Palácio de Seteais |
Aquellos muros de color rosa pálido, que un día fueron residencia de nobles familias reales, les acogieron con la suavidad infalible de aquel rincón portugués, patrimonio ya del mundo.
Allí, nada más cruzar el arco de su impresionante entrada, se sintieron felices. Las vistas al mar, desde lo alto de aquel terreno accidentado les sumergían en una nostalgia irredenta de tiempos pretéritos, pero era la contemplación de la Sierra de Sintra la que más conmovía su espíritu.
Con el paso del tiempo, tras infinitos paseos por los jardines del palacio y conocerse de memoria cada figura representada en sus dos magníficas salas (si bien la Pillement les gustaba, era la de la Convención, con sus alusiones a la mitología marina, su preferida), decidieron mudarse a una casa próxima a la Quinta da Regaleira, tantas veces visitada en las húmedas mañanas de pertinaz neblina.
Jardines de la Quinta da Regaleira |
Sus fabulosos y románticos jardines no tenían secretos para ellos y de sus muchos rincones, dos eran para ellos eran más especiales que el resto: el pozo iniciático, la Fuente de la Abuncancia y la de los Dragones. No era extraño oírles recitar algún fragmento de la Divina Comedia mientras bajaban por las escaleras espirales del pozo. O al subir, antes de saludar a los dragones de la fuente que vigilan la entrada.
Pozo iniciático de la Quinta da Regaleira |
En Sintra hay, desde luego, días soleados y luminosos, pero ellos solo salían cuando la niebla, nunca demasiado espesa, hacía acto de presencia (algo que no era infrecuente, por cierto).
Por las tardes, preferían acercarse al pueblo. Ni el Palácio da Pena ni el Castelo dos Mouros les atraían en la corta distancia. De lejos, sin embargo, era otra cosa.
No es, ni mucho menos, que no reconociesen su mérito histórico, lo que ocurría es que ellos defendían con entusiasmo la teoría de la belleza en la distancia, especialmente oportuna en estos dos casos, como ellos mismos recordaban cuando alguien les preguntaba por las razones de su perenne contemplación lejana.
Del Palácio Nacional de Sintra les impresionaban sus gigantescas chimeneas cónicas, capaces de inquietar a cualquier visitante de la villa.
¡Cuántas tardes pasadas en A Piriquita y en la desaparecida Mathilde!
Por eso fue tan extraño que aquella eterna pareja desapareciese de Sintra sin dejar rastro alguno. Hubo muchos comentarios. La mayoría se inclinaba por una explicación dramática, incluso trágica. Se decía que ella le envenenó y que, con la ayuda de un misterioso personaje que merodeaba por el parque de la Regaleira en aquellas épocas, se deshizo del cadáver, enterrándolo en los jardines una noche de intensa niebla. Según esa teoría, ella habría huido a Brasil oculta tras una nueva identidad.
Pero no es probable. Parecían tan unidos...
Años después, en la sierra se encontraron los restos del misterioso merodeador, al parecer, víctima de un accidente entre las escarpadas peñas de la montaña.
De la pareja, por el contrario, nunca se supo nada. Habían desaparecido de la casa sin llevarse nada. Toda su ropa, sus libros, su vieja colección de fotos... allí quedaron abandonados. Lo que más sorprendió fue aquel poema a medio escribir sobre la mesa del despacho...
La pertinaz neblina de Sintra |
La casa ya no existe. El propietario la vendió y allí siguen sus ruinas, con sus ventanas herméticamente cerradas y la hiedra trepando por sus oscurecidas paredes. Si preguntas, nadie te dará razón, ni vecino alguno querrá reconocer que sabe quiénes vivieron allí. Yo creo que prefieren pensar que algún día volverán y que, tarde o temprano, el poema inacabado tendrá un final. Tal vez triste, pero final, al fin y al cabo.