Hubo un tiempo, ya lejano, en el que subir la cuesta de la Reina de un tirón tenía su mérito.
El Austin de mi padre lo conseguía a duras penas. Y no digamos ya lo que sufrían para remontarla los viejos autocares que nos llevaron a Aranjuez con el Ramiro, en 1956 y 1959.
Fueron buenas aquellas excursiones. Igual que todas las visitas que hice con mis padres, en las que siempre comíamos en La Rana Verde (hoy ha recuperado su nombre primitivo y vuelve a llamarse El Rana Verde, como en sus orígenes, pero en aquellos tiempos era 'La').
El paseo en barca de motor por el Tajo era obligado y yo solía perderme por los jardines que discurren junto a su orilla y que, en cualquier época del año son un concierto para los sentidos.
Así era 'La' Rana Verde en los tiempos en los que solía ir con mis padres |
Pero de todos los meses, el que me resulta más especial al recorrer esos jardines es el de marzo. Sobre todo antes, claro, cuando los visitantes eran escasos y más prudentes.
Aranjuez, en especial a lo largo de la ribera del Tajo, es un parque inmenso, salpicado de pequeñas fuentes (y alguna más grande) que no pretenden competir con las de la Granja de San Ildefonso, pero que, al contrario de las del palacio segoviano, tienen la virtud de no carecer nunca de agua corriente.
Fuente de Hércules e Hidra |
Ya sabemos que el gran jardín es el del Príncipe, de enormes proporciones y excelente para las calurosas tardes veraniegas, pero, en marzo, yo prefiero asomarme al de la Isla.
Su situación, junto a una de las fachadas del Palacio Real, es muy especial y tiene la ventaja de que, siendo grande, sus dimensiones son relativamente reducidas (en comparación con el del Príncipe).
Muy cerca está el llamado jardín del Parterre, en el que se encuentran las fuentes más monumentales, como la de Ceres, cuya vista trasera a contraluz, con el palacio al fondo, es memorable en las últimas horas de la tarde.
La fuente de Ceres y el Palacio Real |
En marzo, el jardín de la Isla presenta un colorido particular, en el que se mezclan los árboles florecidos con los aún desnudos y los de hoja perenne, lo que presenta unas combinaciones singulares, cuando los observamos bajo el intenso azul del cielo o contra el fondo del próximo palacio, del que solo están separados por un estrecho canal.
Esa todavía incipiente vegetación nueva del final del invierno, otorga a las tardes soleadas un carácter diferente y que a mí me resulta de gran belleza. Sobre todo, si tenemos en cuenta que mi particular concepto de lo bello está más próximo a la sencillez natural de esas cosas que, pareciendo carecer de importancia, la tienen, que a los escenarios sublimes, cuya orgullosa voluptuosidad visual me resulta un tanto prepotente.
Por todas partes aparecen rincones en los que luces y sombras, mezcladas con los rosas, verdes, marrones y azules que nos rodean, engañan a nuestros sentidos para hacerles creer que la primavera ya ha llegado, cuando, en realidad, no lo ha hecho.
Pero da igual, porque en Aranjuez, en los jardines de Aranjuez, todas las estaciones son un poco primaverales, lo que, sin duda, reconforta el ánimo y el espíritu.
Santiago Rusiñol, por ejemplo, disfrutó mucho en Aranjuez. Hasta el punto de que murió allí, pintando sus jardines. Por cierto que dicen que fue el propio artista (y escritor) catalán quien sugirió el nombre del, entonces, nuevo merendero que se instaló en la ribera del Tajo. Parece que 'El tío Rana' era el patriarca de la familia y D. Santiago propuso que, en su honor, se bautizase con tan pintoresco nombre (El Rana Verde) al restaurante recién construido sobre los terrenos cedidos, a tal efecto, por el rey Alfonso XIII.
Santiago Rusiñol en Aranjuez |
El caso es que, pese al paso de los años, y con independencia de los sucesivos cambios en el artículo inicial de su nombre, el negocio, tradicionalmente regentado por las mujeres de la familia Díaz-Heredero, sigue en plena forma en nuestros días.
El Rana Verde, en sus primeros años |
Mientras tanto, frente a palacio (que dirían Los Pekenikes), marzo sigue floreciendo con su incipiente primavera, lejos del frío y de la oscuridad de un invierno que, en otras latitudes, se resiste a darse por vencido.
Por el contrario, aquí, en Aranjuez, ya empiezan a despuntar las pequeñas flores de unos árboles que nos regalan, generosos, unos tonos rosados, suaves e intensos a la vez, demostrándonos con su ofrecimiento que ninguna noche es eterna y haciendo creer, por unos momentos, al ingenuo y absorto paseante que lo bello es lo permanente y que en la vida no hay tristezas insuperables.