Karl Krieger había tenido un día agotador. Hacía unas pocas horas que acababa de aterrizar en Londres, tras un largo viaje desde Hong Kong, y las había aprovechado para mantener una reunión en la ciudad con uno de sus contactos en el mercado de antigüedades británico, que tan importante era para la salud de sus florecientes negocios de importación y exportación con China.
Ahora debía volver a la Terminal 5 de Heathrow para coger su vuelo de regreso a Hamburgo. Tal vez iba un poco justo de tiempo, pero ya tenía en su bolsillo la tarjeta de embarque y estaba llegando a la estación de Paddington, por lo que en menos de media hora estaría en el aeropuerto, gracias al Heathrow Express, que en quince minutos hacía el recorrido, con gran comodidad y eficacia. Desde que se había puesto en marcha este servicio, la comunicación con Heathrow había mejorado sensiblemente, ya que un taxi nunca tardaba menos de una hora. Y eso si no había ningún problema en la carretera.
Así que, tirando de su pesada maleta (no pudo facturarla a su llegada, pues necesitaba unas cuantas muestras que en ella llevaba para su reunión en Londres), llegó al andén y subió al tren. Solo quedaban cinco minutos para su salida. Perfecto.
El Heathrow Express de las 5:25 pm salió puntual, como siempre, de Paddington.
Apenas habían transcurrido unos pocos minutos cuando, sorprendentemente, el tren se detuvo.
Karl se asomó a la ventanilla. Una ligera neblina empezaba a caer con la tarde, pero no le impidió ver, con relativa claridad, las tumbas del tranquilo cementerio de Gunnersbury, que se extendían, plácidas y silenciosas, entre árboles de gran tamaño, a la izquierda de la vía.
La extraña parada se iba alargando. Karl miró su reloj y, justo en ese momento, una voz habló a los pasajeros por megafonía. Al parecer, había un problema en Southhall y no sabían cuándo el tren podría reanudar su marcha. Pidieron disculpas a los pasajeros y dijeron que seguirían informando...
La niebla se fue haciendo más espesa y el Heathrow Express seguía detenido junto al pacífico cementerio. Ya casi no se podían distinguir las cruces ni las lápidas de las tumbas.
Fue algo insólito. Muy poco normal en un servicio tan puntual y eficiente, pero el tren llegó con más de una hora de retraso. Y Karl Krieger perdió su vuelo.
En la oficina de incidencias Karl se quejó de lo sucedido, pero en British Airways dejaron claro que no era su problema y que debía reclamar a la compañía ferroviaria. Ellos se limitaron a cambiarle el billete para el día siguiente, ya que el vuelo perdido era el último que salía hacia Hamburgo esa tarde. Tendría que quedarse en Londres.
Sin que él preguntase nada, una amable señora con uniforme de empleada de la compañía aérea le dijo que ella conocía un pequeño hotel cercano, en el que podría pasar la noche por solo 35 libras. Casi sin esperar la respuesta de Karl, le escribió en un papel la dirección, el teléfono y las instrucciones para llegar hasta el Heathrow Lodge, que así se llamaba el lugar recomendado.
–Deberían darme una comisión por esto que hago –comentó, como hablando consigo misma, mientras esbozaba una leve y misteriosa sonrisa.
Karl Krieger estaba furioso, pero su cansancio era, aún, mayor y decidió hacer caso a la extraña y servicial empleada, de origen indio, pero cuyo excelente acento inglés inspiró una total seguridad al atribulado viajero.
Así que, siempre acompañado de su voluminosa e incómoda maleta (de la que, evidentemente, no quería separarse por nada del mundo), bajó hasta la parada número 6 y esperó la llegada del autobús 423, que, según las instrucciones, debía conducirle al 556 de Old Bath Road en pocos minutos.
Pero Karl estaba tan agotado que no reparó en que el primer autobús en llegar a la parada era de otra línea y se subió a él. Cuando quiso darse cuenta, era demasiado tarde. Se bajó en cuanto pudo y trató de seguir las confusas indicaciones que acababa de darle el conductor en mitad de una noche, ya sumida en una espesa y húmeda niebla.
Nadie pasaba por allí, su sensación de estar en el fin del mundo se acrecentaba por las difusas luces del aeropuerto, allá en la distancia. Tras unos cuarenta minutos de vagar, perdido, por una zona que debía llamarse Longford (al menos, eso decía el único cartel que vio), la siniestra y mortecina luz de un cartel roto apareció frente a él. Solo se leía 'Lodge', porque el 'Heathrow' que lo precedía estaba apagado.
La casa le recordó a las de los viejos moteles que aparecen en cualquier película policiaca americana de serie B. Dudó, pero no tenía fuerzas ni ganas para volver a extraviarse por semejantes parajes entre aquella desagradable niebla, por lo que, con más necesidad que ánimo, atravesó la puerta del supuesto hotel.
Lo que se encontró era peor de lo esperado. Karl era un hombre acostumbrado a viajar por todo el mundo y, en particular, por apartadas regiones de China o India, pero aquello no lo había visto nunca.
Tres personas se agolpaban sobre un destartalado mostrador, de un color indefinido que algún día debió ser blanco. La recepción era eso, un mostrador de plástico viejo, situado al final de un pasillo estrecho y mugriento, iluminado por un mortecino y parpadeante tubo fluorescente. Una mujer de raza negra, descalza y medio cubierta por unos extraños ropajes, gritaba a un empleado que no levantaba la vista de lo que Karl suponía que era una mesa. Junto a ella, un hombre muy alto y corpulento, de manos destrozadas y temblorosas, se quejaba de que su llave era incapaz de abrir la puerta de su habitación... parecía estar bajo los efectos del alcohol o de alguna droga y hablaba con gran dificultad.
El tercer personaje era un inglés de aspecto normal. Estaba exigiendo la devolución de su dinero. No quería quedarse allí. Parecía muy nervioso y decía que su mujer estaba muy alterada y asustada...
Todo sucedía a la vez. El empleado, de raza india (como la señora del aeropuerto) no contestaba a nadie. Ni siquiera les miraba. Karl estaba ya apoyado en el desvencijado mostrador y tenía el pasaporte en la mano cuando preguntó al inglés por los motivos de sus quejas.
–No podemos quedarnos aquí, no podemos. –dijo, moviendo la cabeza –Me da igual si no me devuelven el dinero... nos vamos, nos vamos.
Karl soltó un momento el pasaporte y se mesó los cabellos. Estaba agotado y al día siguiente tenía que levantarse muy temprano si no quería perder, otra vez, su vuelo, que salía poco después de las siete de la mañana.
El inglés salió corriendo, sin esperar respuesta del recepcionista, que parecía no ver ni oír lo que sucedía frente a él. Entretanto, la mujer negra dejó de gritar, dio media vuelta y subió, apresurada, por unas empinadas escaleras que habían pasado desapercibidas hasta el momento para Karl. Antes de desaparecer en la oscuridad, al final del tramo, se volvió y miró hacia abajo. Sus ojos parecían ser totalmente blancos, sin iris ni pupilas...
Esta última visión, junto con la de la cara del gigante drogado, que le miraba con una sonrisa nada tranquilizadora, fueron demasiado para Karl. Tan cansado estaba que necesitó la fuerza de sus dos manos para tirar de su maleta, pero, sin pensarlo más, salió de aquel siniestro tugurio y se adentró, de nuevo, en la espesa niebla del exterior.
Caminó, con prisa, durante más de media hora, sin volver la vista atrás ni una sola vez, guiado por las difusas luces del aeropuerto. Al doblar una esquina, nada más pasar frente a la alambrada que protegía la cabecera de pista, un autobús surgió de entre la niebla y casi se lo lleva por delante.
–Scheisse! –chilló, asustado, pegando un salto hacia la alambrada.
No había sido culpa del autobús. Aturdido y sin visibilidad, iba andando por la calzada. Ni siquiera sabía si había acera o una simple cuneta junto a la carretera.
Aún no se había repuesto del tremendo susto cuando, tras unos pocos minutos más de marcha, la cercanía y mayor claridad de las luces le indicaron que ya estaba próximo a la terminal.
Entonces fue cuando se dio cuenta.
–Der Pass! –gimió en voz muy alta, aunque solo se lo decía a sí mismo, golpeándose con una mano en la frente.
Soltó la maleta y rebuscó por todos sus bolsillos. No estaba en ninguno. ¡Se había dejado el pasaporte sobre el mostrador del maldito hotel!
De pronto, una imagen casi fotográfica le vino a la mente. Recordó que su pasaporte estaba sobre el mostrador y que el hombre de la recepción había deslizado un papel sobre él cuando Karl lo había soltado un instante para pasarse la mano, nervioso, por un pelo imaginariamente revuelto. Después, todo sucedió tan rápido que olvidó que lo primero que había hecho al entrar en el Heathrow Lodge era repetir esa estúpida y mecánica manía suya de sacar el pasaporte cada vez que se acercaba a la recepción de un hotel.
Desde luego, tenía que recuperarlo... si podía, claro, porque no descartaba que ya estuviese en poder de algún traficante paquistaní de documentos, dispuesto a enviarlo de inmediato, junto con otra documentación robada, a Karachi o, incluso, a Kabul.
Krieger miró su reloj. Las once y cuarto. Su vuelo despegaba a las siete y cinco. Mascullando juramentos que harían enrojecer a los estibadores del puerto de Hamburgo y blasfemias tan soeces que ni él mismo llegaba a entender su verdadero significado, Karl pegó un violento tirón a su maleta y, girando ciento ochenta grados sobre sus talones, se perdió, de nuevo, en la niebla de la noche.
A la mañana siguiente, el vuelo BA 0964, con destino a Hamburgo, estaba a punto de cerrar el embarque por la puerta número 12 de la Terminal 5 de Heathrow. La empleada dio un último vistazo a la lista de pasajeros, cogió el micrófono y advirtió, en tono conminatorio y autoritario:
–Esta es la última llamada para el pasajero Karl Krieger, con destino a Hamburgo. Acuda inmediatamente a la puerta número 12. Pasajero Karl Krieger, con destino a Hamburgo.
Unos minutos después, a las siete y cinco de la mañana, el vuelo BA 0964, despegaba puntual y pasaba sobre las luces de la cabecera de pista.
A bordo del Airbus A319 de British Airways, nadie echaba de menos al único pasajero que no se había presentado. En la cabina se escuchaba la voz de la sobrecargo:
–Bienvenidos a bordo de este vuelo de la compañía British Airways, con destino a Hamburgo. La duración del vuelo será de una hora y treinta y cinco minutos...
Nota del autor: Heathrow Express 5:25 pm es un relato basado en una historia real.