Me gusta pasar el invierno en Biarritz.
La semana que prefiero para viajar a mi ciudad favorita del Sudouest es la última de diciembre. Suele hacer sol y el clima es suave, aunque también he visto nevada la Grande Plage en esas fechas, tras una inesperada tormenta nocturna... si bien lo normal es el buen tiempo.
El faro |
Claro que aún era mejor esa época en la que se podía llegar en tren hasta la vieja Gare du Midi, tras hacer transbordo en La Négresse, pero me conformo con cualquier otro medio de transporte, siempre que me permita estar antes del mediodía frente a la Mairie, hacerme una foto con el reloj al fondo y, después, disfrutar de una buena comida en Chez Albert y un agradable paseo por el Port des Pécheurs.
Y es que lo que tiene Biarritz no lo tiene ningún otro sitio en el mundo.
Biarritz ha sido importante en muchos momentos de la historia, pero lo más memorable tuvo lugar a principio de los años setenta del pasado siglo. Y el mejor año de todos fue, con diferencia, 1973.
Su segundo gran hotel, el Hôtel du Palais, es extraordinario, como también lo es, en otra escala, el muy recomendable Château du Clair de Lune, situado a muy poca distancia del centro. Y digo esto porque, sin hacer menosprecio a la imperial residencia de Eugenia de Montijo, no tengo la menor duda de que el hotel más especial de la villa fue el modesto y tristemente desaparecido Lou Coufidou.
Quien piense que Biarritz es un lugar como cualquier otro está muy confundido. Pasar el invierno allí es modificar el concepto universal del tiempo. Y no para hacer algo tan vulgar y reiterativo como viajar a través de él, no. Eso ya está muy visto (como dijo aquel castizo madrileño a la señora que protestaba por las apreturas del Metro, sugiriéndola que, en lugar de utilizar el manido taxi como medio alternativo de transporte, usara el entonces novedoso y cómodo microbús). Estar en Biarritz el 27 de diciembre, digamos, nos sitúa en una dimensión diferente. Una dimensión temporal imperturbable en la que, como cantan los versos del gran poeta contemporáneo, nos lleva a ese mundo lejano y silencioso que nos hace confundir los siglos con los días.
La sensación que nos invade es de eternidad, ya sea bajo el faro o tomando un gateau basque en Miremont. Moverse en un sentido u otro de la dirección del tiempo es fácil. Pero permanecer mudos y absortos, inmóviles en los brazos de un desorientado Cronos, solo es posible leyendo la rima LIII de Bécquer o soñando en Biarritz.
Biarritz en diciembre está a salvo de la maldad y nos permite escalar hasta las siempre escarpadas cotas de la verdad absoluta. Un paseo hasta Cambo para ver la Nive desde sus solitarias terrazas o una cena imaginaria en Le Patio, frente a la iglesia de Sainte-Eugénie, son imprescindibles para vivir cuarenta veces lo mejor de una vida cuya foto sigue visible desde todos los ángulos, por mucho que algún retrato se haya traspapelado temporalmente.
La Grande Plage |
Y en ese cielo limpio de invierno, casi transparente, nunca he dejado de ver, año tras año, el rayon vert, justo un instante antes de que el sol de la tarde entregue su tributo diario de luz al mar, por detrás de su infinita línea recta. Lo he visto, incluso, cuando nadie era capaz de verlo.
Por eso sé que lo seguiré recibiendo en mi retina cada vez que esté en Biarritz en diciembre.
Aunque todos (o casi todos) hayan olvidado ya el nombre de su viejo alcalde y el de su ayudante. Es fugaz la memoria de los hombres.
Me gusta pasar el invierno en Biarritz.
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