martes, 26 de enero de 2016

Seteais, Regaleira y la eterna melancolía

La primera vez que fueron a Sintra se quedaron unos días en el Palácio de Seteais.

Palácio de Seteais

Aquellos muros de color rosa pálido, que un día fueron residencia de nobles familias reales, les acogieron con la suavidad infalible de aquel rincón portugués, patrimonio ya del mundo.
Allí, nada más cruzar el arco de su impresionante entrada, se sintieron felices. Las vistas al mar, desde lo alto de aquel terreno accidentado les sumergían en una nostalgia irredenta de tiempos pretéritos, pero era la contemplación de la Sierra de Sintra la que más conmovía su espíritu. 
Con el paso del tiempo, tras infinitos paseos por los jardines del palacio y conocerse de memoria cada figura representada en sus dos magníficas salas (si bien la Pillement les gustaba, era la de la Convención, con sus alusiones a la mitología marina, su preferida), decidieron mudarse a una casa próxima a la Quinta da Regaleira, tantas veces visitada en las húmedas mañanas de pertinaz neblina.

Jardines de la Quinta da Regaleira














Sus fabulosos y románticos jardines no tenían secretos para ellos y de sus muchos rincones, dos eran para ellos eran más especiales que el resto: el pozo iniciático, la Fuente de la Abuncancia y la de los Dragones. No era extraño oírles recitar algún fragmento de la Divina Comedia mientras bajaban por las escaleras espirales del pozo. O al subir, antes de saludar a los dragones de la fuente que vigilan la entrada.

Pozo iniciático de la Quinta da Regaleira

















En Sintra hay, desde luego, días soleados y luminosos, pero ellos solo salían cuando la niebla, nunca demasiado espesa, hacía acto de presencia (algo que no era infrecuente, por cierto).
Por las tardes, preferían acercarse al pueblo. Ni el Palácio da Pena ni el Castelo dos Mouros les atraían en la corta distancia. De lejos, sin embargo, era otra cosa. 
No es, ni mucho menos, que no reconociesen su mérito histórico, lo que ocurría es que ellos defendían con entusiasmo la teoría de la belleza en la distancia, especialmente oportuna en estos dos casos, como ellos mismos recordaban cuando alguien les preguntaba por las razones de su perenne contemplación lejana.
Del Palácio Nacional de Sintra les impresionaban sus gigantescas chimeneas cónicas, capaces de inquietar a cualquier visitante de la villa.
¡Cuántas tardes pasadas en A Piriquita y en la desaparecida Mathilde!









Por eso fue tan extraño que aquella eterna pareja desapareciese de Sintra sin dejar rastro alguno. Hubo muchos comentarios. La mayoría se inclinaba por una explicación dramática, incluso trágica. Se decía que ella le envenenó y que, con la ayuda de un misterioso personaje que merodeaba por el parque de la Regaleira en aquellas épocas, se deshizo del cadáver, enterrándolo en los jardines una noche de intensa niebla. Según esa teoría, ella habría huido a Brasil oculta tras una nueva identidad.
Pero no es probable. Parecían tan unidos...
Años después, en la sierra se encontraron los restos del misterioso merodeador, al parecer, víctima de un accidente entre las escarpadas peñas de la montaña.
De la pareja, por el contrario, nunca se supo nada. Habían desaparecido de la casa sin llevarse nada. Toda su ropa, sus libros, su vieja colección de fotos... allí quedaron abandonados. Lo que más sorprendió fue aquel poema a medio escribir sobre la mesa del despacho...

La pertinaz neblina de Sintra














La casa ya no existe. El propietario la vendió y allí siguen sus ruinas, con sus ventanas herméticamente cerradas y la hiedra trepando por sus oscurecidas paredes. Si preguntas, nadie te dará razón, ni vecino alguno querrá reconocer que sabe quiénes vivieron allí. Yo creo que prefieren pensar que algún día volverán y que, tarde o temprano, el poema inacabado tendrá un final. Tal vez triste, pero final, al fin y al cabo.


















jueves, 14 de enero de 2016

Bertuchi, pintor de Marruecos

La excelente obra de Mariano Bertuchi está un poco olvidada, pese a ser el artífice de una pintura de gran belleza que, además, nos permite sumergirnos en la vida de los años del protectorado español de Marruecos, gracias a sus cuadros luminosos y brillantes, capaces de transportarnos a una época no tan lejana en el tiempo y repleta de detalles de un orientalismo romántico y nostálgico.




















Bertuchi nació en Granada (1884), concretamente en el barrio del Realejo, y ya desde niño mostró una gran disposición natural para el arte, en especial, para la pintura. 
Casi todas sus primeras obras recogen aspectos costumbristas locales, muchos de ellos con paisajes y escenas granadinas y malagueñas, pero fue su vida en Marruecos la que le permitió sumergirse en ese universo norteafricano que le dio fama mundial.
En sus cuadros se refleja una clara influencia de su tocayo Fortuny, fallecido poco antes del nacimiento de Bertuchi y predecesor suyo en abordar temas orientales en las artes plásticas españolas.

Mariano Bertuchi se instaló en Marruecos y allí vivió hasta su muerte en Tetuán (donde se había establecido en 1915), en junio de 1955. Poco a poco se fue convirtiendo en el 'pintor oficial del Marruecos español' y sus cuadros decoraron salones y despachos de organismos oficiales y destacadas personalidades del protectorado, incluyendo entre sus admiradores distinguidos al propio Jalifa. 

En el Ramiro de Maeztu
Pero Bertuchi fue más que un artista. Se implicó en muchos aspectos del proceso colonizador español, interviniendo en múltiples facetas (primero como cronista gráfico y, más tarde, ejerciendo cargos relacionados con el arte en la administración colonial), entre las que destaca su papel como creador de la Escuela de Bellas Artes de Tetuán y del propio Museo de Tetuán, del que fue director. Fue condecorado con la Cruz del Mérito Militar y destacó, en todo momento, por su defensa y respeto del arte y el entorno tradicional marroquí, del que siempre procuró su preservación.

Yo tengo especial devoción por su arte, ya que no hay que olvidar que varios de sus cuadros se conservan en el Instituto Ramiro de Maeztu de Madrid, regalo del Jalifa de Marruecos en agradecimiento por la estancia de su hijo, quien cursó allí sus estudios y vivió en el Internado Hispano-Marroquí del que, por aquellos tiempos, era el más célebre y aventajado centro educativo oficial de España.

También destacó Bertuchi como cartelista, ya que muchas de sus pinturas se convirtieron en carteles turísticos de Marruecos, verdaderamente atractivos, como no podía ser de otra forma teniendo en cuenta la naturaleza de muchas de sus obras que, como ya hemos dicho, combinaban la belleza natural de las ciudades, monumentos y tierras del Magreb con un tratamiento de los personajes tradicionales, cuya presencia en las escenas retratadas contribuye sobremanera en la creación de una atmósfera especial que trasciende a la simple reproducción de un paisaje.


Carteles turísticos de Bertuchi

Nunca se cansa uno de admirar estos cuadros de colorido luminoso y llenos de brillante serenidad, que se han convertido, con el paso del tiempo, en el más fiel documento de toda una época de la que son ya permanente memoria y recuerdo para los amantes del arte orientalista y de la historia. 

Gracias, Bertuchi, pintor de Marruecos.


martes, 12 de enero de 2016

Detalles de Viena

Viena es una ciudad llena de detalles. Algunos son notorios, pero otros pasan casi desapercibidos para el visitante ocasional. Yo procuro, siempre que tengo la suerte de pasar unos días en la capital del Danubio (con permiso de Bratislava, Budapest y Belgrado), descubrir nuevos rincones y fijarme en aspectos que no conozco (son muchos, sin duda) o he olvidado con el paso del tiempo.

Un rincón de Zentralfierdhof









Avenida de los Tilos, Zentralfierdhof
Cuando voy en avión me gusta usar el tren para llegar al centro y como ahora ya suelo viajar sin prisa, me inclino por el llamado S7, mucho más barato (aunque menos veloz) que el rápido CAT y que tiene la virtud de parar en el Zentralfierdhof, el legendario y enorme 'Cementerio Central', en el que están enterradas grandes figuras de la música, como son Beethoven, Schubert, Brahms y la familia Strauss. Es imposible no evocar en él la última escena de la mítica película de Carol Reed, en la que Alida Valli (solo Valli en los créditos) pasa delante de Joseph Cotten sin detenerse, tras recorrer una larga avenida flanqueada por tilos deshojados, arropada por la cítara de Anton Karas. Un final extraordinario para una de las grandes obras cinematográficas de todos los tiempos ('El tercer hombre'), en mi opinión, infinitamente mejor que el escrito en la novela original de Graham Greene que, de haberse rodado en lugar del que conocemos, hubiese arruinado la película.

Otro detalle en el que hay que reparar es en la bonita perspectiva de la fachada principal del Musikverein con la Karlskirche (San Carlos Borromeo), algo que hay que rematar con la subida a la cúpula de la iglesia en el ascensor situado entre los andamios interiores que permiten la contemplación próxima de sus impresionantes frescos.

Detalle de los frescos de la Karlskirche, desde lo alto del andamio
Por cierto, no hay que olvidar que las mejores butacas de la famosa sala de música en la que tantos buenos conciertos hemos visto (en especial, los de la Filarmónica de Viena) son las de la fila 11. Difíciles de conseguir, en cualquier caso. Tampoco son malas las primeras filas de los palcos de platea (Parterre) más próximos a la orquesta ni las que nos permiten apoyarnos en la barandilla de los palcos del primer piso (Balkon) números 2, 3 y 4.

Siguiendo con la música, es interesante saber que los Niños Cantores de Viena actúan con frecuencia en la capilla del palacio imperial de Hofburg (Hofmusikkapelle), cantando la misa de los domingos, pero hay que saber que, si bien oiremos sus extraordinarias voces durante toda la ceremonia, solo veremos a los niños (con sus tradicionales trajes de marineros) una vez terminada la misa, cuando bajen a cantar una última pieza musical frente al altar. Muchos visitantes se sienten decepcionados por esta inesperada circunstancia, que puede verse compensada si paseamos a la salida en dirección al Albertina (el gran museo vienés que combina excepcionales muestras semipermanentes con buenas exposiciones temporales) cuando nos encontremos en la Josefsplatz con la 'casa de Harry Lime' (Orson Welles en 'El tercer hombre').

'Casa de Harry Lime', en Josefsplatz
A pocos metros del Albertina, en un lateral del Hotel Sacher, está mi café favorito (entre los muchos buenos que hay en Viena), el Mozart. Eso sí, tengo que reconocer que cuando más me gusta es en invierno, ya que la 'modernización' de su terraza me parece un absoluto disparate, en especial el cambio de logotipo, la desaparición de su toldo rojo y las absurdas 'setas' blancas colocadas en la acera, a modo de gigantescas sombrillas, para proteger del sol a las mesas de la terraza. 
El Mozart es un café muy antiguo, al que el propio Anton Karas dedicó un vals. Hoy es propiedad de la familia Querfeld (Landtmann) y, en consecuencia, su apflestrudel es, para mí, el mejor de Viena.

Sabemos que la más famosa obra de Klimt ('Kiss') está en el Oberes Belvedere, pero pocos recuerdan que una de las cinco versiones que Jacques-Louis David realizó de su conocido cuadro 'Napoleón cruzando los Alpes' se encuentra en este palacio vienés, tras ser trasladada por los austriacos desde su emplazamiento original en Milán. A mí siempre me ha resultado muy curioso ver esta imagen propagandística de la figura de Napoleón exhibido en casa de quienes fueron, tal vez, sus más encarnizados rivales.
Este cuadro es muy parecido al primero pintado por David y que permaneció en Madrid hasta que fue expoliado por José Bonaparte, en su huida de España.






































También se suele pasar frente a un imponente bodegón de flores de Eugène Delacroix, sin detenerse a contemplar la belleza que el pintor francés supo plasmar con sus pinceles.

Bodegón con flores (Eugène Delacroix)

Especial mención merece el más distinguido tesoro de la gastronomía vienesa: Zum Schwarzen Kameel (El Camello Negro). Establecido nada menos que en 1618 (poco después de la muerte de Cervantes y Shakespeare), este singular restaurante, bar, café, pastelería, tienda de vinos... y un montón de cosas más, es mi lugar predilecto de Viena.

Zum Schwarzen Kameel
Todo aquí es extraordinario, desde su situación (en pleno centro) hasta la cuidada y bien mantenida decoración de principios del siglo XIX, pasando por su propio logotipo, presidido por la imagen del camello negro que le da nombre.
De sus múltiples facetas y su completísima oferta, yo destacaría el bar. Uno de esos escasos lugares que hay repartidos por el mundo en los que su ambiente y estilo son tan personales que los hacen únicos e irrepetibles. No exagero si digo que merece la pena un viaje a Viena para tomarse un aperitivo en el bar de Zum Schwarzen Kameel.


Claro que si, además, vamos a ver 'La forza del destino' a la Wiener Staatsoper o escuchamos a Mariss Jansons dirigiendo a la Filarmónica en el Musikverein, el placer de disfrutar de estos detalles vieneses habrá sido absolutamente grandioso.