Al norte del desierto del Kalahari, lejos de cualquier vestigio de lo que hoy conocemos como 'mundo civilizado', nos encontramos con uno de esos lugares apasionantes, más cercanos a la imaginación que a esa vulgarizada realidad que en nuestros tiempos nos envuelve: Kubu Island.
Lekhubu, que es su verdadero nombre, es una isla, sí, pero una isla de granito blanco en mitad de una inmensa planicie que, sin duda, fue un gigantesco lago salado en alguna época remota. Ya no hay agua que la rodee (salvo el espejo húmedo que se forma en la llanura durante la breve estación lluviosa), sino una infinita depresión cubierta de sal: los salares de Makgadikgadi, que ocupan, en su conjunto, una extensión de más de 16.000 kilómetros cuadrados, lo que los convierte en los mayores del mundo.
Botswana es un país extraordinario, conocido, fundamentalmente, por el famoso delta del Okavango, pero puede que su punto más excepcional sea Kubu Island.
Pasar allí una noche es una de las experiencias más extraordinarias que están al alcance de quienes hemos consumido la mayor parte de nuestra vida en un ambiente urbano. Cierto que dormir en pleno desierto, es, también, algo singular, pero aquí, en Lekhubu, al desierto (que lo es) se le une una dimensión nueva: las rocas blancas que se elevan sobre la nada, coronadas por gigantescos baobabs que sobrecogen al viajero.
Por si todo ello fuera poco, misteriosos restos arqueológicos nos indican que la 'isla' estuvo habitada en un pasado lejano, tal vez cuando aún abundaba el agua en la zona y tribus dedicadas al pastoreo la frecuentaban con su ganado, buscando la protección de esas rocas que hoy nos asombran con sus perfiles prominentes apuntando al cielo.
Algunos de esos grupos rocosos asemejan pelotones de menhires colocados con descaro por la naturaleza para producir respeto a quien se acerca. Respeto que se ve incrementado por la combinación del blanco del granito con los troncos rojizos de los baobabs.
Dicen que fue un lugar sagrado, en el que se practicaban rituales iniciáticos. Es muy probable que sea cierto, ya que las ruinas de algunas construcciones y los materiales prehistóricos allí encontrados parecen evidencia de ello. Una teoría que se ve reforzada por el hecho de que los habitantes de los poblados más próximos siguen enviando a sus jóvenes a Lekhubu para su tránsito a la edad adulta, ceremonia que escenifican con cánticos y ofrendas.
Es imprescindible observar el horizonte desde lo alto de las rocas. Trescientos sesenta grados de desierto salado y silencioso a nuestro alrededor, bajo la limitada protección de la desproporcionada sombra de los baobabs (muy poca sombra para venir de unos árboles tan grandes). Una vista que nos estremece tanto como difumina cualquier delirio individual de grandeza, y nos devuelve a nuestra verdadera, minúscula realidad. Al caer la tarde y en los primeros momentos de la mañana, los colores provocados por el reflejo del sol nos dejan imágenes que traspasan la retina para quedarse grabadas en el espíritu.
Nadie vuelve de Kubu Island como llegó. La transformación se produce, inexorable, elevándonos apenas sobre el océano de sal del que surge Lekhubu, la isla mágica de los baobabs.
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