En Lisboa abundan los miradores con vistas espectaculares sobre la ciudad. Su emplazamiento junto al estuario del Tajo y el hecho de estar edificada sobre siete colinas (como Roma) hacen de su paisaje urbano un permanente escenario de vistas, a cual más impresionante y romántica.
No es, por lo tanto, mi intención poner en tela de juicio las múltiples panorámicas que, tradicionalmente, son consideradas como las más llamativas de la capital portuguesa. Tampoco lo es discutir sobre las excelencias de unas y otras, siendo la mayoría de ellas muy notables.
Miradouro da Graça |
Casi todas las guías turísticas destacan al Miradouro da Graça como el punto desde el que disfrutar de la visión más memorable. Y no es, como ya hemos dicho, el único. El Miradouro da Senhora do Monte tiene, también, muchos adeptos. No faltan razones, es cierto, para enamorarse de lo que se contempla desde uno y otro. Como tampoco son escasas las que nos asisten, medio escondidas, junto a multitud de rincones en una ciudad que rezuma belleza y nostalgia.
Sin embargo, yo tengo un sitio que me gusta más.
Es un lugar que carece de las virtudes grandilocuentes de los miradores más famosos y populares, pero tiene otras que, para mí, son más propias de una ciudad como Lisboa, en la que el carácter íntimo de su más profunda naturaleza te hace sentir de una forma diferente, abandonando al olvido cualquier intento de indiferencia.
Mi terraza en Lisboa |
Mi terraza favorita está muy cerca de la Sé, la vieja catedral que alza sus dos torres almenadas sobre el barrio de Alfama. Es una terraza privada, pero con suerte y habilidad es posible llegar hasta ella (difícil, pero posible).
La singular combinación de esas torres (con reminiscencias de fortaleza medieval) y los insólitos azulejos de la pared lateral que convierte la casa que cierra la terraza por la izquierda en una imaginaria prolongación de un jardín elevado (absolutamente imprevisible desde el desolado paredón que la sustenta por la calle Pedras Negras) otorgan al conjunto un aire especial, relajado y contradictorio, en el que, frente a la iglesia más antigua de Lisboa, se alza un paisaje colonial encantado, traído al continente europeo por la ensoñación de un viajero que volvió con su equipaje repleto de memorias tropicales.
Uno puede pasar horas... días en esa terraza. Allí el tiempo no existe y las distancias se volatilizan, atrapados uno y otras entre la magia de la inesperada parte trasera de un inmueble, el del número 13 de la calle de San Mamede que, pese a su bonita y muy tradicional fachada, en nada presagia la existencia de una terraza que parece lejanísima cuando estamos situados ante el señorial portalón verde de una casa en la que siempre deseo haber vivido (y que no resulta sencillo olvidar, una vez que la has conocido y sabes lo que esconde tras sus muros cubiertos de esos azulejos con dibujos geométricos amarillos y azules).
Sí, Lisboa tiene magníficos miradores, desde los que se divisan grandiosos paisajes... pero ninguno es comparable a mi terraza, en la que se condensa una buena parte de la gran belleza que atesora la ciudad de los tejados rojos, sobre los que vuelan unas nubes dulces, permanentemente cargadas de sueños marineros.
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