jueves, 19 de septiembre de 2013

Los caminos de Vertville

Existió, hace tiempo, un valle en el norte de Francia que respondía al nombre de Vertville. No recuerdo bien si estaba en Bretaña y pertenecía a Normandía o era al revés. Lo que sí recuerdo es que Vertville tenía unas cuantas casas diseminadas por el valle, una iglesia, un viejo palacio con un torreón y un pequeño río que corría, sin prisa, hacía el mar.

Vertville solo tenía tres caminos para salir del valle. Uno seguía el curso del río y llegaba a la costa. El segundo subía por los montes, entre empinadas cuestas. Y el tercero, el más ancho y cómodo, conducía a la ciudad.

Los veranos en Vertville eran felices y tranquilos. Poco había que hacer en aquellos prados verdes y solitarios. Sin embargo, todos los años se reunían allí unos cuantos chicos, que residían en la cercana e industriosa gran ciudad. Otros, los menos, vivían en el propio Vertville.
Vincent, Pierre, Henri, Marie... eran algunos de ellos. Pero la verdadera protagonista del verano era Blanche DuBois. Blanche era una chica con ojos de color azul verdoso y un cierto parecido a Vivian Leigh, aunque con el pelo mucho más claro. Me parece recordar que siempre tuvo dieciséis años, si bien hay quien asegura que alguna vez tuvo quince... o incluso menos.

Un verano llegó a Vertville un chico delgado y rubio, procedente de París. Venía a este pequeño lugar con la imagen de un decadente balneario en su cabeza y la promesa, hecha a sí mismo, de un futuro todavía infinito. Cuando conoció a Blanche y a su sonrisa luminosa no pasó nada, porque la mirada del chico rubio siempre estaba perdida en su horizonte ideal y privado.

El chico volvió a Vertville el verano siguiente. Y allí seguía Blanche, con sus eternos dieciséis años reflejados en sus ojos claros. Sin embargo, esta vez, con el viejo balneario perdido entre la niebla y un apellido húngaro deslizándose por su memoria reciente, todavía fue más difuso, a pesar del insistente esplendor de la hierba... así que el beso de Blanche se quedó flotando en la penumbra de un prado al anochecer.

Pero dejemos a Blanche DuBois y al chico rubio de París y volvamos a centrarnos en Vertville, que es lo que debe interesarnos, a fin de cuentas.
Vertville es un valle de esos que solemos imaginar cuando queremos pensar en un paisaje absolutamente verde. Uno de esos lugares de serena belleza en los que, aunque no estén muy lejos de una gran ciudad, siempre nos parecen remotos y alejados de la civilización moderna.
Vertville, al menos en aquellos tiempos, era un paraíso verde y bucólico que invitaba a reflexionar sobre el sentido de la vida y la levedad del ser, con más profundidad de lo que pudiera hacer el propio Milan Kundera.

Probablemente, la mayor atracción de Vertville eran sus tres caminos.

El valle de Vertville
Pensando en ellos, el chico rubio llegó a la conclusión de que la persona que desea abandonar el lugar en donde vive, no es feliz. Varias veces, estando sentado junto al punto del que partían los tres caminos, muy cerca del prado en el que, pocos días antes, la tinta de unos pequeños calamares y los labios de Blanche le habían provocado una disfunción pasajera en un par de órganos (aunque, eso sí, habían dejado inalterable un tercero), cerró los ojos en busca de lo infinito ya que, como todos sabemos, este es el único sistema eficaz para intentar verlo.

Lo que el chico rubio y delgado no tuvo en cuenta era que, en Vertville, todo es infinito. Al contrario que en París o en la capital de provincia cercana, donde cualquier cosa se termina pronto. Incluso la vida, por mucho que dure.
Blanche, por su parte, cada vez se parecía más a Vivian Leigh y eso era muy extraño en una chica que todos los veranos tenía dieciséis años.

El camino que seguía la ribera, en su suave descenso hacia el mar, era el más atractivo de los tres. Grandes robles y castaños marcaban la dirección del sinuoso cauce de un arroyo que, poco a poco, iba convirtiéndose en un auténtico río, navegable, incluso, en su último tramo. La fresca sombra de los árboles protegía una vereda apacible, iluminada por los dorados rayos de sol que, atravesando las ramas y unas aguas transparentes y saltarinas, llegaban a reflejarse en las relucientes piedras del fondo.

El chico esperó para ver si Blanche escogía este camino. Quizás la hubiese seguido. 
Pero no fue así. Blanche DuBois, entre confundida y decepcionada, tomó el camino ancho y seguro que llegaba hasta la gran ciudad. Hasta ese puerto, más industrial que marinero, en el que las espigas forjadas en el recuerdo de lo que nunca llegó a suceder se convertían en barrotes para el alma. Sus ojos y sus dieciséis años se quedaron, huérfanos, en un prado de Vertville.

Blanche DuBois mucho antes de tener dieciséis años
El chico rubio la vio marchar, sin levantarse ni retirar un instante su vista del camino del río. Y cuando la melena de Blanche se perdió en el horizonte, dejó de mirar hacia el sendero que conducía al mar y, girando a su izquierda, comenzó a subir la larga y empinada cuesta que parecía no terminar nunca y se perdía entre los montes que cerraban el valle por el oeste.



Años más tarde, alguien vio a Blanche DuBois en París. Lo que no está claro es si la vieron subida al estribo imaginario de un tranvía o en la quinta planta de unos grandes almacenes. Pero dicen que la jaula que encerraba su pecho no fue lo suficientemente segura para evitar que siguiera desprendiendo ese dulce aroma que surge de todos los prados al anochecer.
En especial, de los prados que duermen eternamente en la penumbra perezosa del lejano valle de Vertville.


Nota del autor: Consultados los mapas, observo, con cierta sorpresa, que Vertville no existe o, al menos, yo no soy capaz de encontrarlo. Ruego, por tanto, al lector, que dé por no leído el presente escrito. Gracias.

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