Fui por primera vez a Venecia hace casi cincuenta años. Ya sé que, dicho así, parece mucho tiempo, pero, en realidad, no es tanto... y para ella no es apenas nada.
Como es lógico, algunos recuerdos de aquel viaje los tengo casi perdidos, pero otros, curiosamente, se me han quedado grabados. Y también conservo una muy interesante correspondencia con mis padres de aquellos días. Un día hablaré de esas y otras cartas.
Yo podría asegurar que pequeñas embarcaciones de vela latina navegaban por el Gran Canal. Al menos, a mí me parece que las vi. Es la única imagen diferente que guardo de una ciudad por la que parecen no haber pasado los años en otoño.
Y digo en otoño, porque en verano sí se nota el terrible paso del tiempo. Del tiempo y de las compactas multitudes que fluyen, obsesivas, entre Rialto y San Marco, cual marabunta multicolor y pueblerina.
Está claro que en otoño no es tan grave. Desde luego que hay turistas, claro, pero en muchas zonas y, sobre todo, a ciertas horas, casi están desaparecidos.
Es entonces cuando la vieja capital de la Serenissima alcanza su verdadera dimensión, en su más alta cota de tristeza escénica. Mahler parece sonar en cada esquina y la sombra de Visconti y Mann se refleja en los pequeños canales y en las vacías playas del Lido.
Recuerdo, con claridad, el hotel Bauer, junto a la fantasmagórica aparición nocturna de la iglesia de San Moise'. Una góndola recogía en su puerta lateral a una pareja muy joven. Tan joven que ella parecía casi una niña, de larga y ondulada melena rubia y grandes ojos azules. El gondolero también era joven y guapo. Muchas veces me he preguntado qué habrá sido de él...
He vuelto tantas veces a Venecia que confundo mis viajes. Todos me parecen el mismo. De hecho, creo que nunca he llegado a irme de allí. Siempre me parece que estoy visitando aquella gran exposición de Canaletto en la isla de San Giorgio, tomando el té en el Caffè Florian, comiendo al aire libre en la terraza del Monaco, cenando en Harry's Bar o asistiendo a una representación de Il Trovatore en La Fenice.
Reconozco que me gusta ir a pasear al Lido y comer en Torcello durante el verano. Y que la primavera veneciana, tras su agobiante Carnaval, en el que esperas encontrarte a Mozart en cada esquina, está llena de rincones interesantes y de atractivas promesas efímeras vestidas de rojo anaranjado debajo de una sonrisa que se vende al mejor precio, pero es en otoño e, incluso, en invierno, cuando las islas de la antigua república del Adriático nos muestran su verdadera y profunda magnitud. Solo entonces podemos apreciar, en nuestras largas caminatas por San Polo o por los alrededores de la Madonna dell'Orto, la centenaria tristeza solitaria de una calle (que no via) o esa luz acerada y eterna que se refleja en los pequeños canales.
Cuando muere la tarde, acompañada por una suave neblina, o en esas mañanas grises de lenta y fina lluvia, Venecia se envuelve sobre sí misma y parece como si la noble piedra de sus viejos palacios nos devolviese la mirada, empapando nuestro ánimo de las notas de la música de Tomaso Albinoni, que resuenan en nuestros oídos, siempre en clave de sol menor, con esa tonalidad dulce y melancólica que nos regalan las gotas de lluvia al caer, armónicamente, sobre el suelo empedrado del Campo dei Frari.
Mi restaurante favorito es la Osteria Al Mascaron, a pocos pasos de Santa Maria Formosa, en uno de cuyos muros está la máscara labrada en piedra que le da nombre. Es una fantástica taberna veneciana en la que hay que probar sus inigualables spaghetti all'astice (langosta) y, tras la comida, pasear sin prisa por las calles cercanas, visitando la asombrosa librería Linea d'Acqua, hasta llegar al Campo SS. Giovanni e Paolo.
Los otros tres restaurantes que no hay que dejar de conocer son la Trattoria Antiche Carampane, un lugar auténtico que no ha hecho concesión alguna al turismo; la pequeña Enoteca ai Artisti, en pleno Dorsoduro; y el imprescindible Harry's Bar, cuna del bellini y de los mejores tagliolini gratinati del mundo.
Tomaremos algo, para entrar en calor, en el Caffè dei Frari o un prosecco en una de las viejas tabernas del sestiere de Dorsoduro, pero no sin antes haber visitado al que considero mejor pintor contemporáneo veneciano, Roberto Ferruzzi, nieto del autor de la célebre Madonina, a ser posible en su propio estudio, mucho más atractivo que su cercana galería.
Desde luego, es fundamental dormir en Venecia. Es necesario disfrutar la oportunidad de recorrer sus calles y canales cuando las hordas de turistas ya la han abandonado. La propia plaza de San Marco es otra cuando la observamos por la noche, casi desierta.
No vamos a descubrir ahora los magníficos hoteles de Venecia, como el ya mencionado Bauer, el Gritti o el Danieli, pero, desde hace unos años, me inclino por una alternativa difícil de superar. Me refiero al pequeño y maravilloso Novecento que, con solo nueve habitaciones (todas diferentes, por supuesto), es la mejor opción que hoy existe para pasar la noche en la ciudad de los canales. Su primo hermano, el Hotel Flora (propiedad, como el Novecento, de la familia Romanelli) es una muy buena alternativa, sobre todo con buen tiempo, para disfrutar mejor de su bonito patio. Ambos están situados estratégicamente, a unos pasos de San Marco y la Accademia.
Me da pena que otro hotel que me gustaba mucho, La Fenice et des Artistes, se encuentre un tanto descuidado. Desayunar escuchando los cercanos ensayos del Gran Teatro La Fenice es un lujo difícil de igualar.
Guías de Venecia hay tantas que solo voy a mencionar aquí una de las más curiosas, sobre todo por su manera de aproximarnos al mundo del gran dibujante Hugo Pratt: La Venecia Secreta de Corto Maltés. Historias e itinerarios venecianos, acompañados de buenos dibujos a pluma. Me gusta. Como me gustan los cuatro caballos de San Marco. Una noche soñé que cabalgaba sobre uno de ellos. Soñé que el caballo era blanco y que sus crines castañas volaban al viento mientras galopaba.
Pero solo fue un sueño veneciano. Uno de esos sueños que siempre mueren cuando, de tanto mirar hacia el futuro, el presente nos devuelve a la frontera del pasado.
Pronto volveré. Venecia en otoño... o en invierno. Tan triste como bella.
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