Tengo que reconocer que hablar de Kéa me da un poco de reparo. De las muchas islas del Egeo, Kéa es, sin duda, un caso muy particular. Y lo es, porque siendo la más próxima al continente de las Cícladas, sigue permaneciendo a salvo de ese turismo masivo, salvaje y vulgar que ya nos amenaza por casi todas partes.
En mi particular opinión, restringir el impulso desordenado de esos ansiosos visitantes iletrados que no saben bien lo que buscan, pero que tanto quebrantan la razón original de los viajeros naturales (se puede aspirar a la paz o a la aventura siendo un viajero 'natural', pero nunca se puede violentar el sentido común nativo para serlo), es un objetivo que se puede conseguir por dos caminos. Eso sí, ambos tienen un denominador común: el lujo. Ahora bien, para entenderlo, es preciso definir bien este concepto, que tiene múltiples declinaciones. Porque lujo es exclusividad, sí, pero también es espacio, tranquilidad, sencillez.
El primer método es bien conocido: consiste en crear un entorno tan extraordinariamente caro y restringido que impide a las masas colonizarlo. Sin embargo, esta fórmula tiene un inconveniente grave, porque el dinero abundante no suele garantizar (más bien, al revés) la educación (no confundir este término con 'titulaciones académicas') ni la categoría humana (esta hay que heredarla y cultivarla) de quien posee esos pingües recursos económicos.
El segundo camino es más difícil (hay que creer en él para seguirlo y, además, debe contar con el acuerdo de la inmensa mayoría), pues es el opuesto al primero: hay que mantener todo como era, mejorando lo que el buen juicio recomiende (pero sin pasarse ni intentar transformar lo bueno en inmejorable, porque, casi siempre, se estropea al hacerlo). La consecuencia, casi automática, es conseguir el otro tipo de lujo, ese que está basado en tener al alcance de la mano cuanto se necesita para ser feliz y mantener vivas algunas dificultades naturales que para nada impiden la felicidad, sino todo lo contrario. Es el mejor tipo de lujo. Y, encima, es muy barato.
Bueno, pues este es el lujo de Kéa. Y, claro, los griegos (en particular, los atenienses, lo mantienen en el más riguroso de los secretos).
Para llegar a Kéa (también llamada Tziá) hay que viajar, primero, al puerto de Lavrion (el nombre moderno es Lavrio), que está a poco más de sesenta kilómetros de Atenas, en dirección sureste. Llegando al cabo Sounion (Sunio), nos encontraremos con un puerto amplio y desprovisto de edificios, donde embarcaremos en un ferry hacia Kéa.
El ferry pasa primero junto a una isla un tanto misteriosa, muy próxima a la costa, en la que no para ningún barco (que yo sepa). Se trata de Patroklos, una isla de propiedad privada que tiene un aspecto solitario y un tanto enigmático, pese a su cercanía a la costa. Los pocos barcos que van de Lavrio a Kéa, pasan junto a ella de largo, como si no existiese...
En el continente hemos dejado algunas ruinas importantes. Las más próximas al puerto son las del teatro de Tórico, que, según pudimos saber, es el teatro griego más antiguo que se conoce.
La verdad es que el panorama que presenta, tras haber sido excavado a finales del siglo XIX, resulta impresionante, situado a los pies de una colina cónica, en cuya cima aún quedan restos de la antigua acrópolis de la ciudad.
Tiene capacidad para más de tres mil espectadores y sentándonos en sus gradas podemos divisar el mar Egeo que, probablemente, en la antigüedad llegaba casi hasta el borde de su orquesta (rectangular, en vez de circular, como la de todos los teatros de la Grecia antigua).
También es única su forma, ya que es elíptica y no semicircular como es habitual.
Resulta curioso que no haya turistas, porque nos encontramos en un lugar de absoluta singularidad y de valor arqueológico incalculable.
Al parecer, Tórico fue una ciudad importante desde tiempos muy remotos (se habla del siglo XV a. C.), contando con minas de plata y plomo, de cuyas galerías aún se conservan más de cinco kilómetros excavados. Estuvo fortificada con una gran muralla y mantuvo su pujanza hasta la conquista romana (a principios del siglo I a. C.). Más adelante, ya en en VI de nuestra era, quedó abandonada, como la mayor parte del Ática.
Mucho más impresionantes que estas escondidas ruinas son las del templo de Poseidón.
Situado en lo alto del cabo Sunio, dominando un Egeo de azul intensísimo y con vistas de belleza sublime, lo que hoy ven los viajeros que hasta él llegan (son pocos para los que estaría más que justificado que lo visitasen) es el 'nuevo' templo, construido en tiempos de Pericles, a mediados del siglo V a. C., que fue levantado sobre las ruinas del arcaico, destruido unos años atrás por Jerjes.
Al estar situado sobre un poderoso acantilado con más de sesenta metros de altura sobre el mar, presenta un panorama espectacular, capaz de emocionar al esforzado visitante que ha subido la empinada cuesta para llegar hasta él.
No podemos saber quién eligió, en tiempos remotos, ese emplazamiento para su construcción, pero de lo que no hay duda es de que sería perfectamente razonable que hubiese sido el propio dios de los mares quien lo hubiese escogido. No puede haber en toda Grecia un lugar mejor para levantar un templo a Poseidón.
Es de suponer que la contemplación de sus esbeltas columnas (todavía quedan muchas en pie) desde el mar tiene que causar una impresión difícil de olvidar y traslada al navegante un mensaje claro: "¡Atención!, estás llegando a la morada de los dioses".
Pero volvamos (bueno, en realidad todavía no habíamos llegado) a nuestra isla de Kéa.
Está a tan solo 16 millas de Lavrio, y el trayecto del ferry no se hace largo.
Pronto avistamos el pequeño puerto de Coresia, que nos recibe con ese espíritu acogedor y relajado, del que no está ausente un leve tono de indiferencia, característico de aquellos lugares que no han hecho del turismo su religión, aunque sea parte fundamental de su economía.
Quedarse en Coresia no es una mala opción, ya que es un lugar en el que, habiendo de casi todo, sobran pocas cosas. Además, dada la pequeña extensión de la isla (unos ciento treinta kilómetros cuadrados), es una buena base para ir a cualquier sitio.
Sin embargo, hay otras alternativas, que suelen gustar más al visitante ocasional (la mayoría atenienses que tienen en Kéa una segunda residencia, muchas de ellas desperdigadas por las laderas de los montes próximos a la zona norte, la única medianamente habitada).
Sus costas son limpias y salvajes, con algunas playas (pocas) preparadas para recibir bañistas y otras, de difícil acceso, repartidas por sus ochenta kilómetros de litoral.
En lo que todas coinciden es en sus aguas claras y cristalinas, de las que Jacques Cousteau escribió: "Yo nunca había encontrado, en ninguna otra parte del mundo, aguas tan transparentes como las de una pequeña isla del mar Egeo llamada Tziá, en el noroeste de las Cícladas, apenas a unas pocas millas del Ática".
No exageraba el bueno de Cousteau cuando describió de esta manera, a mediados de los años setenta, lo que vio al aproximarse a Kéa en una de sus expediciones, concretamente la de exploración del naufragio del HMHS Britannic, hundido en 1916 al chocar con una mina alemana. Este gran barco, gemelo del Titanic, que fue el mayor de los hundidos durante la I Guerra Mundial, estaba acondicionado como barco-hospital. En el naufragio (se hundió en menos de una hora) murieron treinta personas, pero la mayoría de los que iban a bordo (más de mil) lograron salvarse. Todavía hoy está considerado como el más grande de los barcos de pasajeros que reposa, casi intacto, en el fondo del mar. Se encuentra a solo cuatro millas del gran puerto natural de Aghios Nikolaos, al norte de la isla.
Otra de las virtudes de Kéa es que goza de los favores del meltemi, un viento fresco y seco que, en verano, suele atravesar la isla de norte a sur, aliviando el calor de forma considerable.
La leyenda asegura que este viento fue atraído por Aristeos, hijo de Apolo y la ninfa Kyrini (Cirene), quien, aparte de enseñar a los lugareños el cultivo del olivo y la apicultura, ofreció sacrificios a Sirio (la estrella más brillante del firmamento) y a Zeus, en la montaña más alta de la isla, logrando con ellos que el meltemi acariciase con su brisa aquellas tierras.
Por otro lado, saber que en Kéa estuvo vigente la ley 'Kion to Nomimon' hasta el siglo III d. C., produce en nuestros días una indiscutible inquietud. Esta ley, acatada sin discusión por los habitantes de la isla, establecía que todo aquel ciudadano que hubiese cumplido los sesenta años debía poner fin a su vida, voluntariamente, mediante el infalible método de ingerir una dosis suficiente de cicuta. Al parecer, el responsable de esta ley tan poco considerada con los mayores, fue Arístides (un sabio de la antigüedad, nacido en Kéa), quien la estableció para garantizar el sustento de las nuevas generaciones, liberando a los lugareños del compromiso de mantener a aquellos miembros de su sociedad cuyas mermadas facultades intelectuales o físicas no les permitían hacer una contribución positiva al colectivo.
Me han llegado diversas versiones del contenido literal de esta ley, pero de lo que no cabe duda es de que era práctica habitual en Kéa el suicidio de quienes (en la mayoría de los casos, por su avanzada edad) ya no se consideraban útiles para los demás.
De sus cuatro antiguas ciudades-estado (Karthaia, Ioulis, Poiessa y Korissos), podríamos decir que solo quedan activas las herederas de Ioulis y Korissos. De esta última (el actual puerto de Coresia) ya hemos hablado antes. Y ahora debemos hacerlo de la capital de la isla: Ioulis.
Situada en lo alto de la montaña que se eleva en el centro de la parte norte, se cree que fue edificada aquí para estar mejor protegida de los frecuentes ataques piratas. Es un pueblo pintoresco, al que se accede por una carretera llena de curvas, desde el puesto de Coresia. No hay en él tráfico rodado, por lo que sus estrechas calles solo pueden recorrerse a pie y no es inusual encontrarse en ellas con burros que se mueven con soltura por el pueblo, ejerciendo su función de único medio de transporte.
Pasear por Ioulis es un verdadero placer, que nos permite retroceder en el tiempo, pero es necesario estar en forma, ya que sus cuestas son empinadas. Por fortuna, es fácil encontrar alguna taberna en la que reponer fuerzas.
También tiene un pequeño (pero interesante) museo arqueológico, en el que merece la pena detenerse, pues no hay que olvidar que Kéa está habitada desde la Edad del Bronce.
Es de todo punto imprescindible llegar hasta el gigantesco 'León de Ioulis' (Liontas) que, tallado en la piedra de la montaña y luciendo una extraña sonrisa, nos recuerda la legendaria historia de unas ninfas que provocaron los celos de los dioses, hasta el punto de hacerles tomar la drástica decisión de enviar un fiero león a la isla... con intenciones muy poco amigables. Al parecer, nuestro simpático Liontas (tiene expresión amable y sonriente) data del siglo VI a. C. Un paseo largo, pero necesario, del que ningún visitante se arrepiente.
De la tercera ciudad antigua, Poiessa, apenas quedan restos. De hecho, es probable que, en algún momento, perdiese su autonomía y pasase a depender de Karthaia (de la que hablaremos después). Hoy solo nos queda, al visitarla, la posibilidad de disfrutar de su excelente playa y observar las bases de sus muros sobre la inclinada ladera de una de las dos colinas que encuadran un fértil valle. Un valle que debió ser, en tiempos remotos, una importante zona agrícola.
Karthaia, la última de las cuatro ciudades-estado de Kéa, nos reserva un panorama sorprendente.
Llegar hasta ella ya tiene mérito, pues es precisa una larguísima caminata de más de una hora (puede hacerse en burro, previa reserva), siguiendo el lecho de un río siempre seco y atravesando campos solitarios por un estrecho sendero.
Fue una gran ciudad, de eso no hay duda alguna. Una ciudad que acuñó su propia moneda,
Tal vez aquí sea oportuno mencionar que los sacrificios ofrecidos por Aristeos no fueron, ni mucho menos, los únicos que tuvieron lugar en la isla. La aparición veraniega de la estrella Sirio (siempre relacionada con una imagen canina), era esperada y temida en todas la ciudades. Observada con claridad, vaticinaba bonanza y fortuna... pero si se presentaba brumosa o borrosa, era presagio de desgracias.
Aparte de los sacrificios a Sirio (y a Zeus, claro), algunas de las monedas acuñadas en Karthaia presentaban imágenes de perros o estrellas (o un perro que brillaba como una estrella), en clara alusión al respeto que les infundía Sirio.
El mar, desde las ruinas de Karthaia |
Sobre la colina, las columnas de templo de Atenea dominan el panorama. Hay que subir hasta él, tras haber pasado un buen rato entre las viejas piedras que lo rodean, haciendo evidente que el complejo del templo fue mucho mayor de lo que vemos ahora.
Pasar en Karthaia una noche, viendo cómo Sirio resplandece en el cielo, debe ser una experiencia inolvidable. Yo no pude quedarme, pero volveré para hacerlo. Estoy seguro.
Eso sí, hay que ir bien pertrechado, porque allí no hay nadie. No hay nada... aparte de tres mil años de historia, claro.
Un verano en Kéa es algo imprescindible en la vida.
Y si, además, tienes buenos amigos en la isla, será un recuerdo que permanecerá vivo para siempre. Todo el mundo disfruta allí, niños y adultos. Pero, claro, como todas las cosas buenas de la vida, tiene un serio inconveniente: hay que marcharse cuando se nos acaban las vacaciones.
O no.
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