Rojas y Malaret; el Ben-Hur (también de Borrás); Meccano, Scalextrix; Cheminova... y, a ser posible, una buena selección de juegos de Waddington, Avalon Hill y otras grandes marcas internacionales, que incluyan, desde luego, el Diplomacy, la Fuga de Colditz, el Subbuteo y el Totopoly.

Otros juguetes imprescindibles en una juguetería que se precie son balones, pelotas, leones y osos de peluche, instrumentos musicales, cocinitas de madera con utensilios metálicos, muñecas de Onil, revólveres de plástico y metal, cuchillos y tomahawks indios, alguna escopeta que dispare corchos, buenas reproducciones de los clásicos Winchester 73, arcos, flechas, sombreros de vaquero y estrellas de sheriff de hojalata (bajo ningún concepto pueden ser de plástico).

Totopoly, de Waddington
No considero ya imperativo que tengan el Golfich, el Criterium ni el Derby (con este último transijo porque nunca llegó a salir al mercado y acepto que eso dificulta en extremo su posible venta en las tiendas), pero valoro que tengan los Juegos Reunidos Geyper, el Mago Electrónico, la muñeca Mariquita Pérez, los cuentos de Mariflor o el disfraz de Jim el Pecas. Por supuesto, El Palé debe ser con billetes de una a quinientas pesetas, nada de euros.

Para que no se diga, también doy mi visto bueno a ciertos juguetes modernos, tales como Clicks, figuras originales de Star Wars, Lego, Trivial Pursuit (de la primera Edición Genus, claro) y juegos de Parker Brothers, Ravensburger o Hasbro, siempre y cuando sean de versiones anteriores a los años 90.
Con las jugueterías extranjeras soy mucho más condescendiente en cuanto a las marcas españolas y solo pretendo que sus juguetes mantengan el nivel que corresponde a los países en los que se encuentran.

Las grandes superficies de juguetes (tipo, por ejemplo, Toys R Us) no me disgustan, pero tampoco me entusiasman, la verdad. Y no es por su tamaño, sino por el tipo de producto que abunda en ellas.

La tienda de Regent Street, en Navidad
Puestas así las cosas, lo más parecido que queda en Madrid a lo que yo pretendo sería una mezcla de Matey, Reyna y Horta, por una parte; Cuarto de Juegos, J de Juegos, Naipe y Don Juego, por otra; y, por último, El Lobo Feliz y Puck (si es que aún existe).
Por ello, parece necesario hablar de otras tiendas de juguetes, que siguen manteniendo (al menos en parte) el espíritu del que hablábamos antes, adaptado (por desgracia) al discurrir de los tiempos.


HAMLEYS

La mejor de las que conozco es Hamleys, la gran tienda de Regent Street, en Londres, que ha sabido mantener buenas dosis de su personalidad a través de sus muchos años de vida.
William Hamley, su creador, empezó a vender juguetes en 1760. 
Desde entonces, su nombre ha sido sinónimo de juguetería, tanto en Inglaterra como en el resto del mundo.

La famosa bolsa de Hamleys
La gran tienda de Regent Street que todos conocemos abrió sus puertas en 1881 y, desde entonces, no ha dejado de consolidar su fama como Finest Toy Shop in the Worldsu popular eslogan que no dista mucho de ser una mera expresión de la realidad.
Hoy tiene muchas otras tiendas, repartidas por todo el mundo, pero sigue siendo su sede central, situada en la que, probablemente, es la calle más comercial de Londres (con permiso de Oxford Street), la más atractiva para todos los amantes del juguete. Yo suelo pasar un día entero en ella cada vez que visito Londres y creo que en ninguno de mis muchos viajes a la capital británica he dejado de comprar algo en ella.





En la Quinta Avenida de Nueva York
F·A·O SCHWARZ

Tras Hamleys está FAO Schwarz, en plena Quinta Avenida neoyorquina. Otra tienda legendaria que data, en este caso, de 1862.
Fundada por un inmigrante alemán, Frederick August Otto (de ahí las siglas FAO) Schwarz, junto a sus dos hermanos mayores en la ciudad de Baltimore (con el nombre de Toy Bazaar), Frederick se mudó a Nueva York en 1870, donde abrió una tienda con el nombre de Schwarz Brothers - Importers, mientras sus hermanos se quedaron al frente de las tiendas en Baltimore y Boston.
Frederick August Otto Schwarz
Frederick falleció en 1911, pero su negoció continuó creciendo y, en 1931, abrió su tienda en el 745 de la Quinta Avenida, donde se mantuvo durante más de medio siglo y alcanzó su gran fama. En 1986 FAO Schwarz se cambió a su localización actual, una calle más arriba, pero en la misma Quinta Avenida, en la esquina del Hotel Plaza y Central Park.
En 2009, fue adquirida por Toys R Us, que ha tenido el buen criterio de mantener la marca y el estilo original con el que su impulsor creó la que hoy es la tienda más antigua de juguetes de los Estados Unidos y, sin duda, la más prestigiosa.
Hoy, la tienda es un espectáculo en sí misma. Convertida en una de las atracciones de Nueva York, es una visita imprescindible cuando se pasea por la Quinta Avenida. En la planta baja, su exposición de peluches gigantes es impresionante y en el primer piso no hay que dejar de ver el piano gigante, que invita a descalzarse y bailar sobre él, creando música con nuestro propio baile.




Serneels, en la Avenue Louise, Bruselas
SERNEELS

Mucho más moderna que las anteriores es Serneels, la bonita tienda de juguetes del 69 de la Avenue Louise de Bruselas, creada en 1959 por Edmond Serneels y que sus hijos, Alain y Brigitte, trasladaron a su nuevo emplazamiento, en uno de los lugares más elegantes de la capital belga.
La tienda es muy bonita, aunque, desde luego, no es posible compararla ni en dimensiones ni en oferta de producto a las dos de las que hemos hablado algo más arriba.
Sin embargo, es, precisamente, este tamaño más humano el que la permite mantener una atmósfera sosegada y tranquila, tan diferente de los ajetreos que se respiran en Hamleys o FAO.

El interior de Serneels
Presenta una selección de juguetes muy cuidada y de evidente buen gusto, en la que destacan los materiales tradicionales sobre otros no tan nobles, como puede ser el plástico. Su exposición es muy buena y nunca deja de presentar un aspecto de renovado clasicismo. 
Es imposible no disfrutar de ella, deteniéndose en cada rincón de sus estanterías, si bien hay que reconocer que sus precios invitan menos a la compra que la belleza del local y la escogida selección de lo que en él se vende. Me gusta mucho.



Un antiguo cartel de Au Nain Bleu
AU NAIN BLEU

Au Nain Bleu, de París, es una juguetería con mucha historia pero, desde mi punto de vista, un poco en declive. Yo conocí su tienda en Saint-Honoré y me pareció excelente. Allí estuvieron hasta 2008, año en el que se trasladaron al Boulevard Malesherbes. Fue un traslado que duró poco, pues en 2013 abrieron su tienda actual en Saint-Germain que, para mí, no está a la altura de su reputación y prestigio. Seguro que a su fundador, Jacques-Edouard Chauvière, no le habría gustado.
Chauvière había abierto, en 1836, una bonita tienda en pleno Boulevard des Capucines que pronto se convirtió en la referencia del juguete en el elegante barrio que acogió, desde 1853, las reformas de los grandes bulevares y, en 1875, a la nueva Opèra Garnier. 
La presencia de Au Nain Bleu (nombre que había sido escogido en referencia al popular juego de mesa Le Nain Jaune) en el centro de la vida cosmopolita parisina permitió al comercio de la familia Chauvière gozar de una excepcional reputación en el mundo del juguete.
Hoy me siguen gustando sus peluches, sus barcos de vela y los coches y otros juguetes de madera, como también son atractivos sus instrumentos musicales y, desde luego, su cuidada versión de Le Nain Jaune, pero sus precios son exagerados para una tienda que cada vez tiene más próximo el peligro de convertirse en virtual. 
Sus juguetes actuales son más elementos decorativos o nostálgicos que otra cosa y su oferta se limita cada vez más a las edades más tempranas.

Hospital de Bonecas, en Plaça da Figueira 7, Lisboa
HOSPITAL DE BONECAS

Para terminar dejo a la que, con toda probabilidad es la más singular: Hospital de Bonecas (es decir, Hospital de Muñecas). 
Una muy pequeña tienda de juguetes que nace en 1830 como lo que su nombre bien indica, un especializado en el que se fabrican y reparan todo tipo de muñecos.
Está localizada en pleno centro de Lisboa, en Plaça da Figueira, junto al Rossio y cuenta con un minúsculo museo al que por la modesta suma de dos euros se puede acceder para visitar sus dos salas repletas de, cabezas, ojos y piernas de muñecos de todo tipo y, desde luego su fundamental 'mesa de operaciones' en la que se acometen los trabajos de eficaz cirugía que permiten restaurar casi cualquier accidente sufrido por un muñeco, incluidos aquellos que afectan a sus vestidos y complementos.

El original ticket de entrada al museo
También hay otros juguetes pero, como es lógico, la atracción central de la casa son las muñecas que llevan aquí recuperando su integridad física y moral desde hace cerca de doscientos años. 
Nadie debe pasar por Lisboa sin visitar este lugar excepcional, que parece irreal, sacado de un cuento, y en el que, traspasando su puerta, regresamos al tiempo en el que la buena de Carlota (su fundadora) comenzó a realizar un trabajo que, afortunadamente, perdura dos siglos después.




Cabezas de muñecos en el museo de Hospital de Bonecas
Volviendo a mis reflexiones del principio, debo confesar que sí quedan en Madrid algunas tiendas de juguetes que merecen la pena, aparte de las que he mencionado arriba. Pero a la mayoría de ellas también tenemos que considerarlas como lo que son, especializadas. Tal vez con la excepción del otro Bazar Horta, el de Conde de Peñalver 25 que, abierto en 1932, sí es una tienda de juguetes en su concepto más generalista. Ojalá nos dure muchos años.

He aquí mis otros favoritos madrileños:

El Infante. Alcántara 35. Tal vez la mejor tienda de miniaturas militares de Madrid. En pleno barrio de Salamanca, suele tener algunos soldados antiguos de segunda mano, además de una excelente oferta de juguetes nuevos.

Macchinine
González. En Alcántara 32, a pocos pasos de El Infante. Es una excelente y veterana tienda, totalmente dedicada al modelismo ferroviario. 
Muy recomendable.

Macchinine. Una minúscula tienda de la calle Barquillo que hará las delicias de los amantes de las miniaturas de automóviles. También tienen coches antiguos de Scalextrix, Mini Cars, etc. Imprescindible.

Así. Fundada en Gran Vía 47, en el año 1942, es el comercio madrileño de muñecas y juguetes por antonomasia. Su nombre original fue Sánchez Ruiz, pero cambió su marca original por el acrónimo de su actual propietaria, Ángela Simón. Parece que la tienda de Gran Vía va a cerrar (una gran pérdida), aunque permanecerán abiertas las otras tres que tienen en Madrid.

Bazar Arribas
Hola Caracola
Especializada en Playmobil, Lego y Famosa, pero con muchos otros juguetes y, también, juegos. En García de Paredes 72. Antes estaba en otro local más pequeño, en la misma calle.

Bazar Arribas. Plaza Mayor 16, desde 1919. Entrar en ella, bajo los soportales de la Plaza Mayor, es retroceder en el tiempo. Sus viejas vitrinas y sus mostradores de madera hacen que todo lo que allí vemos, ya sean muñecas, robots de hojalata, coches o pequeños juguetes mecánicos, adquieran un sabor especial. Será difícil salir sin haber comprado algo.


Y, ahora, corramos a visitarlas. Puede que pronto hayan desaparecido...

sábado, 3 de enero de 2015

Taormina, un balcón frente al Etna

Cuentan que Teocles fundó Naxos tras su naufragio, allá por el siglo VIII a. de C., fundando, así, la primera colonia griega en Sicilia. Pronto la seguiría Siracusa y, después, muchas otras ciudades que fueron una eficaz prolongación de la cultura helena en esta gran isla del Mediterráneo.

La bahía de Naxos y el Etna
Los fundadores de Naxos (que no debe confundirse con la isla del mar Egeo que lleva este mismo nombre) eligieron, sin la menor duda, un magnífico emplazamiento para asentarse: un balcón natural sobre el mar, en un escenario impresionante con la casi permanente fumarola del Etna frente a su vista.

Naxos dejó de existir, tras múltiples vicisitudes, guerras e invasiones de sus vecinos, pero, por suerte, dejó paso a una nueva ciudad, próxima a su primitivo emplazamiento, que fue fundada, en un lugar más protegido, por los habitantes y descendientes de la primitiva, quienes habían sido expulsados tras la última conquista. Así nació Taormina, una ciudad de singular belleza, heredera de la privilegiada situación geográfica de su hermana mayor e, incluso, superada.
Hoy, Taormina es un destino turístico de enorme atractivo, en el que se mezclan historia y playas, en un enclave extraordinario.

Isola Bella
Hace ya un buen número de años, cuando Ugo Gatti (gran figura de la publicidad italiana que nada tiene que ver con el homónimo y muy conocido portero de fútbol argentino)  decidió proponer Taormina como sede para una próxima reunión, su idea fue muy celebrada por todos los participantes. 
Ugo eligió un lugar muy especial para el alojamiento del grupo, el gran hotel Villa Sant'Andrea, situado en la zona playera de la bahía de Mazzaró, también llamada Taormina Mare, que está muy próxima a la pequeña isla/península protegida, conocida como Isola Bella, cuyo nombre lo dice todo.
En mi opinión, siempre es más recomendable quedarse abajo, junto al mar y acceder al pueblo de Taormina, en lo alto del acantilado, mediante el cómodo teleférico panorámico que une ambas zonas en un viaje de apenas tres minutos y que, además, ofrece unas fantásticas vistas de la costa.

Taormina y el Etna

El Sant'Andrea no es, ni mucho menos, el único hotel de Taormina Mare, pero yo no conozco los otros más que de vista, por lo que pienso que lo más sensato es consultar la página oficial del turismo de Taormina, que dispone de una detallada y completa información.

Yo volveré al Sant'Andrea, ya que no soy nada amigo de cambios una vez que se ha conocido algo bueno. Y este hotel lo es, en todos los sentidos.

Pese a todo, hay quien prefiere quedarse en las cercanas playas de Giardini-Naxos, muy apreciadas por los amantes del mar que aquí, junto al emplazamiento original de Naxos, es de remarcable belleza.

En los alrededores de Taormina no quedan rastros de la vieja Naxos, aunque, en cualquier caso, la 'nueva' ciudad es también muy antigua, ya que data del siglo IV a. de C. 
Pasear por su calles medievales es algo que reconforta el espíritu (siempre y cuando no se haga a las horas de más calor, claro), moviéndose sin prisa entre sus bonitos monumentos, como la catedral de San Nicolás o los palacios Corvaja y Santo Stefano... pero son sus ruinas grecorromanas las que, con justicia, más atraen a los visitantes.

El teatro griego en una foto antigua
Taormina tiene dos teatros construidos en las épocas clásicas. 
El más pequeño es el Odeón, un auditorio romano, levantado en tiempos de César Augusto y descubierto a finales del siglo XIX, pero es el grandioso teatro greco-romano el que ha dado fama mundial a esta bellísima colonia griega.
Reconstruido casi en su totalidad bajo la dominación romana, conserva la mayor parte de su estructura y aspecto originales.
Con capacidad para unos cinco mil espectadores, no solo destaca entre otros grandes teatros griegos por la belleza de su diseño y proporciones, sino que lo hace por estar situado en el lugar más estratégico posible. Las vistas sobre el Etna son únicas y, combinadas con el panorama de la costa, transforman sus gradas en un observatorio singular, capaz de iluminar eternamente la mirada de las almas menos sensibles. 
No parece nada extraño que el mismísimo Goethe quedara tan impresionado cuando lo conoció.


Taormina es, asimismo, un buen punto de partida para visitar otros lugares de la costa oriental siciliana, tales como Messina y su estrecho, Catania y, desde luego, el Etna y la algo más alejada Siracusa.

Un buen destino para viajar en primavera y en el otoño, aprovechando las suaves temperaturas de las que allí se disfruta en ambas ocasiones, aunque yo prefiero los últimos días del verano, cuando, ya entrado septiembre, las hordas de turistas compulsivos rebajan su nivel de acoso sobre playas y piedras milenarias, los días siguen siendo largos y la isla mantiene sus constantes estivales moderadas y atractivas. 
Tal como debió apreciarlas Teocles en su accidentado primer viaje hace ya casi treinta siglos. 
El tiempo pasa muy rápido. Está claro.