martes, 16 de julio de 2013

Al oeste de Tagomago

Tagomago es un pequeño islote, de atractivo nombre, situado al nordeste de la isla de Ibiza, a una media milla de distancia. Es rocoso, sin apenas vegetación, con poco más de mil quinientos metros de longitud y unos cien de ancho. Las aguas que lo rodean son cristalinas y muy limpias, con fondos de arena blanca e ideales para bucear o nadar, protegidos del mar abierto por sus rocas.

Tagomago
Al sur de la pequeña isla, un viejo faro ayuda a los navegantes nocturnos que hacen la travesía entre las Pitiusas y Mallorca.
Hoy, Tagomago es una propiedad privada que se alquila a astronómicos precios, lo que no impide a aquellos afortunados que puedan disponer de una embarcación, acercarse a ella y disfrutar de una de las zonas más extraordinarias del litoral ibicenco.

Porque frente a Tagomago nos encontramos con esa Ibiza idílica que parece detenida en el tiempo, alejada de los horrores vertiginosos de una fingida identidad que nunca fue la suya.

Un rincón de la costa
La Ibiza rural del norte es la que más me gusta. Y si la costa es extraordinaria, el interior lo es aún más, con sus solitarios campos de arcilla roja, algarrobos, romero, olivos, almendros, higueras, y pinos.
Entre la tranquila y suave curva de la familiar Cala Leña, hasta la incomparable playa de Aguas Blancas, el litoral nos ofrece pequeñas y recogidas calas y playas, aguas transparentes y rincones escondidos, algunos de ellos sorprendentemente despejados hasta en pleno verano.

Aguas Blancas, con su arena fina y dorada, protegida por un acantilado y con su belleza natural casi intacta, es uno de mis lugares favoritos. Esta playa, adquiere en septiembre su máximo esplendor, con pocos turistas y todo el mar ante nuestros felices ojos. El día que alguien haga de su estratégico chiringuito ese sitio especial que su ubicación merece, será difícil de superar en los sueños del viajero sosegado.

Aguas Blancas
Cala Mastella es otro de los rincones secretos de la zona. A poca distancia de la morena Cala Boix, esta pequeña y escondida calita nos ofrece su agua impoluta, rodeada de rocas y pinos, y el "bullit" de pescado más especial de la isla, el del asombroso chiringuito de Joan Ferrer, "El Bigotes". Para poder saborearlo, casi flotando en el mar, es preciso hacer una reserva en persona (no por teléfono) con anterioridad. Uno de esos sitios, tan auténticos y únicos que nos parecen incompatibles con el paso del tiempo.

"El Bigotes" en Cala Mastella
El hermano de "El Bigotes", el señor Xicu, fue con su familia propietario de muchas tierras en los alrededores de la carretera que une San Carlos con Cala Boix. Todavía hoy conserva algunas de ellas y una casa en la que he pasado muchos veranos felices y reposados, alejado de casi todo.
Desayunar en el pequeño puerto natural del Pou des Lleó, con un mar de un azul tan intenso que parece irreal desde el acantilado que lo domina, antes de dar un paseo en barco o nadar y descansar bajo el sol, entre rocas y pinos, es un lujo que cuesta poco y vale mucho.
Una paella en Salvadó (Pou des Lleó) o bajo los altos árboles de la terraza del restaurante La Noria (Cala Boix), es el remate definitivo para una mañana ibicenca de luz y mar.

Buzón de Correos en el Bar Anita
El pequeño pueblo de San Carlos, es el minúsculo centro urbano de referencia en la zona. Famoso por su veterano mercado hippie de Las Dalias, San Carlos es una localidad rural, con un especial e inagotable encanto. Su blanca iglesia de tres arcos y su legendario Bar Anita, situado en esa curva junto a la que, a diario, se juegan la vida varios de sus clientes, son dos iconos que muchos llevamos tatuados en el alma desde hace décadas. En mi caso particular, desde comienzos de los años setenta, cuando lo visité por primera vez. 

Los campos que rodean el pueblo son magníficos y se conservan en su estado original, con excelentes huertos de frutas y otros cultivos, cercados por sus tradicionales muros de piedra, y bonitas casas payesas dispersas por las laderas de sus suaves colinas.
El hotel más conocido de San Carlos es Can Curreu. Muy bueno y con un reconocido restaurante pero que, por algún motivo que no acabo de concretar bien, no acaban de entusiasmarme.
El que sí lo hace es el apartado Can Talaias, la antigua casa del genial Therry Thomas. Un hotel singular, situado en un enclave con el que es difícil competir.

Me gusta comer en Anita, especialmente en su maravilloso patio, y leer en la sobremesa, el periódico comprado en la tienda de al lado. Un poco más abajo, la boutique Papillon, nos muestra (a precios pre-crisis) una cuidada selección de moda con sabor ibicenco.

Mi casa en San Carlos
Si seguimos la carretera que va hacia San Lorenzo, dejando a un lado el desvío que lleva hasta el sofisticado Atzaró,  llegaremos a mi restaurante favorito del valle: Ca na Pepeta. En su jardín, que ha conservado, a través de los años, su estilo rústico original, tendremos la oportunidad de probar la verdadera comida ibicenca, de esa que ya no es fácil encontrar en casi ningún sitio.
Un restaurante auténtico donde los haya, con muy buena comida, la mejor greixonera de la isla y a unos precios más que razonables. 

No hay que complicarse mucho la vida cuando estás en esta parte de Ibiza, esa isla a la que llaman blanca pero que, como dice el poeta, es más azul, más verde y de tierra, como las estelas del mar sobre el tiempo, como las colinas, como las higueras... como la sombra de un beso en el viento.

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