jueves, 13 de diciembre de 2012

Volverás a Sorrento

Qui dove il mare luccica/E tira forte il vento/Sulla vecchia terazza/Davanti al golfo di Surriento/Un uomo abbraccia una ragazza/Dopo che aveva pianto/Poi si sciarisce la voce/E ricomincia il canto...

Así comienza 'Caruso', una de las mejores canciones de Lucio Dalla, que en la versión de Pavarotti alcanza su máxima expresión lírica.
Quien ha visitado Sorrento y se ha asomado a una de esas viejas terrazas, con Nápoles al fondo y el Vesubio a su derecha, tiene que estar de acuerdo conmigo en que Dalla, Pavarotti y Caruso son el complemento perfecto de una de las más impresionantes vistas del Mediterráneo que podamos contemplar.

La costa de Sorrento
Y eso que la música y Sorrento son dos eternos compañeros. Si la del Grand Hotel Excelsior Vittoria es la terraza ideal para escuchar 'Caruso', la del Imperial Hotel Tramontano es la apropiada para disfrutar de la enorme composición de Ernesto de Curtis 'Torna a Surriento' (Sorrento, en napolitano). Dicen que fue en ella, precisamente, en la que compuso su célebre partitura.

Para llegar a Sorrento lo mejor es embarcar en el Molo Beverello de Nápoles y atravesar el golfo en poco más de media hora. El viaje merece la pena, ya que por la banda de babor tendremos extraordinarias vistas del Vesubio y, a medida que nos vamos acercando, nos dejaremos impresionar por los imponentes acantilados sobre los que alza la ciudad. Claro que también se puede ir en coche, bordeando la costa, en cuyo caso no deberíamos dejar de hacer una parada para visitar las ruinas de Pompeya.

Sulla vecchia terazza...
Sorrento es una agradable ciudad que nos sorprenderá por su orden y limpieza (sobre todo si venimos de la caótica Nápoles). Pese a su enorme atractivo turístico, cuenta con varias zonas residenciales elegantes y bien cuidadas, con bonitos jardines y suficientes áreas comerciales, bien integradas en un estilo de urbanismo clásico y mucho más actual de lo que suele esperar el visitante.
Con independencia de otros destinos próximos, que tanto atraen al viajero con su poderosa y justificada fuerza (Capri, Positano, Amalfi, Ravello...), la propia Sorrento y sus alrededores inmediatos bien merecen una reposada estancia.
Su gran atractivo es el mar, que desde sus enormes acantilados alcanza dimensiones colosales, pero también tiene pequeños rincones, menos grandiosos pero muy apetecibles. A mí me encanta la llamada Marina Grande (que, en realidad, es bastante reducida de tamaño... incluso creo que es más pequeña que la Marina Piccola), una playa tranquila y recogida, en la que no faltan algunas trattorias marineras y varios establecimientos balnearios de pacífica belleza. Mi favorito son los Bagni Delfino, con sus tumbonas sobre el pontón y su buen restaurante sobre el agua.

Marina Grande
La gastronomía sorrentina es buena por naturaleza. Como en casi toda la región de Campania. Es difícil resistirse a unos gnocchi alla sorrentina o a una parmigiana di melenzane.

Hoteles hay muchos. Dos de los mejores (caros, eso sí) ya los hemos mencionado (Grand Hotel Excelsior Vittoria e Imperial Hotel Tramontano), ambos con bonitos jardines, terrazas sobre los acantilados y habitaciones con vistas asombrosas.
Sin embargo, yo destaco, sobre todos ellos, a La Minervetta. Un hotel singular y extraordinario, colgado (literalmente) sobre la Marina Grande. Solo tiene unas pocas habitaciones, pero todas ellas diferentes y con enormes ventanales desde los que asistimos al espectáculo más descomunal de la tremenda cornisa sorrentina. El hotel es genial. Se accede a él desde el parking, que está sobre el techo. La recepción y los salones de la planta superior (que es la principal) tienen una decoración extraordinaria y muy especial, llena de piezas de artesanía, cerámica, libros y detalles originales, todos de un colorido deslumbrante. Al fondo, comunicada con los salones, se encuentra la cocina, donde todas las mañanas se preparan unos fantásticos desayunos que se sirven en la gran terraza sobre el mar, frente a la majestuosa silueta del Vesubio...
La cocina de La Minervetta

La vida en Sorrento es buena y amable, algo que pronto percibe quien pasea por sus calles y jardines. Toda la vertiente septentrional de su península está repleta de lugares acogedores, como Sant'Agnello o Piano de Sorrento, y su historia y tradición cultural son notables.
Aquí nació el gran poeta Torquato Tasso y muchas leyendas griegas o romanas aseguran que en sus costas habitaban las sirenas.
Bizantinos, normandos y aragoneses dejaron su huella en estas costas, contribuyendo a conformar el espíritu de una tierra que mira al mar y nos invita a volver, utilizando su belleza y la nostalgia que transmiten esos atardeceres desde sus terrazas, colgadas sobre los sueños, como reclamo infalible para que siempre queramos regresar a Sorrento.

La Minervetta
Entretanto, convertidos en nuevos carusos imaginarios, seguiremos empeñados en cantar, mientras nuestras lágrimas vuelan al viento sobre los acantilados, la melodía interminable que una sirena nos dejó en el alma.

...Te voglio bene assai/Ma tanto tanto bene sai/E' una catena ormai/E scioglie il sangue dint'e vene sai...


miércoles, 5 de diciembre de 2012

St. John, US Virgin Islands

Me gustaban los tiempos en los que se podía llegar volando a St. John desde Puerto Rico. Recuerdo bien aquel viejo y pequeño hidroavión que amerizaba frente a Cruz Bay, ya que la isla carece de aeropuerto.
Desde luego era mucho más eficaz y atractivo si, como es lo habitual, el viaje se iniciaba en San Juan de Puerto Rico, aunque hay que reconocer que la fragilidad de aquellas muy veteranas aeronaves exigía ciertas dosis de osadía a los arriesgados pasajeros.
Hoy es preciso volar a Charlotte Amalie, en St. Thomas, y hacer desde allí el recorrido por mar hasta St. John.

Virgin Islands National Park
Pero, en cualquier caso, habrá merecido la pena porque esta isla es, sin duda, una de las más bellas y bien conservadas del Caribe. Y lo es, sobre todo, porque poco ha cambiado su casi impoluta naturaleza desde que la descubriera Cristóbal Colón en su segundo viaje. Dos terceras partes de ella pertenecen al Virgin Islands National Park, circunstancia nada ajena a la casi perfecta armonía natural que nos ofrece, pese al elevado número de visitantes que recibe.

Cruz Bay, la puerta de entrada al paraíso de St. John, es la capital de la isla, si bien es cierto que sería muy inapropiado llamarla ciudad. Más bien es un conjunto de pequeñas casas diseminadas entre el puerto y las suaves colinas que lo rodean, en un paisaje enmarcado por la abundante vegetación que caracteriza a toda la isla. Simpáticos bares y restaurantes, algunas tiendas, galerías de arte y otros comercios, salpicados frente al minúsculo puerto,dan la bienvenida al afortunado visitante.

Desde aquí tomaremos uno de sus grandes y alegres taxis colectivos, el mejor método de transporte para moverse por St. John y nos trasladaremos a nuestro lugar de alojamiento. No hay muchos hoteles en la isla y, sin duda, el mejor es Caneel Bay.
Caneel Bay
Caneel Bay está situado en una pequeña península, muy cerca de Cruz Bay y rodeado por el Virgin Islands National Park. Tiene su propio servicio de ferry desde St. Thomas y también está conectado por mar con Cruz Bay. Sus habitaciones son excelentes, tranquilas y muy cómodas. Y, desde luego, no tienen teléfono, televisión ni aire acondicionado (sustituido con evidente ventaja por grandes ventiladores en el techo). Desde muchas de ellas se accede, directamente, a pequeñas playas privadas de aguas cálidas y transparentes, en las que nos sentiremos lejos de todo y cerca de nosotros mismos. Por las noches, el suave arrullo del mar será lo único que escucharemos.

Trunk Bay
Las playas de St. John son excepcionales, pero todos sabemos que su mayor y más conocida atracción es  Trunk Bay, considerada por muchos como la playa más bella del mundo. Y la verdad es que, lo sea o no, sus méritos para optar al título son, sin duda, abundantes. Pocas veces veremos arenas tan blancas, finas y limpias o aguas de un color turquesa tan intenso. El paisaje que la rodea acaba de completar el espectacular cuadro natural.
Hay otras playas dignas de ser disfrutadas, como Cinnamon Bay, Hawksnest Beach o Jumble Bay. Cualquiera de ellas nos parecerá única y maravillosa por muy exigentes que queramos ser al juzgar su inmaculada belleza.

Sir Francis Drake Channel
Son memorables los paseos por St. John y es curioso visitar los restos de sus viejas plantaciones de azúcar, como The Annaberg Sugar Plantation, que nos remonta a los tiempos de la primera colonia danesa, o los petroglifos de los indios arawak, visibles a lo largo del Reef Bay Trail, uno de los muchos e interesantes recorridos a pie que nos ofrece la isla.
Pero a mí lo que más me impresiona es la vista que nos brinda el llamado Sir Francis Drake Channel desde la costa este. Navegar a vela por esa obra maestra de la naturaleza, entre Tórtola y las pequeñas islas que lo protegen por el sur, es uno de los mayores placeres que un viajero (ya sea turista o pirata) puede experimentar en su vida.


St. John es, también, un lugar ideal para los amantes de la vida submarina, ya que sus aguas coralinas dan cobijo a multitud de especies y proporcionan una alternativa que rivaliza en atractivos a lo que podemos observar sobre la superficie. Su litoral es apto para todos los niveles, desde los más avanzados a los debutantes, quienes disfrutarán sin necesidad de apartarse muchos metros de la orilla.


Y, una vez aquí, en el corazón de las Islas Vírgenes Americanas, nos apetecerá continuar viaje para conocer St. Croix, Tórtola o Virgin Gorda (estas dos últimas ya en las Islas Vírgenes Británicas). Pero, si no tenemos tiempo para tanto, al menos habremos conocido la joya de las Once Mil Vírgenes, como las bautizó Colón en 1493.



Si el gran almirante de las Indias volviera a ver hoy la isla de St. John, comprobaría que apenas ha cambiado en estos más de cinco siglos. Estamos todos de suerte.

viernes, 23 de noviembre de 2012

Cannes, Niza y mucho más


Niza
Niza es la capital de la Costa Azul, así que empezaré por hablar de ella, al contrario de lo enunciado en el título.
La imagen que tenemos de ella no es la de una ciudad muy grande, pero lo es. Su principal belleza reside en su largo paseo marítimo, la Promenade des Anglais, que se puede recorrer en coche de punta a punta.
A mitad del paseo está el célebre hotel Negresco, que nos habla de los viejos tiempos de la ciudad. Para muchos siempre fue extraordinario, pero los más sensatos lo consideraban demasiado recargado, pasado de moda y con exceso de cortinas, colchas, alfombras y tapices. Suponemos que era del gusto de Napoleón, pero a mí lo que de verdad me impresionaba era su portero (no sé si seguirá todavía en su puesto), mucho más llamativo que el relevo de la guardia en el Buckingham Palace. Hoy está totalmente renovado y es un hotel lujoso y elegante que merece la pena visitar.

Atardecer en el puerto de Niza
Si nos bajamos del coche para ver de cerca su playa, comprobaremos que sería fantástica si, en vez de gruesos cantos rodados que destrozan los pies de los bañistas, tuviera arena.
Ya al final del paseo, llegamos a la Vieja Niza, una zona recuperada y muy agradable para pasear y tomar algo en una de sus simpáticas terrazas, en una de las cuales, mi amigo Agustín se tomó unos magníficos spaghetti a la vongole, durante uno de mis primeros viajes a Niza, allá por el lejano 1973.
Niza tiene interesantes museos de arte moderno, bonitas plazas y parques, así como algunas calles peatonales con tiendas animadas, pero, en general, nos deja una impresión de ciudad grande en un entorno privilegiado.
Desde el castillo (junto al puerto) y, sobre todo, desde Mont Alban (a la salida de la ciudad hacia Mónaco, por la costa), podemos disfrutar de magníficas vistas.

Cannes es la otra gran referencia de la Costa Azul, mundialmente conocida por su festival de cine y el destino predilecto de los creativos publicitarios todos los meses de junio (ver Cannes era una Fiesta).

El Carlton de Cannes
Si venimos (como es recomendable) por la autopista A8, atravesaremos Le Cannet (solo por un cartel sabremos dónde termina Le Cannet y empieza Cannes) por el bulevar Carnot, dejando a nuestra izquierda el atractivo liceo del mismo nombre (al ver sus bonitos jardines tendremos la tentación de pensar que allí la vida escolar se hace más llevadera). Al final del bulevar Carnot, las calles se estrechan y dudamos por cuál de ellas seguir, pero no hay problema porque siempre recto (más o menos) y hacia abajo, desembocamos frente a la mole del nuevo (ya no tanto, pues se inauguró en 1982) Palacio de Festivales (quienes critican al donostiarra Kursaal de Moneo deberían dar un vistazo imparcial a este poco agraciado mamotreto faraónico - con perdón de los antiguos egipcios -, un tanto deforme y carente de gracia). No sé si a alguien le gusta. Para mí es, simplemente, feo.

A la derecha del Palacio de Festivales tenemos el puerto y el Viejo Cannes. Y, a la izquierda su celebérrimo bulevar de La Croisette, repleto de hoteles y apartamentos lujosos (o, por lo menos, caros).
Kelly y Hitchcock en Cannes (1954)
Los tres grandes hoteles de La Croisette son: el Majestic (donde se suelen alojar los jurados de los festivales, por su proximidad con el Palacio), el Carlton (el más elegante y llamativo) y el Martinez (preferido por los españoles y latinos).
Hay otros, como el Gray D'Albion, el JW Marriott... pero son más modernos, más feos y con menos tradición.
El paseo a pie (se puede hacer primero en coche y, luego, andando) por la Croisette es obligado (el coche se puede dejar en el gran parking subterráneo que hay bajo el Palacio de Festivales). Desde aquí observaremos como la playa de Cannes es casi invisible para el paseante, pues solo se llegan a ver los pequeños trozos de arena de las dos playas públicas (una al principio y otra al final de La Croisette), el resto es una sucesión de chiringuitos bien cuidados y hamacas encajonadas (la más cotizada es la playa del Carlton), jalonados por dos o tres pontones que se adentran en las poco apetecibles aguas (limpias, pero un tanto turbias). A estas alturas ya nos habremos dado cuenta que a Cannes no se viene a bañarse en la playa. Entre otras cosas, porque, a pesar de su gran bahía, apenas hay playa, propiamente dicha, en la que bañarse.
Lo que sí hay es muchos sitios en los que comer. En el puerto recomendamos Gaston et Gastounette. Muy buena es la comida de Le Caveau, justo detrás del parque que está frente al puerto, aunque no tiene vista al mar.
En la Croisette teníamos una terraza con extraordinarias vistas que poca gente conocía. Se trataba de la terraza del restaurante La Scala, en la primera planta del que fuera hotel Noga Hilton (ahora JW Marriott). El restaurante ha cambiado de nombre y tipo de cocina, pero mantiene lo mejor, que es su terraza. Adentrarse en este hotel requiere unas buenas dosis de serenidad, porque es tan horroroso que sería el último en el que se nos ocurriría entrar, pero la vista es la mejor de La Croisette.
Otros sitios aconsejables (porque son tradicionales, no por los abusivos precios) son la terraza Le Festival para desayunar (en cuanto te descuidas ya no hay desayunos y te quieren dar de comer), junto al Carlton, y la del bar del propio Carlton, para tomar un té por la tarde. La Palme d'Or, en el hotel Martinez, es un excelente restaurante para cenar en el centro de Cannes, siempre que nuestro corazón sea lo suficientemente fuerte como para soportar la impresión que nos causará la factura, claro está.

Islas de Lérins
Frente a Cannes están las islas de Lérins, de las que la más bonita es la de San Honorato
Aunque las estamos viendo, no nos damos cuenta de que son islas, porque parecen continuación de la costa por la parte de la Punta de La Croisette. Cada hora salen barcos del puerto (veinte minutos de viaje) hacia las islas, uno de cuyos principales atractivos, el mejor restaurante del mundo para comer langosta (Chez Frédéric), ha desparecido hace unos años, terminada la concesión que tenía de los monjes propietarios de la isla. Ahora existe en su lugar un agradable restaurante llamado La Tonnelle. Y siempre quedan los tranquilos campos de lavanda, la pequeña abadía cisterciense y la fortaleza sobre el mar en la que estuvo encarcelado once años el misterioso hombre de la máscara de hierro. Sus aguas son limpias y transparentes, así que merece la pena encontrar tiempo para visitarlas...


Tampoco hay que perderse el cercano pueblo de Mougins. Volviendo por el bulevar Carnot, pasamos sobre la autopista por el mismo punto donde la dejamos para bajar a Cannes y bordeamos la rotonda para tomar dirección a este pequeño y pintoresco pueblo.

Village de Mougins
Mougins es una villa de artistas (aquí vivió Picasso) y restaurantes. El más famoso es el Moulin de Mougins (entre Mougins y Le Cannet), que fue uno de los mejores del mundo durante el reinado en sus fogones del legendario Roger Vergé. Hoy sigue siendo bueno, pero no es lo mismo sin el gran Roger. Más cerca del pueblo tenemos La Ferme de Mougins, con un bonito jardín (que se llena de mosquitos al caer la tarde) y precios razonables. Arriba, en lo que llaman el village, tenemos muchos otros, muy agradables todos, como Les Muscadins o L'Amandier.
Al llegar a Mougins es imprescindible dejar el coche en un gran estacionamiento al aire libre que hay justo a la entrada del village.

Hôtel du Cap-Eden-Roc
Si salimos de Cannes por la costa, en dirección a Niza y sin subir hasta la autopista, llegamos muy pronto a la que fue otra legendaria perla de la Costa Azul: Juan-les-Pins.
La que fuera (hace ya muchos años) fortaleza de la jet, es hoy un animado pueblo de vacaciones, con mucha más animación nocturna que Cannes, pero un tanto vulgarizado.
Sus veraneantes no están momificados, como en Cannes, sino que, más bien, son de ese estilo que se suele llamar "joven" y que, en realidad, quiere decir vulgar, tirando a hortera. Pero el pueblo fue un lugar privilegiado y algo de eso se sigue notando, una vez superadas las tremendas terrazas de música brasileña que "animan" el centro urbano...
Tiene un elegante y pequeño hotel, Juana, cuyo restaurante, La Terrasse, fue uno de los mejores de Francia, hoy venido a menos. Otro hotel, próximo al Juana, que a mí, por motivos personales, me gusta especialmente es el Sainte-Valérie, muy tranquilo y con un agradable jardín.
Si hemos llegado hasta aquí, debemos seguir por la costa, bordeando el cabo, con sus magníficas vistas y pasando junto al muy exclusivo Hôtel du Cap-Eden-Roc, que supera en lujo y, desde luego, en privacidad y discreción a todos los hoteles de Cannes.
Al otro lado del cabo está Antibes, vieja y amurallada ciudad fundada por los griegos, que alberga un interesante Museo Picasso. La Vieja Villa de Antibes es un lugar muy diferente a lo que se puede ver en lo que queda de costa hasta Niza (que, por cierto, más vale no verlo).

La Colombe d'Or
Otros pueblo bonitos de la zona son Grasse, la ciudad de los perfumes, Cagnes-sur-Mer (a la izquierda de la autopista, camino de Niza), Vence y, sobre todo, Saint Paul de Vence. Este último (también llamado Saint Paul, a secas) está a unos cinco kilómetros de Vence y justifica no solo la visita, sino, también, la cena en un restaurante memorable: La Colombe d'Or. Su jardín provenzal (o, tal vez, romano) es único y el lugar bien pudiera haber sido un museo. Sería una verdadera lástima no tener la oportunidad de cenar allí una noche, tras haber dado un paseo por las empinadas calles de Saint Paul. Para cenar en La Colombe d'Or es imprescindible reservar (y pedir una mesa en la terraza), sentarse a la mesa antes de que anochezca y visitar el interior (también es un hotel), incluida la piscina. Eso sí, la bajada en coche hasta el parking es de infarto (solo superada por la de Casa Angelina, en Praiano, de la que ya hablaremos en otro momento) y la subida a pie hasta el restaurante requiere de una forma física envidiable...

Hay mucho más en los alrededores de Niza y Cannes, pero es difícil encontrar tiempo para visitarlo todo. Y, lo más importante, la habitual recomendación de evitar el mes de agosto se hace aquí imprescindible. Junio y septiembre son, con mucho, los mejores meses.
Que lo disfrutéis.

sábado, 3 de noviembre de 2012

Manyara: el lago de la vida

El antiguo territorio de Tanganica, que hoy ocupa la parte continental del estado de Tanzania, tras su unión con la isla de Zanzibar, es, probablemente, el gran destino natural de África. Bien es cierto que Suráfrica es espectacular y lo tiene casi todo, pero está demasiado europeizada como para disputarle a Tanzania el privilegio de ser la mejor representante de la naturaleza africana en su estado original. Y si hay que reconocer que Botswana y Namibia no están a la zaga de la antigua colonia alemana del África Oriental en cuanto a la virginidad de muchos de sus espacios naturales, es en Tanzania donde nos encontramos con esa África que todos tenemos bien definida en algún lugar de nuestra mente.

En lo que no hay duda es en que su mucho más conocida vecina del norte, Kenya, no puede resistir la comparación con la vieja Tanganica. Es probable que antes de que británicos y alemanes colonizasen, respectivamente, una y otra parte de lo que, sin duda, es una misma región geográfica, las dos fuesen muy parecidas; pero para  el viajero de hoy, una visita a Kenya es un recorrido turístico, mientras que un viaje por Tanzania es una experiencia mucho más valiosa, si lo que queremos es introducirnos en la auténtica realidad del África intemporal.

La parte continental de Tanzania es, sobre todo, conocida por sus tres grandes maravillas naturales: el Kilimanjaro, el Serengeti y el cráter del Ngorongoro. Las tres son, sin lugar a dudas, impresionantes y únicas en el mundo. A mí, personalmente, me producen siempre el mismo efecto extraordinario que me causaron la primera vez que las vi, aunque no puedo evitar un escalofrío de temor cuando pienso que lo que la naturaleza creó con millones de años de esfuerzo, el hombre puede destruirlo en unos pocos, con el simple uso indiscriminado de una de las más terroríficas armas de destrucción masiva que se han inventado: el turismo.

Pues bien, además de sus tres colosales atractivos continentales, Tanzania tiene otros muchos que, siendo menos conocidos, no dejan de ser excepcionales. Entre estos últimos, mi favorito es el lago Manyara.

Lago Manyara
El Parque Nacional del Lago Manyara es una de las joyas naturales más singulares del país. Está, más o menos, a mitad de camino entre Arusha (la capital turística del país) y el cráter del Ngorongoro y, aunque tiene una pequeña pista de aterrizaje para avionetas, la mayor parte de sus visitantes son meros transeúntes que hacen el recorrido por carretera entre esos dos puntos. Esta circunstancia obliga a que muchos de los turistas que pasan por el lago Manyara se limiten a una breve visita de la parte del parque más próxima a su entrada, lo que les deja una impresión completamente equivocada de su grandeza y espectacularidad. Los que tienen algo más de suerte, pasan una noche en uno de los dos lodges que dominan el lago desde lo alto del acantilado que lo bordea. Eso permite unas vistas excepcionales y un paseo, un poco más largo que el de los precipitados y agotados transeúntes, a la mañana siguiente, antes de continuar en su imprescindible viaje hacia el Ngorongoro.

Lake Manyara Tree Lodge
Pero los únicos que pueden vivir el lago Manyara en toda su inagotable intensidad son aquellos afortunados que pasan dos o tres noches en el único lodge que hay dentro del parque, justo al final del largo camino que, bordeando el lago, separa la entrada del Lake Manyara Tree Lodge. Quienes allí se hospeden, vivirán una de las experiencias más apasionantes de su vida: diez asombrosas habitaciones, literalmente colgadas de árboles de caoba, perdidas en mitad de la selva. El lodge es fantástico: naturaleza en estado puro, sin luz eléctrica por las noches, oyendo como los animales nocturnos caminan por los tejados de brezo sobre nuestras cabezas y sintiendo toda la fuerza de África en su estado más primitivo. Las cenas en el boma, los desayunos cuando apenas está clareando el día o un baño en la rústica piscina, a la vuelta del safari, no serán fáciles de olvidar, por muchos años que pasemos, a nuestra vuelta a casa, rodeados de asfalto, cemento y ladrillos.

Boma
El lago Manyara se extiende a lo largo de la parte de la falla del Great Rift Valley que lo bordea. Es un terreno largo y estrecho, con dos grandes fronteras naturales contrapuestas que lo hacen único: a uno de sus lados, las escarpadas y casi verticales laderas de la falla y, al otro, el inmenso lago, tranquilo y blanco cuando sus aguas bajan en la temporada seca, aunque casi siempre manchado de grandes superficies rosas, dibujadas por los millares de flamencos que habitan sus orillas.
El escenario es sobrecogedor: rocas cortadas a pico, vegetación exuberante, el infinito espejo de las inmóviles aguas del lago...

León trepador de Manyara
Casi toda la fauna africana está presente en el parque, pero lo más destacado de ella son los raros leones trepadores, una especie autóctona y sorprendente que acostumbra a descansar sobre las ramas de los árboles, haciendo gala de un estilo más propio de leopardos que de leones.
Y por si todo esto fuera poco, el parque es el paraíso de las aves. Exagerando muy poco, podría decirse que no hay ni una sola especie (se han contado hasta 387) de las muchas existentes en el África Oriental que no pueda verse a orillas del Manyara.

No lejos del borde del lago, bien indicados por unas calaveras de búfalo, se encuentran unos manantiales termales que empapan con sus cálidas aguas la llanura que se extiende entre las rocas y la franja de arena blanca que bordea el lago, creando un hábitat muy especial para las aves acuáticas, los reptiles y mamíferos de todos los tamaños.
Los elefantes son muy abundantes, como también lo son búfalos, hipopótamos, jirafas, facóqueros, babuinos...
Entre los antílopes nos llaman la atención los pequeños klipspringers, siempre dominando orgullosamente alguna roca de la que parecen propietarios exclusivos.

Ningún amante de la naturaleza quedará defraudado de esta visita, antes bien, su recuerdo se quedará grabado en su espíritu para siempre, pero seguid mi consejo: quien tenga la oportunidad de visitar el Parque Nacional del Lago Manyara, que no deje de hacerlo con el tiempo necesario para conocerlo en profundidad, porque si se limita a un breve paseo motorizado, como sugieren muchos de los itinerarios turísticos, se habrá perdido una de las grandes maravillas de la naturaleza africana... el lago de la vida.

viernes, 26 de octubre de 2012

Venecia en otoño

Fui por primera vez a Venecia hace casi cincuenta años. Ya sé que, dicho así, parece mucho tiempo, pero, en realidad, no es tanto... y para ella no es apenas nada.

Como es lógico, algunos recuerdos de aquel viaje los tengo casi perdidos, pero otros, curiosamente, se me han quedado grabados. Y también conservo una muy interesante correspondencia con mis padres de aquellos días. Un día hablaré de esas y otras cartas.
Yo podría asegurar que pequeñas embarcaciones de vela latina navegaban por el Gran Canal. Al menos, a mí me parece que las vi. Es la única imagen diferente que guardo de una ciudad por la que parecen no haber pasado los años en otoño.

Y digo en otoño, porque en verano sí se nota el terrible paso del tiempo. Del tiempo y de las compactas multitudes que fluyen, obsesivas, entre Rialto y San Marco, cual marabunta multicolor y pueblerina.

Está claro que en otoño no es tan grave. Desde luego que hay turistas, claro, pero en muchas zonas y, sobre todo, a ciertas horas, casi están desaparecidos.
Es entonces cuando la vieja capital de la Serenissima alcanza su verdadera dimensión, en su más alta cota de tristeza escénica. Mahler parece sonar en cada esquina y la sombra de Visconti y Mann se refleja en los pequeños canales y en las vacías playas del Lido.

Recuerdo, con claridad, el hotel Bauer, junto a la fantasmagórica aparición nocturna de la iglesia de San Moise'. Una góndola recogía en su puerta lateral a una pareja muy joven. Tan joven que ella parecía casi una niña, de larga y ondulada melena rubia y grandes ojos azules. El gondolero también era joven y guapo. Muchas veces me he preguntado qué habrá sido de él...


He vuelto tantas veces a Venecia que confundo mis viajes. Todos me parecen el mismo. De hecho, creo que nunca he llegado a irme de allí. Siempre me parece que estoy visitando aquella gran exposición de Canaletto en la isla de San Giorgio, tomando el té en el Caffè Florian, comiendo al aire libre en la terraza del Monaco, cenando en Harry's Bar o asistiendo a una representación de Il Trovatore en La Fenice.

Reconozco que me gusta ir a pasear al Lido y comer en Torcello durante el verano. Y que la primavera veneciana, tras su agobiante Carnaval, en el que esperas encontrarte a Mozart en cada esquina, está llena de rincones interesantes y de atractivas promesas efímeras vestidas de rojo anaranjado debajo de una sonrisa que se vende al mejor precio, pero es en otoño e, incluso, en invierno, cuando las islas de la antigua república del Adriático nos muestran su verdadera y profunda magnitud. Solo entonces podemos apreciar, en nuestras largas caminatas por San Polo o por los alrededores de la Madonna dell'Orto, la centenaria tristeza solitaria de una calle (que no via) o esa luz acerada y eterna que se refleja en los pequeños canales.



Cuando muere la tarde, acompañada por una suave neblina, o en esas mañanas grises de lenta y fina lluvia, Venecia se envuelve sobre sí misma y parece como si la noble piedra de sus viejos palacios nos devolviese la mirada, empapando nuestro ánimo de las notas de la música de Tomaso Albinoni, que resuenan en nuestros oídos, siempre en clave de sol menor, con esa tonalidad dulce y melancólica que nos regalan las gotas de lluvia al caer, armónicamente, sobre el suelo empedrado del Campo dei Frari.

Mi restaurante favorito es la Osteria Al Mascaron, a pocos pasos de Santa Maria Formosa, en uno de cuyos muros está la máscara labrada en piedra que le da nombre. Es una fantástica taberna veneciana en la que hay que probar sus inigualables spaghetti all'astice (langosta) y, tras la comida, pasear sin prisa por las calles cercanas, visitando la asombrosa librería Linea d'Acqua, hasta llegar al Campo SS. Giovanni e Paolo.
Los otros tres restaurantes que no hay que dejar de conocer son la Trattoria Antiche Carampane, un lugar auténtico que no ha hecho concesión alguna al turismo; la pequeña Enoteca ai Artisti, en pleno Dorsoduro; y el imprescindible Harry's Bar, cuna del bellini y de los mejores tagliolini gratinati del mundo.

Tomaremos algo, para entrar en calor, en el Caffè dei Frari o un prosecco en una de las viejas tabernas del sestiere de Dorsoduro, pero no sin antes haber visitado al que considero mejor pintor contemporáneo veneciano, Roberto Ferruzzi, nieto del autor de la célebre Madonina, a ser posible en su propio estudio, mucho más atractivo que su cercana galería.

Desde luego, es fundamental dormir en Venecia. Es necesario disfrutar la oportunidad de recorrer sus calles y canales cuando las hordas de turistas ya la han abandonado. La propia plaza de San Marco es otra cuando la observamos por la noche, casi desierta.

No vamos a descubrir ahora los magníficos hoteles de Venecia, como el ya mencionado Bauer, el Gritti o el Danieli, pero, desde hace unos años, me inclino por una alternativa difícil de superar. Me refiero al pequeño y maravilloso Novecento que, con solo nueve habitaciones (todas diferentes, por supuesto), es la mejor opción que hoy existe para pasar la noche en la ciudad de los canales. Su primo hermano, el Hotel Flora (propiedad, como el Novecento, de la familia Romanelli) es una muy buena alternativa, sobre todo con buen tiempo, para disfrutar mejor de su bonito patio. Ambos están situados estratégicamente, a unos pasos de San Marco y la Accademia.
Me da pena que otro hotel que me gustaba mucho, La Fenice et des Artistes, se encuentre un tanto descuidado. Desayunar escuchando los cercanos ensayos del Gran Teatro La Fenice es un lujo difícil de igualar.

 Guías de Venecia hay tantas que solo voy a mencionar aquí una de las más curiosas, sobre todo por su manera de aproximarnos al mundo del gran dibujante Hugo Pratt: La Venecia Secreta de Corto Maltés. Historias e itinerarios venecianos, acompañados de buenos dibujos a pluma. Me gusta. Como me gustan los cuatro caballos de San Marco. Una noche soñé que cabalgaba sobre uno de ellos. Soñé que el caballo era blanco y que sus crines castañas volaban al viento mientras galopaba. 
Pero solo fue un sueño veneciano. Uno de esos sueños que siempre mueren  cuando, de tanto mirar hacia el futuro, el presente nos devuelve a la frontera del pasado.

Pronto volveré. Venecia en otoño... o en invierno. Tan triste como bella.

martes, 16 de octubre de 2012

Giverny, el jardín de Monet

Hay tantas cosas que hacer en París que es fácil olvidarse de Giverny.
Y, sin embargo, pocos viajes tan cortos, como el que hay que emprender desde la capital francesa hasta este pequeño pueblo bañado por el Sena, consiguen un cambio tan notable en el espíritu de quien se decide a hacerlo.

Vernon
Giverny tiene un encanto muy especial. Por algo Claude Monet lo eligió para trasladar allí su residencia y pasar en ella la mitad de su vida. Fueron más de cuarenta años los que vivió en esta pequeña localidad de la Alta Normandía el gran genio impresionista. Allí murió y bajo su tierra reposan sus restos. 
No es posible comprender la obra de Monet sin haber visitado Giverny.

Apenas tiene quinientos habitantes esta minúscula localidad, vecina de la muy antigua y bella ciudad de Vernon, que también es imprescindible visitar en nuestro viaje.
Ambas están a unos ochenta kilómetros de París, por lo que son de fácil acceso por carretera, pero es mucho más interesante hacer el viaje en ferrocarril, tal como lo hiciera el propio Monet en 1883, cuando llegó por primera vez a Giverny.
Gare Saint-Lazare
Hay que subir al tren en la Gare Saint-Lazare de París y el trayecto dura unos tres cuartos de hora, siguiendo siempre el curso del Sena, con vistas a bonitos paisajes. Desde la estación de Vernon, que es donde nos debemos bajar, hay varios métodos para llegar hasta la casa y los jardines de Monet, pero el mejor de todos es a pie, cruzando el río y disfrutando de las magníficas panorámicas de la ciudad de Vernon.

Cuando nos acercamos, siguiendo la carretera, al viejo caserón del artista es probable que nos encontremos con un buen número de resignados visitantes (todavía potenciales) que guardan cola, pacientemente, a lo largo del muro exterior del edificio. Como es habitual en tantos otros lugares, estas compactas filas de aguerridos amantes del impresionismo son mucho más largas en los meses veraniegos. Pero debemos ser comprensivos, ya que el motivo de la espera (que luego agradeceremos) es evitar que los jardines se llenen de gente, lo que, sin duda, los afearía en grado sumo. Solo van dejando entrar nuevos visitantes a medida que otros van saliendo.

Nymphéas
Si el tiempo lo recomienda, habremos caído en la dulce tentación de los helados que un oportuno carrito ofrece en las cercanías de los que aguardan, ya que es difícil que nos hayamos aventurado a abandonar nuestro valioso turno para aproximarnos a la muy atractiva terraza ajardinada que, bajo el sugerente nombre de Les Nymphéas y frente a la entrada de la casa, nos brinda la posibilidad de tomar cualquier cosa que, con toda seguridad, se nos figura apetecible. Lo que sí haremos es jurarnos a nosotros mismos que no dejaremos de visitar tan estratégicamente situado local apenas salgamos de la mansión de Monet.

Se entra a los jardines a través de la casa, agradable de ver pero incapaz de contener nuestras ansias por llegar al exterior (que, en este caso, es "interior", ya que solo puede verse desde dentro, al estar perfectamente protegido de las indiscretas vistas de quienes se encuentran fuera de la propiedad).
Le Clos Normand
Los jardines son dos espacios bien diferenciados, tanto en el estilo como en el tiempo. El primero de ellos, el Clos Normand, fue desarrollado por el pintor a partir del original de la casa, en el que introdujo grandes modificaciones, eliminando árboles y llenándolo de flores por todas partes, en una brillante mezcla de orden y libertad para las plantas. Conserva el gran paseo central, del que fueron retirados los pinos y sobre el que colocó una serie de arcos de hierro por los que trepan los rosales. El impresionante colorido de los parterres,  con la gran casa al fondo, crea rincones de sorprendente belleza casi desde cualquier ángulo.
El segundo jardín es algo más nuevo. Está construido sobre un terreno que compró Monet al otro lado de la carretera y al que se accede por un paso subterráneo. Si bien el Clos Normand está diseñado a partir de un jardín existente, este otro es de absoluta creación del artista. Es el tantas veces retratado Jardín Acuático o Japonés, que en nada se asemeja a su hermano mayor. Una de sus grandes virtudes es parecer completamente natural, cuando es todo lo contrario. En él, Monet (al parecer, con gran oposición de sus vecinos) hizo excavar un estanque, aprovechando el agua del subafluente del Sena que lo atraviesa. El estanque no es otro que el celebérrimo Estanque de los Nenúfares
El Puente Japonés
Y sobre uno de sus recodos más especiales, colocó el Puente Japonés.

El placer de la visita es inmenso y, si tenemos la suerte de haber escogido un día soleado, no querremos terminarla nunca. 
Eso sí, al salir volveremos a encontrarnos con la acogedora terraza de Les Nymphéas y no dejaremos de aprovechar esta segunda oportunidad. Ya sea para una comida ligera o para tomar el té, es el cierre perfecto para la inmersión que acabamos de hacer en el universo de Monet.




Después, el paseo de regreso hacia Vernon y un recorrido por sus viejas calles y la orilla del Sena serán el feliz final de nuestro viaje de un día. 

Nenúfares en el Jardín Acuático
Es cierto que hay algún hotel en Giverny y, por supuesto, en Vernon, pero nunca he dormido allí (lo que no quiere decir que sea una opción a desdeñar) ya que el viaje a París es tan corto que lo haremos en un suspiro. 
Uno de los muchos que se nos escaparán recordando que, por unas horas, hemos formado parte de una de las maravillas del arte moderno: los jardines impresionistas de Claude Monet.

sábado, 6 de octubre de 2012

Namib, un desierto viviente

Los desiertos me gustan. En ellos somos capaces de darnos cuenta de muchas cosas e, incluso, de recordar otras que olvidamos fácilmente en lugares más ajetreados.
Todos los que conozco me han causado una impresión intensa y profunda, capaz de acercarte a ti mismo y alejarte de lo superfluo de la vida (que es casi todo, por cierto). Pero si hay uno que me entusiasma es el de Namibia.

El Namib Desert es, según dicen, el desierto más antiguo del mundo y, sin duda, la mayor atracción natural de la impresionante Namibia. Se extiende a lo largo de toda la costa del país y llega a adentrarse por su extremo norte en Angola y en Sudáfrica por su extremo más meridional, formando una franja de más de dos mil kilómetros de longitud por unos doscientos de ancho.



Skeleton Coast
Toda la parte septentrional de su zona limítrofe con el Océano Atlántico es conocida en todo el mundo como Skeleton Coast, tanto por los esqueletos allí encontrados de ballenas y otros grandes mamíferos marinos como por los restos de barcos que quedaron encallados en las arenas de sus costas de permanente y poderoso oleaje. Hoy son una de las maravillas turísticas de esta antigua colonia alemana que nadie que viaje al sur del continente africano debe dejar de ver.

Los paisajes del desierto son infinitos, el cielo tiene más estrellas de las que nunca fuimos capaces de soñar... y las dunas, rojas e inmensas (algunas con más de doscientos metros de altura) nos trasladan a un océano de arena intensa y profunda, haciéndonos retroceder milenios y dudar de que nos encontramos en el planeta Tierra.

Duna en Sossusvlei
Como es imposible visitarlo en toda su interminable dimensión, tendremos que escoger una zona para visitar y, sin duda, la más interesante y espectacular es la que muchos consideran su punto neurálgico: Sossusvlei, en el interior del enorme Namib-Naukluft National Park.
Aquí las dunas alcanzan su máximo esplendor y, desde ellas, los oryx nos observan con displicencia, con sus largos cuernos y sus caras blanquinegras, adoptando cierto aire de superioridad, mientras que los springboks, más abundantes que sus circunspectos y lejanos parientes, saltan como activados por muelles en sus patas, agachando curiosamente la cabeza, para aumentar el efecto de su impulso. Porque el desierto de Namibia está vivo.

Gecko
Parece imposible que sea así cuando lo vemos por primera vez, perdiendo el aliento ante sus dimensiones y sus colores difíciles de imaginar (ocres, naranjas, amarillos, rojos...), pero está vivo.
Lleno de animales sorprendentes, casi todos silenciosos (los minúsculos geckos son una excepción cuando cae la tarde): zorros, chacales, antílopes, avestruces, cebras, hienas... que se confunden con el entorno en un alarde de mimetismo trabajado durante miles de años. Las pocas plantas que lo pueblan sobreviven gracias a su milagrosa adaptación al medio, hostil donde los haya. Pero encontraremos árboles imposibles, como el shepherd o el quiver, algunos adornados por los nidos más grandes y complejos que podemos imaginar...

Namibia ofrece grandes novedades con respecto a los otros países del sur de África, pero quizás su desierto es la principal de ellas. Para llegar a él, lo mejor es pasar por Windhoek, la capital, desde donde, en coche o en uno de los pequeños aviones que despegan del céntrico aeropuerto de Eros, nos será fácil acceder al corazón del desierto (una hora de vuelo o unas cuantas más, si vamos por carretera). El coche es un medio seguro, más económico y muy recomendable en un país como Namibia, donde la amabilidad de sus habitantes siempre nos ayuda a sentirnos como en casa.

Camel thorn tree
Una vez allí, en Sossusvlei, nos encontraremos con un buen número de lodges y campamentos en los que podremos alojarnos sin problemas, aunque siempre es prudente tener las reservas hechas antes de comenzar nuestro itinerario.
Casi todos son excelentes y resueltos con un inteligente concepto del lujo, muy alejado (afortunadamente) del de los grandes hoteles europeos o americanos. Allí el protagonismo lo tiene la naturaleza y, sin que falte la más mínima comodidad, consiguen que nos sintamos siempre identificados con ella. Por supuesto, no conozco todos, por lo que mi recomendación puede no ser perfecta, pero aseguro que quienes se decidan por Little Kulala, Wolwedans Private Camp o Sossusvlei Desert Lodge quedarán más que satisfechos. En cualquier caso, recomiendo la web expertafrica.com como una de las más completas y prácticas para preparar el viaje (y no solo para Namibia).

Volando sobre las dunas
Entre todos, mi favorito es el Sossusvlei Desert Lodge. Me gustan sus fantásticas excursiones en quad, que nos permiten interactuar con el desierto de una forma muy especial; los paseos a pie por las crestas de las dunas, los vuelos en globo sobre el parque al amanecer; las puestas de sol en la soledad del desierto mientras disfrutas de una taza de té... pero, sobre todo, me gusta que sus habitaciones tengan una gran ventana en el techo, justo sobre la cama, que te permiten quedarte dormido, tras una siempre agotadora jornada, observando un cielo con infinitas estrellas.

Es un viaje único, diferente, que merece la pena hacer si queremos ser conscientes de nuestra verdadera y, tal vez, ridícula dimensión.
El desierto de Namibia. El desierto de la vida. Porque nada es imposible en la naturaleza.

martes, 2 de octubre de 2012

Le rayon vert

Nada más lejos de mi ánimo que rebatir a Julio Verne.
Tampoco es mi intención crear una polémica acerca del lugar idóneo para observar ese extraordinario fenómeno atmosférico conocido como "el rayo verde" (Le rayon vert), aunque debo confesar que yo no tengo ninguna duda al respecto.

Le rayon vert (Julio Verne)
Si los protagonistas de la novela de Verne eligieron las costas occidentales escocesas para intentarlo fue por un motivo obvio, ya que todos ellos vivían en aquel país. Y es indiscutible, además, que el gran escritor francés tenía ganas de ambientar la historia en los extraordinarios y sorprendentes paisajes de su imponente litoral, tan apropiados para una aventura que debía ser romántica y épica, a la vez.
Fue su compatriota Eric Rohmer quien, muchos años después, situó la acción de su película del mismo nombre en Biarritz.
Yo tengo que coincidir con el cineasta galo en que esta muy especial localidad de la costa vasca francesa es el enclave geográfico perfecto para ver ese rayo solar, de tan singular naturaleza y legendaria tradición. Y, si lo hago, es porque tengo dos poderosas razones para ello. La primera (y casi suficiente para explicar mi convicción) es que yo lo he visto allí. No una, sino varias veces. Y, puesto que este motivo es bastante poderoso por sí mismo, ahorro a quienes lean estas líneas la exposición del segundo.

La Grande Plage y el faro  
Biarritz tiene una situación privilegiada y su historia la convierte en una de las ciudades turísticas de mayor renombre mundial. De hecho fue uno de los grandes balnearios de Europa mucho antes de que se conociera el significado de la palabra turismo.


Escudo de Biarritz



En sus orígenes, que aún recuerda con orgullo en su escudo, fue un pequeño pueblo ballenero, pero su particular belleza natural no podía pasar eternamente inadvertida. El Hôtel du Palais fue Villa Eugenia, un palacio construido por Napoleón III para Eugenia de Montijo, emperatriz de Francia. Así, a mediados del siglo XIX, Biarritz comenzó a ser el gran balneario de la aristocracia europea.
Hoy aún conserva esa clase señorial que la distingue, si bien hay que reconocer que en verano (sobre todo en el mes de agosto), pierde temporalmente una buena parte de su viejo glamour.

Ser una de las grandes capitales del surf de la vieja Europa ha rejuvenecido a la imperial villa que, por otra parte, sigue siendo uno de los mejores destinos de golf del continente y cuna de la moderna talasoterapia marina.

Hôtel du Palais
Cuenta con magníficos y lujosos hoteles, como el inigualable Hôtel du Palais, el Miramar o el Régina et du Golf, pero ya no existe el que, sin duda, fue su más extraordinario albergue, el pequeño y familiar hotel Lou Coufidou, en la minúscula rue d'Alger, junto al Jardin Public y a un paso de la reconvertida Gare du Midi. Yo recomiendo Le Château du Clair de Lune, una bella mansión del siglo XIX, que se alza en medio de un precioso parque, a muy poca distancia del centro y que cuenta con un gran restaurante anexo.
Otra muy buena opción, aunque más cara, es el Château de Brindos, frente a un tranquilo lago y rodeado de árboles centenarios.

Picasso en Biarritz
El restaurante más laureado de Biarritz fue, durante décadas, Le Café de Paris. Ya no existe como tal, pero, en el mismo edificio, hay un muy buen hotel, con el mismo nombre del legendario templo gastronómico, que destaca por sus modernas habitaciones y sus vistas panorámicas.
Para mí, el mejor restaurante está en el viejo puerto de pescadores, Chez Albert. Lo conozco desde hace casi cuarenta años y siempre quiero volver.

Sus espectaculares playas, desde La Milady a Miramar, pasando por La Côte des Basques o la pequeña y bien protegida del Port Vieux son uno de sus tesoros más reconocidos, pero siempre será la Grande Plage el símbolo de Biarritz y, tal vez, de toda la costa de vasca francesa. Ella es la que nos traslada a través del tiempo y de los sueños que no queremos olvidar.

Junto a la Grande Plage, el centenario Casino de Biarritz nos recuerda una época que no es necesario que vuelva... porque nunca se fue de nuestra memoria.
Y, a media tarde, es imprescindible hacer una visita al fabuloso Miremont, el gran salon de thé de la "playa de los reyes", con su terraza sobre el océano, fundado en 1872.

Cuando visitamos Biarritz, hay que dejar tiempo para conocer sus alrededores. Las excursiones son infinitas, desde luego, pero hay algunas necesarias.
Por ejemplo, pasear por San Juan de Luz, como hacía Lisbeth, años atrás, en los tiempos en los que El Mariscal afeaba en público su liviana memoria...
St Jean Pied-de-Port y sus placeres naturales y culinarios, Arcangues y su cementerio desde el que Luis Mariano disfruta de inigualables vistas sobre el campo de golf...
Pero, por encima de cualquier otra, hay una que no podemos dejar de hacer bajo ningún concepto: Cambo-les-Bains. En esta pequeña villa, conocida por su clima dulce y su estación termal, murió Isaac Albéniz y es sede del museo de Edmond Rostand, el creador de Cyrano de Bergerac. Su residencia, Villa Arnaga, es hoy la mayor atracción cultural de este pueblo verde y tranquilo, cuyas vistas sobre el majestuoso meandro de la Nive devuelven la paz al espíritu más angustiado.

La Nive
Regresando ya a Biarritz, siempre por carreteras secundarias que discurren entre prados, bosques, montes y caseríos, hay que apresurarse para buscar un buen lugar desde donde esperar el milagro del rayon vert.
Como todos sabemos, son precisas unas determinadas condiciones atmosféricas y un horizonte tan limpio como sereno. Solo dura un instante, por lo que la máxima atención en el momento en el que el sol nos muestra sus últimos rayos es imprescindible. La leyenda sigue asegurando que quien lo ve descubre la auténtica verdad de sus sentimientos.

Le rayon vert (Biarritz)

Yo visité Biarritz por primera vez en la primavera del ya lejano 1973. Y vi le rayon vert. Desde entonces procuro ir tantas veces como puedo. Sobre todo en diciembre. Mi día favorito es el 27. Puede que sea una casualidad o, ¿por qué no? una fantasía, pero desde entonces, nunca he dejado de ver ese rayo verde...

Nadie debería dejar de intentar verlo. Os aseguro que nada es imposible en Biarritz.