viernes, 20 de noviembre de 2015

Canterbury, sin cuentos

Hace tanto tiempo de mi último viaje a Canterbury, que el recuerdo que guardo de ella debe estar, necesariamente, desvaído por el paso de los años.
Sin embargo, sé bien que me gustó ese lugar pequeño y bien cuidado, que hace gala de esa acertada tradición inglesa de combinar con acierto lo antiguo y lo moderno.
Porque, aunque es indiscutible que la historia, dominada por su imponente catedral, es lo más sobresaliente de esta población del condado de Kent, sus animadas calles, restaurantes y tiendas, ayudan a que el viajero se sienta feliz paseando por uno de rincones con más solera de toda Inglaterra.

En Canterbury está siempre presente la memoria de dos santos muy conocidos: San Agustín, evangelizador de los anglosajones del sur de Gran Bretaña a finales del siglo VI, y Santo Tomás Becket, el arzobispo de Canterbury asesinado en su catedral en 1170.

Bell Harry Tower (Catedral de Canterbury)

Allí está la iglesia parroquial más antigua de Inglaterra, St Martin, en la que el propio San Agustín oficiaba hasta que fue edificada la catedral, sede del primado de Inglaterra y líder espiritual de la iglesia anglicana. El obispado de Canterbury es el decano de todo el Reino Unido.
La impresionante construcción que hoy vemos, de estilo gótico inglés y con su alta y famosa torre (Bell Harry) presidiendo el monumento, está levantada sobre los sucesivos restos de sus predecesoras y quién sabe si de otros templos anteriores, ya que, como hemos dicho antes, Canterbury es una población cuya fundación como asentamiento humano se pierde en la noche de los tiempos.
Esta gran catedral ha sido destino de peregrinos desde tiempos medievales y forma, junto con la mencionada iglesia de St Martin y la abadía de San Agustín (fundada por el propio santo al poco tiempo de su llegada), el conjunto declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1988.


Muchos son los vestigios medievales en Canterbury, una atractiva ciudad de proporciones reducidas, situada a unos noventa kilómetros de Londres y, por tanto, muy cómoda de visitar cuando se está en la capital británica. 
Y esto es algo que, paradójicamente, no suele hacerse con frecuencia, ya que el tirón de la gran metrópoli es tan fuerte que imposibilita a muchos visitantes para el recomendable ejercicio de abandonarla temporalmente por otros destinos próximos, muy reconfortantes. Y Canterbury lo es. O, al menos, lo era hace cuarenta o cincuenta años, lo que me hace suponer que lo sigue siendo.

Claustro de la catedral
Se me olvidaba que Canterbury tiene un castillo normando (en ruinas) que fue alojamiento transitorio de reyes, contribuyendo, junto a los mejor conservados de Dover y Rochester a la reconocida fama de las fortalezas de Kent.

Con lo que nunca me he sentido muy identificado es con la popularidad de la celebrada obra de  Geoffrey Chaucer, 'Los cuentos de Canterbury', considerada una de las más importantes de la literatura inglesa. Puede que haya sido como consecuencia de haber visto la película de Pasolini antes de leer los cuentos (aclamada por la crítica, en su momento -1972-, y que a mí me pareció una segunda parte, más aburrida, de su algo pesado 'Decamerón').
Desde luego, no voy a ser yo quien critique a esta gloria de las letras medievales, cuya principal virtud reside (para mí, claro) en su antigüedad, pero tampoco seré defensor de unos cuentos que no me entusiasman. Ahora bien, reconozco haber visto excelentes y cuidadas ediciones editoriales, bellamente ilustradas, que merecen un lugar en cualquier biblioteca. Y es que ya sabemos que un libro es mucho más que las historias (en este caso, en plural) que cuentan las letras contenidas en sus páginas.

Abadía de San Agustín

Sí me causó especial emoción estar en el lugar exacto en el que fue decapitado Tomás Becket, aunque no fue por una especial afinidad espiritual con sus principios (difíciles de juzgar con la enorme distancia temporal que nos separa de él y de sus contemporáneos Enrique II de Inglaterra y el papa Alejandro III), condicionados por las tremendas luchas de poder de una época convulsa, en la que las fronteras entre religión y estado eran difusas, sino porque tenía muy viva en mi memoria la extraordinaria representación que de la tragedia de T. S. Eliot, 'Asesinato en la catedral', tuvo lugar en el gran teatro del Ramiro de Maeztu de Madrid en 1964, con motivo de sus bodas de plata.
La obra había sido protagonizada (en el papel de Tomás Becket) por el profesor del instituto, Marciano Cuesta Polo, con dirección de Salvador Salazar. Con toda probabilidad, el mejor montaje que se ha puesto en escena en ese magnífico teatro. Pedro Díez del Corral, el inolvidable niño de 'Del rosa al amarillo', fue uno de los actores en esa función.

'Asesinato en la catedral', de T. S. Eliot, (Instituto Ramiro de Maeztu, 1964).
En la foto: Joaquín Rodríguez, Carlos Falcones, Marciano Cuesta, José María Plans e Ignacio Tofiño.

Había dicho al principio que uno de los placeres de Canterbury es pasear por sus calles.
High St y su continuación, St Peters St, son calles peatonales bonitas y concurridas, pero dudo que hayan superado la dura prueba de resistirse al empuje del auge comercial de las franquicias y las marcas internacionales. Donde sí es posible que se hayan mantenido en es en la alternativa King's Mile, que sigue manteniendo su identidad de defensora del pequeño comercio local e independiente. Y, además, sus tiendas no están solas, sino bien acompañadas por acogedores cafés, restaurantes y pubs, en los que disfrutar de la vieja atmósfera de un pueblo que lucha por respetar sus vínculos con una época en la que viajar a esa Inglaterra ajena a las grandes ciudades que siempre entendió que la modernidad pasaba por respetar lo bueno del pasado.
















Floristería en King's Mile

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