viernes, 12 de febrero de 2016

Acuérdate de Acapulco

Es difícil no acordarse de Acapulco.
Aunque uno no sea Agustín Lara y ninguna María (ya sea bonita o fea) se haya bañado con nosotros en sus playas.

Acapulco en 1628 (Adrian Boot)

Ahora no me gustaría volver. No tengo nada contra el Acapulco moderno, pero regresar podría romper ese recuerdo doble y lejano. Muy lejano en el tiempo, claro, y doble porque dos son, en realidad, las bahías de la que fue (y tal vez aún lo sea) la más célebre ciudad veraniega del Pacífico.

Hubo una época en la que cruzar las montañas del estado de Guerrero para llegar hasta su magnífica costa era peligroso. Daba igual: cuando llegabas a Acapulco, dejabas en el olvido cualquier posible contratiempo que hubiera podido surgir, ante el infinito esplendor del más fabuloso puerto natural de la costa mexicana.

Yo siempre preferí la bahía de Puerto Marqués, más pequeña que la de Santa Lucía... y mucho más salvaje y solitaria. Hubo en ella un hotel La Palapa (cuyo nombre describía a la perfección su naturaleza) en el que mi amigo José Luis Carvajal y yo nos alojábamos cuando hacíamos nuestros viajes de reconocimiento turístico de un país al que, todavía, no viajaban muchos españoles, pese a los vuelos directos de Iberia y Aeroméxico. Nuestro compadre, el singular Pancho Medina, tenía el objetivo de incrementar el tráfico de viajeros entre España y México y la misión que nos tenía encomendada era la de comunicar con eficacia las virtudes del 'país de la eterna primavera', que era como el propio Medina denominaba a su privilegiada tierra.
José Luis y yo nos recorrimos medio México, un país donde la belleza, el arte y la cultura son patrimonio generalizado de un pueblo acogedor, inteligente y alegre, cuya simpatía aumenta la positiva percepción del visitante.

La bahía de Puerto Marqués


Pero Acapulco era algo más. Su entorno natural y un modelo turístico que había sido muy cuidado y protegido bajo el decidido impulso de Miguel Alemán, presidente de los Estados Unidos Mexicanos entre 1946 y 1952, quien lo había convertido en la indiscutible meca de los viajeros americanos acomodados y, por supuesto, de los famosos de la época, incluyendo a las más destacadas estrellas de Hollywood.

John Wayne en Acapulco


En esos años, estar alojado en Puerto Marqués tenía muchas ventajas. A mí, aquel apartado hotel, rodeado de intensa vegetación y situado frente a la cerrada bahía de Puerto Marqués, me parecía mejor, incluso, que el famosísimo Las Brisas, lleno de suites con piscinas privadas y excepcionales vistas panorámicas sobre la gran bahía de Santa Lucía, que todos llaman de Acapulco.

En pleno salto

Creo que en los acantilados de La Quebrada, los clavadistas siguen desafiando a la muerte con sus impresionantes saltos desde la pequeña plataforma situada a treinta y cinco metros sobre el nivel del agua. 
Puede que sea uno de los espectáculos más asombrosos e inverosímiles que he visto. 
Y lo que más llama la atención es la aparente naturalidad y el enorme desparpajo con los que se desenvuelven sus más que arriesgados protagonistas, tanto cuando suben por las rocas como en sus saltos al vacío, prodigio de técnica, valentía y precisión.
Hay que acordarse de Acapulco. De aquel Acapulco que hace años dejó paso a una gran urbe de más de seiscientos mil habitantes y altos rascacielos blancos, que se extienden a lo largo de sus interminables playas de arena dorada. 
Muy atrás queda la época en la que su puerto fue el que conectaba Nueva España con Filipinas, a través del galeón que durante dos siglos y medio sirvió de enlace regular entre las colonias españolas de Asia y América. 

La melena al viento de Flora
Tampoco hay que olvidar otras cosas que allí sucedieron (o no) y que llegaron a convertirse en leyenda. 
Varias son las que escuchábamos en las cálidas noches acapulqueñas, contadas por los lugareños en cualquiera de los muchas cantinas que aún quedaban entonces. La que mejor recuerdo es la de la 'bella Flora':
Era Flora una muchacha de Acapulco, de gran belleza, cuya larguísima y ondulada melena castaña tenía fama en toda la costa del sur del estado de Guerrero. Cuentan que, cada noche, paseaba solitaria por la playa, buscando en la arena las huellas de unas botas que solo ella conocía. Encontraba cientos de impresiones de pies descalzos, pero nunca llegó a localizar las de aquellas botas que con tanta insistencia perseguía... 
Una mañana desapareció y ya nadie volvió a verla. Años después, unos pescadores vieron huellas de botas en la cercana isla Roqueta, conocida desde antiguo por ser refugio de piratas. Atemorizados por la muy probable presencia de piratas que parecían anunciar las huellas descubiertas, abandonaron apresuradamente la isla, y aseguran que, a lo lejos, sobre el arrecife se veía ondear al viento la melena morena, larga y ondulada de una sirena...


No me resulta extraño recordar Acapulco, auténtica Perla del Sur, que siempre vuelve a la memoria de quien la conoció cuando Flora todavía no era una sirena varada en el arrecife.

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