lunes, 6 de mayo de 2013

Paris n'existe pas

La Avenue Montaigne engañó al mundo aquel día de primavera. Hasta el viejo Verne tuvo que hacer un esfuerzo de imaginación para preparar un menú digno del Capitán Nemo... o quién sabe si del mismísimo Phileas Fogg.
Todo era atrezzo. Desde la maleta negra que acompañaba a la bolsa de Louis Vuitton hasta la sonrisa desde el balcón del sexto piso. La Torre Eiffel que asomaba al fondo era, como en tantas películas de Hollywood, una imagen trucada para que el inocente espectador de la farsa se creyera que estaba en París.

Esta versión inédita de El Show de Truman llevaba ya unos años en marcha. La audiencia seguía subiendo y el inocente protagonista posaba con su chaqueta azul y su estúpido gesto, apoyado en la barandilla, mientras la realizadora del programa más longevo de la historia disfrutaba de la escena, con su flequillo y su falsa melena pelirroja acariciados por el suave viento que soplaba desde el Sena.
El frío lejano de una noche de noviembre, con el Palais Garnier iluminado sobre la soledad, era solo un fantasma situado a tres años de distancia. El Normandie y el silencioso Louvre eran dos testigos sordos de la grotesca pantomima. Nunca existió París. Solo fue un gran decorado. Uno más.

Nadie sueña tanto como el que no duerme. Es un viejo proverbio chino. Pero no dormirse es difícil. Sobre todo, cuando la vida parece que es de verdad.
Y ¿cómo distinguir los sueños de la realidad? Ni siquiera Calderón lo sabía a ciencia cierta. Hasta nos llegó a sugerir que todo es sueño. Sin embargo, tiene que haber algún método para saberlo. Hay quien propone la prueba del algodón como sistema eficaz para salir de dudas. Claro que es una prueba que, como la del nueve, no es definitiva. Hay algodones que sí engañan. Algodones suaves, blancos por fuera, pero que, al pasarlos por los azulejos de los años, se vuelven negros. Y no porque los azulejos estén sucios, no, sino porque llevan una sombra oscura en su interior que aflora con el roce de una simple caricia... de un beso. Son flores negras que vuelan con alas blancas. Las hay por todas partes: en París, en Londres, en Venecia... hasta en la Alhambra.

Cuentan que Ulises se encontró con ellas en uno de sus viajes. Al contrario que Penélope, nunca destejían. Su manto era cada vez más grande y más profundo. Blanco por fuera y negro por dentro. El que se deja envolver por él no tiene salida.
Pero esto no es relevante para esta historia de turistas y piratas. Estamos hablando de cine, de televisión, de publicidad... de todos esos sueños que parecen una cosa y son otra. Si, por casualidad, algún lector de este relato imaginario, de esta fantasía irreal trabaja o ha trabajado en una productora, sabe a lo que me refiero. Da igual que el rodaje haya sido en Los Ángeles, en Ciudad del Cabo o en Buenos Aires. Siempre hay una primavera luminosa en París, con una Torre Eiffel al fondo, en la que cabe todo. Todo, menos la verdad.

Y es que, ya se sabe: nadie sueña tanto como el que no duerme. O como el que duerme cuando debería haber estado despierto.

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