Cuando se llega a Provenza en coche, conviene acercarse a ella escuchando la música de La Traviata, en especial la romanza de Germont: "Di Provenza il mar..." (una buena grabación es la de EMI con Riccardo Muti dirigiendo a la Orquesta Philarmonia -con Kraus como Alfredo y Bruson como Germont- y otra interesante es la de Deutsche Grammophon con James Levine dirigiendo a la Metropolitan Opera Orchestra y Pavarotti y Pons como Alfredo y Germont, respectivamente). A mí, personalmente, la versión que más me gusta es la del gran barítono
Renato Bruson, pero, sea cual sea la que escuchemos, nos ayudará a descubrir el magnífico
triángulo de Provenza con el alma bien pertrechada para lo que nos espera.
Es inútil buscar esta denominación (triángulo) en ninguna guía. Me la he inventado yo.
Los tres vértices de mi imaginario triángulo son: Arles, Avignon y Saint-Rémy. Habría que dedicar un viaje entero a disfrutar, sin prisas, del territorio comprendido entre estas tres localidades, pero como nos tememos que no resultará sencillo en todos los casos, vamos a destacar tan solo aquello que no podemos dejar de hacer, bajo ninguna excusa, durante nuestra visita.
Supongamos que empezamos por
Avignon. Es un decir, porque es muy difícil empezar por allí, ya que si venimos de Nimes llegaremos primero a Arles y, si lo hacemos desde Aix-en-Provence, será más cómodo empezar por Saint-Rémy.
Pero, según nuestro gusto particular (que no es otro que el del viajero utópico), es mejor empezar por Avignon.
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Avignon |
De Avignon no hay mucho que decir aparte de todo lo que ya cuentan las guías, que es mucho, ya que es un centro turístico-histórico fundamental en el sur de Francia. Conviene evitar, eso sí, los muy concurridos fines de semana, porque hay avalanchas de turistas.
No es raro encontrarnos allí con actuaciones en vivo de grupos artísticos de inequívoca inspiración medieval, algunos de ellos con puestas en escena muy originales y espectáculos llenos de colorido que tienen lugar al atardecer, junto al
Palacio de los Papas (que conviene haber visitado antes). Suelen estar precedidas por desfiles a través de las principales calles.
Hay que pasear por la ciudad vieja, tomarse un refresco en una de sus múltiples terrazas y, después de comer en el restaurante de
Christian Etienne, dar un vistazo (los más valientes pueden hasta comprar algo en ellas) a sus cientos de tiendas...
No es necesario bailar sobre su célebre puente, como dice la canción, pero es impresionante ver cómo sus arcos llegan tan solo hasta el centro del río, contradiciendo el concepto natural que todos tenemos de lo que es un puente.
Desde el punto de vista cultural, no podemos olvidar su famosísimo festival, que lleva desde 1947 siendo uno de los hitos artísticos de Francia.
Bajando desde Avignon, acompañados o no por señoritas picassianas, hacia Arles, siguiendo (más o menos) la dirección del curso del río Ródano, nos encontramos con
Tarascon, la ciudad de Tartarin. La visita de Tarascon debe ser rápida, porque, aunque la ciudad es bonita, tiene la curiosa característica de que cuesta trabajo encontrar un simple café o terraza en los que tomar algo. Sin embargo, su impresionante castillo al borde del río merece la visita.
En Tarascon deberíamos dejar la orilla del Ródano y tomar la carretera que va hasta
Saint-Rémy-de-Provence. El camino es, en apariencia, sencillo, pero esconde una belleza profunda, difícil de apreciar si vamos distraídos, creyendo que viajamos en coche por una carretera cualquiera. En realidad, estamos en plenos Alpilles, unos montes llenos de historia, literatura, silencio y auténtica naturaleza, por los que convendría dar un larguísimo paseo, bien equipados con botas y bastones. No es probable que lo haga el siempre apresurado viajero, así que lo más seguro es que se lo pierda. Es una pena, sin duda.
Cuando nos vamos acercando a Saint-Rémy, nos adentramos en una de esas fantásticas carreteras que discurren entre dos interminables hileras de árboles frondosos, altos y, desde luego, centenarios, que solo parecen existir en las películas. Casi sin darnos cuenta, ya hemos llegado a Saint-Rémy.
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Saint-Rémy-de-Provence |
Es obligatorio parar un buen rato en Saint-Rémy. Como hemos entrado por la parte más sencilla del pueblo, al principio no nos parece nada del otro mundo. Es lógico, porque aquí lo bueno es quedarse unos cuantos días.
Y si no se puede, conviene llegar justo a la hora del desayuno para sentarse en una de las terrazas de la calle principal y tomarse un buen chocolate o un café con un bollo del país (que podría sustituirse por un aperitivo provenzal en el menos aconsejable caso de haber llegado demasiado tarde para los usos locales y ya solo quede pan con mantequilla para desayunar, lo que sucede con más frecuencia de la que desearíamos). Un buen sitio para hacerlo podría ser la Brasserie Les Variétés, en pleno centro.
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Santons de Provence |
El pueblo es pequeño, y no tiene muchas tiendas, aunque las hay muy elegidas y sofisticadas, pero es preciso comprar alguna figurita de barro (
santon). Las hay por toda Provenza, pero el hecho de comprarla en Saint-Rémy le da un sabor especial. Por supuesto, hay que adquirir el
santon en un bazar de una calle secundaria y que los tenga expuestos en su escaparate sin muchas pretensiones, como si no tuvieran demasiado interés en venderlos. Hay que elegir bien la pieza (lo decimos en singular porque son sorprendentemente caros). En mi opinión, las más bonitas son las figuras de campesinos provenzales.
No es fácil cansarse de estar en Saint-Rémy, sobre todo por esa atmósfera tan singular que tiene y que no sabríamos describir, pero, tarde o temprano (por desgracia, será, más bien, temprano) tendremos que marcharnos.
Entonces lo haremos por una carretera diferente. Y debemos estar preparados para algunas sorpresas.
Así que, una vez que hayamos paseado lo suficiente y visto la casa natal de Nostradamus, tomaremos la carretera que, atravesando el pueblo, va en dirección a Les Baux. Enseguida aparece la primera sorpresa: de pronto, justo a la salida de Saint-Rémy, nos encontramos con unos asombrosos monumentos romanos que nos producen el efecto automático de parar el coche y bajarnos inmediatamente. Son Les Antiques. El arco de triunfo nos impresiona por la naturalidad con la que está ahí, a pocos metros de la carretera, como si fuera lo más normal del mundo irnos encontrando con este tipo de restos arqueológicos a la salida de cada pueblo.
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Les Antiques |
Al otro lado de la calzada se visitan las excavaciones de las termas romanas de Glanum, pero al viajero le llaman menos la atención que los otros monumentos, que le han sorprendido tanto, pese a saber (todas las guías nos avisan) que se iba a encontrar con ellos.
Seguimos nuestro camino subiendo y bajando por unos montes solitarios, que se convierten en nuestra segunda sorpresa. No nos esperábamos este paisaje tan agreste, presagio de lo que se avecina. Si lo atravesamos a mediodía, con mucho calor, todavía nos impresionará más. Y si lo hacemos por la noche puede llegar a darnos un poco de miedo.
La tercera sorpresa surge, de improviso, impresionante a la vista: las ruinas de
Les-Baux-de-Provence, dominando un risco inaccesible (pero al que, luego, accederemos, claro).
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Les Baux |
Hay que subir y pasear, sin prisas, entre las ruinas. Solo veremos eso: ruinas.
Y disfrutaremos de un panorama excepcional si subimos hasta lo alto de la torre o si recorremos la explanada que se extiende al otro lado del viejo castillo.
Frente a Les Baux hay una pequeña carretera, la del Valle del Infierno, que no podemos dejar de recorrer: las vistas son espectaculares y más de uno creerá ver demonios, brujas y duendes cuando se adentre por sus revueltas y gargantas al anochecer...
Uno de los mejores restaurantes del mundo (por la combinación única de su situación, decoración elegante y magnífica comida) se encuentra a los pies de Les-Baux-de-Provence:
Oustau de Baumenière. El viaje perfecto incluye una cena en él, para reponernos de las emociones (y el cansancio) de la jornada, antes de pasar la noche en el vecino hotel de
La Cabro d'Or.
Si tenemos la suerte de amanecer en este hotel y, tras un buen desayuno, disfrutar un rato de su jardín y piscina (mientras los ancestros de los Grimaldi nos observan desde lo alto de Les Baux), pronto será hora de partir hacia el tercer vértice del triángulo.
Es posible que durante el camino nos apetezca escribir cartas desde un molino (lo que, la verdad, no suele ser frecuente entre los que viajan por otros sitios). En tal caso, estaremos pasando por el lugar más adecuado del mundo para hacerlo: el
Molino de Daudet. Pero, como no es probable que, precisamente en ese momento nos invada tan poco habitual apetito, continuaremos hasta la joya de Provenza, ya en el límite norte de La Camargue:
Arles.
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Jardin fleuri à Arles (Vincent Van Gogh) |
A medida que nos vamos acercando, parece que reconocemos los paisajes que retrató Van Gogh por estas latitudes y, una vez en su interior, entendemos por qué la eligió para pintar algunos de sus mejores cuadros.
Tras dar una vuelta en coche por toda la ciudad, para familiarizarnos con ella, hay que buscar un buen estacionamiento y, luego, recorrerla despacio a pie. Por supuesto debemos hacer todo lo que las guías nos indican, porque es una ciudad extraordinaria, con esa mezcla asombrosa de restos romanos y recuerdos impresionistas. Pero que no se nos olvide parar a comer y descansar de las visitas de la ajetreada mañana en la Place du Forum, donde está, restaurado, el famosísimo café que pintó Van Gogh (
Café de la Nuit o
Café Van Gogh). Ahora bien, no nos dejemos seducir por la tentación del nombre, porque el sitio perfecto para comer en su terraza o, al menos, tomarnos una refrescante cerveza es la vecina
Brasserie L'Arlésienne, mucho menos "decorada", pero de una autenticidad imposible de superar para el que sabe ver más allá de lo que lo hacen los masificados turistas.
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Las Arenas de Arles |
Y, una vez que hayamos visitado todo lo que nos mandan las guías, es necesario volver a coger el coche y acercarnos al viejo cementerio romano:
Les Alyscamps. Si tenemos la suerte de pasear entre las tumbas sin que nos molesten (no me refiero a los siempre dignos espíritus de la muy venerable necrópolis, que jamás han molestado a nadie, que se sepa -más bien al contrario-, sino a esos tozudos y compactos grupos de inoportunos visitantes que, ridículamente ataviados, suelen ser poseedores de la dudosa virtud de coincidir con nosotros en todos aquellos lugares en los que nos gustaría estar solos), viviremos una experiencia que ayudará a que nuestra imaginación nos transporte a otras lejanas ciudades en las que también se paralizó el tiempo, como Éfeso, Pompeya o Cartago...
Ahora sí, cerrado el triángulo de Provenza, estaremos en condiciones de mirar hacia nosotros mismos y descubrir que nuestros ojos brillan con el reflejo de una luz más azul, más cálida... una luz que nos recuerda una vida que no hemos conocido, pero que, desde tiempo inmemorial, reposa en el interior del alma humana.