domingo, 1 de diciembre de 2013

El Prater de Viena

Viena es una ciudad elegante, sobria, culta y limpia. Su conservador espíritu, defensor a ultranza de las tradiciones, está presente en sus instituciones, en sus bellos palacios y en la propia fisonomía urbana. Y sus habitantes, como no podía ser de otra forma, son educados y orgullosos herederos de su historia.

Viena desde el Prater
Es obvio que intentar hablar de la ciudad de Viena sería desproporcionado para la obligada brevedad de un comentario en un blog como este.
Así que dejaremos a un lado sus magníficos monumentos, su Wiener Staatsoper (en el que tuve la suerte de ver al siempre extraordinario Juan Pons cantando La Forza del Destino, sentado en el mismísimo palco real del teatro), el Musikverein (allí pude escuchar a la gran Filarmónica de Viena, dirigida por Claudio Abbado) y muchos otros fantásticos lugares de una ciudad con tanta historia como amor por la cultura, para centrarnos en el célebre parque de la ciudad, el Prater, en el que se alza uno de los grandes símbolos de Viena: su noria gigante (Riesenrad).

Cabinas de la noria de Walter Bassett
El Prater tiene unos primitivos y muy lejanos orígenes  como terrenos de caza. Primero en manos de la nobleza y, luego, de los propios emperadores. Fue a mediados del siglo XVIII cuando José II decidió abrir al público esta propiedad imperial y comenzaron a desarrollarse las primeras instalaciones de lo que hoy es el parque de atracciones Wurstelprater.





Un rincón del Prater
Los vieneses afirman que se trata del más antiguo del mundo, aunque el Bakken danés (no el Tivoli, que es algo posterior) asegura que ese honor es suyo.

Este gran parque y lugar de esparcimiento tradicional de los vieneses es, claro está, mucho más que unas cuantas atracciones mecánicas (hay unas doscientas cincuenta abiertas al público en la actualidad y muchas de ellas conservan ese estilo vintage que es la esencia del Prater), aunque su noria, construida en 1897 por Walter Bassett, sea realmente de las primeras y estuviera considerada, durante mucho tiempo, como una de las más altas en funcionamiento.

Carrousel de 1897
Aunque su espacio se ha ido reduciendo de forma progresiva a lo largo de los años, debido a grandes instalaciones y nuevas vías de comunicación, como autovías, el estadio Ernst Happel (sede de la selección de fútbol de Austria y en el que, por cierto, España ganó la Eurocopa 2008) o un autódromo, sigue siendo un espacio verde amplísimo, junto al Danubio, en el que se puede hacer casi de todo.
Está atravesado por una gran avenida, la Hauptallee, por la que se puede andar, correr y montar en bicicleta o a caballo. A ambos lados de ella nos encontraremos con todo tipo de posibilidades, incluyendo museos, piscinas, hipódromo y campo de golf.

Comer o tomar algo en el Prater es no solo posible, sino muy recomendable. Muchos restaurantes, bares y cafés están repartidos por todos los rincones del parque.

Riesenrad
Probablemente, el más conocido es el Eisvogel, una vieja  casa de huéspedes (stadtgasthaus), que abrió por primera vez sus puertas en 1805 y que se ha convertido en uno de los locales clásicos de la buena cocina vienesa.
Tampoco hay que olvidarse del Schweizerhaus, aún más antiguo, con un gran jardín y perfecto para tomarse un excelente codillo, regado con buena cerveza. Una verdadera institución.
Otro que me gusta es el Altes Jägerhaus (la casa del cazador), un bonito caserón, en pleno campo, bajo grandes árboles y, por supuesto, con un agradable jardín, que albergó, en su día, las caballerizas imperiales y a la numerosa servidumbre del emperador en sus frecuentes correrías cinegéticas.


Hauptallee
No creo que nadie que visite Viena deba dejar de pasar un día en el Prater, sobre todo en los meses de mejor clima, porque es difícil entender el espíritu vienés sin montar en una de las cabinas de su gran noria. Tampoco se entendería, claro está, sin tomarse un café acompañado de una buena ración de tarta de chocolate en el Hotel Sacher, que me sigue pareciendo el mejor de la ciudad, por mucho que el Imperial y otros lujosos hoteles, como el Ritz-Carlton  o el Steigenberger estén inútilmente empeñados en disputarle el puesto.

Ahora bien, si algo me parece inseparable del Prater y, en especial, de su noria gigante, es la gran película de Carol Reed, protagonizada por Orson Welles y Joseph Cotten, El tercer hombre.

Cotten y la noria ("El tercer hombre")
La gran película del director británico nos presenta una Viena en blanco y negro, destruida por la guerra y ocupada por los aliados, muy distinta a la que todos conocemos hoy, si bien muchos de los lugares que en ella aparecen siguen existiendo en nuestros días. Una sensacional fotografía (Robert Krasker) y la inolvidable música de Anton Karas y su virtuosismo con la cítara, contribuyen, más que notablemente, a completar la impecable dirección de Reed y el gran trabajo de todos los actores, incluidos los secundarios y la excelente y misteriosa protagonista femenina, Alida Valli, que nos ofrece una escena final memorable.

Para mí, El tercer hombre y Viena/Prater están tan unidos que no soy capaz de separarlos en mi recuerdo. Y no debo ser el único que piensa así, ya que la existencia en Viena del Museo del Tercer Hombre parece confirmar esta teoría. Visitarlo es una oportunidad única para la legión de seguidores de esta gran película. 

Cotten y Welles en la cabina ("El tercer hombre")
Otra visita obligada es el Cementerio Central de Viena (Zentralfriedhof) que, aparte de acoger en su recinto a los Beethoven, Brahms, Gluck, Schubert, Strauss y otros genios de la música, fue donde se rodó la escena final de la película, en la que Anna (Alida Valli) abandona el cementerio, tras el entierro de Harry (Orson Welles), pasando impertérrita ante un Holly (Joseph Cotten) que se limita a aceptar la voluntad del destino encendiendo, parsimonioso, un último cigarrillo, mientras sigue sonando la cítara de Anton Karas y la pantalla funde a negro.

El Prater es parte sustancial del alma vienesa. Quien no ha paseado bajo sus árboles, tomado una cerveza viendo girar su vieja noria y montado en una de sus quince cabinas originales para ver desde sus sesenta metros de altura la perspectiva de la ciudad, no puede conocer Viena.

Viena desde la cabina de la noria



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