lunes, 23 de septiembre de 2013

Frankfurter Hof














Ese río gris, grande y silencioso,
vecino del palacio de tus sueños,
fue en la negra noche el sereno espejo
de aquel invierno torpe y perezoso,

escondido en un marzo tan lejano
que abandonara Abril, sin él quererlo,
en el oscuro día del recuerdo
dormido en un olvido del pasado.

Te arrepentiste, sí, del afluente
que arrastraba en su sangre la mirada
de quien lo supo todo, sin saberlo,

porque llevaba nubes en su frente
y un corazón desnudo que olvidaba
que existen los amores de estraperlo.

jueves, 19 de septiembre de 2013

Los caminos de Vertville

Existió, hace tiempo, un valle en el norte de Francia que respondía al nombre de Vertville. No recuerdo bien si estaba en Bretaña y pertenecía a Normandía o era al revés. Lo que sí recuerdo es que Vertville tenía unas cuantas casas diseminadas por el valle, una iglesia, un viejo palacio con un torreón y un pequeño río que corría, sin prisa, hacía el mar.

Vertville solo tenía tres caminos para salir del valle. Uno seguía el curso del río y llegaba a la costa. El segundo subía por los montes, entre empinadas cuestas. Y el tercero, el más ancho y cómodo, conducía a la ciudad.

Los veranos en Vertville eran felices y tranquilos. Poco había que hacer en aquellos prados verdes y solitarios. Sin embargo, todos los años se reunían allí unos cuantos chicos, que residían en la cercana e industriosa gran ciudad. Otros, los menos, vivían en el propio Vertville.
Vincent, Pierre, Henri, Marie... eran algunos de ellos. Pero la verdadera protagonista del verano era Blanche DuBois. Blanche era una chica con ojos de color azul verdoso y un cierto parecido a Vivian Leigh, aunque con el pelo mucho más claro. Me parece recordar que siempre tuvo dieciséis años, si bien hay quien asegura que alguna vez tuvo quince... o incluso menos.

Un verano llegó a Vertville un chico delgado y rubio, procedente de París. Venía a este pequeño lugar con la imagen de un decadente balneario en su cabeza y la promesa, hecha a sí mismo, de un futuro todavía infinito. Cuando conoció a Blanche y a su sonrisa luminosa no pasó nada, porque la mirada del chico rubio siempre estaba perdida en su horizonte ideal y privado.

El chico volvió a Vertville el verano siguiente. Y allí seguía Blanche, con sus eternos dieciséis años reflejados en sus ojos claros. Sin embargo, esta vez, con el viejo balneario perdido entre la niebla y un apellido húngaro deslizándose por su memoria reciente, todavía fue más difuso, a pesar del insistente esplendor de la hierba... así que el beso de Blanche se quedó flotando en la penumbra de un prado al anochecer.

Pero dejemos a Blanche DuBois y al chico rubio de París y volvamos a centrarnos en Vertville, que es lo que debe interesarnos, a fin de cuentas.
Vertville es un valle de esos que solemos imaginar cuando queremos pensar en un paisaje absolutamente verde. Uno de esos lugares de serena belleza en los que, aunque no estén muy lejos de una gran ciudad, siempre nos parecen remotos y alejados de la civilización moderna.
Vertville, al menos en aquellos tiempos, era un paraíso verde y bucólico que invitaba a reflexionar sobre el sentido de la vida y la levedad del ser, con más profundidad de lo que pudiera hacer el propio Milan Kundera.

Probablemente, la mayor atracción de Vertville eran sus tres caminos.

El valle de Vertville
Pensando en ellos, el chico rubio llegó a la conclusión de que la persona que desea abandonar el lugar en donde vive, no es feliz. Varias veces, estando sentado junto al punto del que partían los tres caminos, muy cerca del prado en el que, pocos días antes, la tinta de unos pequeños calamares y los labios de Blanche le habían provocado una disfunción pasajera en un par de órganos (aunque, eso sí, habían dejado inalterable un tercero), cerró los ojos en busca de lo infinito ya que, como todos sabemos, este es el único sistema eficaz para intentar verlo.

Lo que el chico rubio y delgado no tuvo en cuenta era que, en Vertville, todo es infinito. Al contrario que en París o en la capital de provincia cercana, donde cualquier cosa se termina pronto. Incluso la vida, por mucho que dure.
Blanche, por su parte, cada vez se parecía más a Vivian Leigh y eso era muy extraño en una chica que todos los veranos tenía dieciséis años.

El camino que seguía la ribera, en su suave descenso hacia el mar, era el más atractivo de los tres. Grandes robles y castaños marcaban la dirección del sinuoso cauce de un arroyo que, poco a poco, iba convirtiéndose en un auténtico río, navegable, incluso, en su último tramo. La fresca sombra de los árboles protegía una vereda apacible, iluminada por los dorados rayos de sol que, atravesando las ramas y unas aguas transparentes y saltarinas, llegaban a reflejarse en las relucientes piedras del fondo.

El chico esperó para ver si Blanche escogía este camino. Quizás la hubiese seguido. 
Pero no fue así. Blanche DuBois, entre confundida y decepcionada, tomó el camino ancho y seguro que llegaba hasta la gran ciudad. Hasta ese puerto, más industrial que marinero, en el que las espigas forjadas en el recuerdo de lo que nunca llegó a suceder se convertían en barrotes para el alma. Sus ojos y sus dieciséis años se quedaron, huérfanos, en un prado de Vertville.

Blanche DuBois mucho antes de tener dieciséis años
El chico rubio la vio marchar, sin levantarse ni retirar un instante su vista del camino del río. Y cuando la melena de Blanche se perdió en el horizonte, dejó de mirar hacia el sendero que conducía al mar y, girando a su izquierda, comenzó a subir la larga y empinada cuesta que parecía no terminar nunca y se perdía entre los montes que cerraban el valle por el oeste.



Años más tarde, alguien vio a Blanche DuBois en París. Lo que no está claro es si la vieron subida al estribo imaginario de un tranvía o en la quinta planta de unos grandes almacenes. Pero dicen que la jaula que encerraba su pecho no fue lo suficientemente segura para evitar que siguiera desprendiendo ese dulce aroma que surge de todos los prados al anochecer.
En especial, de los prados que duermen eternamente en la penumbra perezosa del lejano valle de Vertville.


Nota del autor: Consultados los mapas, observo, con cierta sorpresa, que Vertville no existe o, al menos, yo no soy capaz de encontrarlo. Ruego, por tanto, al lector, que dé por no leído el presente escrito. Gracias.

domingo, 15 de septiembre de 2013

Las golondrinas tristes de Dubrovnik

Es bien conocido por todos los que han visitado la vieja Ragusa que las puestas de sol en Dubrovnik son de una especial belleza, sobre todo, en los últimos días del verano. El cielo se recorta contra la muralla teñido de un rojo tan intenso que parece nacido en la provocativa paleta de Derain.

Cae la tarde en el Adriático
Y es, precisamente, en esa época cuando el vuelo de las golondrinas que inundan cada tarde el aire limpio del Adriático, acariciando con sus alas el borde de los reconstruidos tejados de la ciudad, adquiere un ritmo sosegado que nos acerca a una melancólica sensación de tristeza. Es una tristeza suave y agradable que no somos capaces de entender de dónde emerge y que pronto descartamos como surgida de sus piedras centenarias.
Puede que las golondrinas añoren los antiguos tejados, destruidos por las bombas el seis de diciembre de 1991, pero también es posible que recuerden un comentario, ya olvidado por quien lo hizo, que sigue flotando en la memoria de los que anteponen la verdad a la tibieza. Tal vez sea eso lo que las entristece.

Los tejados rojos de Dubrovnik
Porque Dubrovnik no es una ciudad triste por muy encerrada que esté tras sus imponentes murallas.
Pese a sus poderosos muros defensivos, Ragusa siempre estuvo abierta al mar y hoy es junto a su eterna rival, Venecia, el gran destino turístico del Adriático.

La mayoría de los visitantes llegan a Dubrovnik en crucero, ya que la capital dálmata es una de las paradas fijas de todos los grandes barcos de pasajeros que navegan por esta zona del Mediterráneo. Para mí es un error. Y lo es con independencia de mi poco entusiasmo por los cruceros, en general.
Eso sí, la gran ventaja de llegar por mar es la posibilidad de disfrutar de las vistas de la costa croata y de sus maravillosas islas, pero rara vez esos cruceros te permiten visitarlas y hay que decir que, verdaderamente, es algo que merece la pena.

La muralla y el pequeño puerto
Por el contrario, quienes hayan ido a Dubrovnik por otro medio de transporte (incluido el marítimo-no crucero), es probable que obtengan una experiencia diferente.
Por ejemplo, quedarse hasta bien entrada la noche en la ciudad vieja, disfrutando de sus restaurantes y cafés, siempre animados y muchos de ellos con música en vivo. La comida es buena, el café excelente y la gente muy amable.

Al caer la tarde, es lo más recomendable un paseo por la muralla que nos permita admirar todas las perspectivas posibles, que son innumerables, por cierto. Ver los rojos tejados de la ciudadela, perfectamente conservada durante siglos y muy bien reconstruida de los destrozos causados por las bombas serbias en 1991, es un espectáculo solo superable por el de la caída del sol sobre las aguas del Adriático.
Antes, por la mañana, no hay que dejar de subir en el telecabina que nos lleva hasta la cumbre del monte Srd, que domina la ciudad, la costa y las islas vecinas. Si el día es claro, nuestra vista alcanzará una distancia inverosímil, tanto hacia el mar como hacia los valles del interior. Pocas panorámicas son tan impresionantes como la que desde aquí se divisa.

San Blas en la muralla
San Blas es el patrón local y encontramos su imagen en muchos sitios, desde la muralla hasta en la misma bandera de la República de Ragusa. La iglesia a él dedicada es, cada tres de febrero, el epicentro de los grandes festejos que se celebran en su honor desde hace casi mil años.

Si la ciudad vieja es ya, por sí sola, una maravilla que da sentido a todo el viaje, sus alrededores también son merecedores de una visita reposada.
Las mejores vistas de la ciudad y su pequeño puerto (tiene otro mayor, algo más alejado, donde atracan los barcos grandes) son las que tenemos desde la costa que se extiende frente a la cercana isla de Lokrum. En ella están situados los mejores hoteles, Excelsior, Grand Villa Argentina, Villa Orsula y el que más me gusta, con mucha diferencia, Villa Dubrovnik.
En el interior de las murallas solo hay dos hoteles, el Pucic Palace y el Stari Grad, muy buenos y céntricos, pero sin vistas.
Hay más hoteles lujosos en los alrededores de ciudad vieja, pero, en mi opinión, no son nada interesantes por muchas estrellas que tengan.
Sí son una muy buena alternativa los apartamentos y villas privadas que ofrecen habitaciones (sobe), al igual que en el resto de Croacia.

Amanece en Ragusa
Pocas cosas hay más gratificantes en una mañana azul, transparente y limpia que desayunar en la terraza del hotel Villa Dubrovnik, con la isla de Lokrum a nuestra izquierda y la ciudad amurallada al frente, sin dejar de observar el tranquilo trasiego de las pequeñas embarcaciones que entran y salen del puerto. Luego, un baño en las cristalinas aguas del mar Adriático nos dará las energías que necesitaremos durante la jornada.

Lokrum
Como para acercarnos, por ejemplo, a visitar la muy cercana isla de Lokrum, con sus inmensos pinares, lo que queda de su centenario monasterio benedictino, sus pavos reales, su bonito jardín botánico y, en su punto más alto, el fuerte francés desde el que se domina un vasto y atractivo panorama. Lokrum, en la que tuvo una residencia Maximiliano (el que fuera emperador de México) está a menos de quince minutos del puerto de Dubrovnik y permanentemente unida con él por ferry durante el día. Es un lugar excelente para una excursión y, aparte de estar rodeada de aguas limpias y azules que invitan al baño, cuenta con agradables cafés al aire libre y una simpática pizzería, cuya terraza está situada en las propias ruinas del viejo monasterio. 

Hay otras excursiones muy recomendables desde Dubrovnik, como la visita al archipiélago de las Elafiti, unas bonitas islas, llenas de iglesias, antiguas residencias veraniegas y palacios de la vieja clase adinerada de Ragusa, a las que también se accede en barco desde el pequeño puerto. Solo tres de ellas, Sipan, Lopud y Kolocep, están habitadas y en todas el mar, el bosque y el cielo nos acogen con su especial encanto milenario.

Cavtat
Otro lugar imprescindible para quien disponga de tiempo durante su estancia en Dubrovnik es Cavtat, la Epidauros griega que fuera, con gran probabilidad, el origen de Ragusa (de ahí su nombre en idioma italiano, Ragusavecchia)
Cavtat es un pequeño pueblo marinero, de extraordinaria belleza y ambiente bohemio y sofisticadamente relajado que entusiasma, no sin motivo, a cuantos lo visitan, croatas  y extranjeros. 
Sus dos bahías atraen a los yates más lujosos de todo el Adriático y el simple hecho de pasear por los caminos que las bordean nos ofrece unas vistas tan fabulosas que las recordaremos con nostalgia durante mucho tiempo.
Y aunque yo convertiría en peatonal el paseo frente al puerto, con su gran fila de palmeras y sus restaurantes y pequeños cafés de apetecibles terrazas, tan agradables de día como de noche, hay que reconocer que tiene un encanto muy particular, incluso con los coches (muy pocos, eso sí) que pasan por él.

De sus muchos restaurantes, mi favorito es Bougenvila, en pleno centro del paseo, justo frente al lugar de atraque de los yates. Me gustan, sobre todo, sus mejillones, sus tomates, su mozzarella y sus platos de pasta. Comer o cenar en su terraza en un placer que te transporta a esos tiempos pretéritos y mejores que todos tenemos en algún lugar de nuestra memoria idealizada. Después, un apacible café en el vecino Figurin completa la escena.

La bahía de Cavtat
Cavtat es tan bonito que hasta su cementerio es un lugar excepcional. Reposar eternamente con tan sensacionales vistas sobre el mar y los pinares debe ser un privilegio reservado, sin duda, a difuntos exquisitos. Yo, por si acaso, ya he presentado mi solicitud para cuando llegue el momento. Veremos si es atendida...


En cualquier caso, la vieja Dubrovnik es una ciudad tan impresionante y única que no necesitaría de un entorno tan arrebatador para ser un destino turístico de primerísima categoría. Es una de las pocas ciudades del mundo en la que todo se ha conservado como fue, a pesar de terremotos y bombardeos.
Recorrer sus calles de piedra (por las que solo es posible ir a pie, ya que no están permitidos vehículos de ningún tipo) nos hará disfrutar de sus casas, de sus iglesias, de sus fuentes... y será una invitación permanente para probar la buena comida que nos ofrecen sus muchísimos restaurantes.
Los hay muy caros y elegantes, como Nautika; antiguos y buenos, como Proto; idealmente situados en una mágica plaza, como Kopun; con magníficas vistas y precio razonable, como Dubravka y pizzerías fantásticas, como Oliva
Y, desde luego, hay muchos especializados en la caza del turista despistado, que son los que conviene evitar.


Catedral de Dubrovnik
La costa dálmata es mucho más que Dubrovnik, es cierto, pero la vieja Ragusa nos brinda, en sí misma, una gran excusa para un viaje. Un viaje que no hay que desaprovechar. Una ciudad a la que debemos volver, como vuelven esas tristes golondrinas que anidan bajo los aleros de unos tejados que hoy son más rojos de lo que eran antes del seis de diciembre de 1991.