lunes, 29 de septiembre de 2014

Soñar, sentir... tal vez viajar

Cuando caen en mis manos postales antiguas de lugares que he visitado, nunca dejo de emocionarme. Si, además, como las que ilustran este artículo, están dotadas de una singular belleza, me resulta imposible evitar la sensación de estar moviéndome en el tiempo hacia una época mejor, en la que los viajes tenían un significado y una trascendencia mucho mayores que los que realizamos en nuestros días.

Es muy probable que, en contra de mi primera impresión, esas épocas pasadas no fuesen, en realidad, tan buenas, pero lo que es indiscutible es que la mayoría de esos sitios (por no decir todos, que es lo que creo) estuvieron ungidos con el óleo sagrado de una lejana virtud, sencilla y grandiosa, a la vez, que los hacía más bellos de lo que son ahora.

La mayoría de las postales que aquí reproduzco pertenecen a la década 1890 - 1900 y, como podemos apreciar, se encuentran todas ellas en ese terreno confuso para la percepción de nuestros ojos, en el que se funden, como mínimo, fotografía, ilustración y litografía.

San Remo, Italia
San Remo conserva una tradición turística importante en la bella costa de Liguria y es famoso por su veterano festival de canciones, su puerto pesquero, su mercado de flores, su casino y su ciudad vieja, a la que todos llaman La Pigna, por su curiosísima y nada habitual forma. 
En este balneario italiano, muy próximo a la frontera francesa, murió, en 1896, Alfred Nobel, inventor de la dinamita y creador de los prestigiosos premios que, en su memoria, se entregan en la ciudad de Estocolmo. Precisamente de esos años es la panorámica de la postal que nos muestra un velero, anclado y con las velas a medio arriar, en su bahía de aguas azules, flanqueado por dos pequeñas embarcaciones que parecen moverse con extrema lentitud delante de unas tranquilas casas que miran al mar con serenidad, mientras otras trepan, abigarradas por la colina. Al fondo, montañas y nubes se difuminan, ayudando a destacar el conjunto del pueblo marinero, que capta nuestra atención y nos transporta al pasado.

Rio San Trovaso, Venecia
Un caso muy diferente es el de la vista del canal de San Trovaso, en Venecia. Si bien la postal sugiere un tiempo pretérito, lo que podemos ver en nuestros días no difiere mucho de la imagen antigua, ya que aún se conserva el viejo taller de reparación de góndolas (que data del siglo XVII) y, desde luego, la iglesia que da nombre al canal. Solo la suavidad de los colores y la indumentaria de quienes aparecen en la postal hacen diferente la escena de la que cualquier turista que, abandonando los circuitos masificados, se adentre por el sestiere Dorsoduro y se detenga frente a la iglesia de San Trovaso antes de entrar en ella para admirar el magnífico lienzo de Tintoretto ("La última cena") que con tanto arte ilumina su interior.

Sveti Stefan
Sveti Stefan (San Esteban) es un lugar extraordinario de la costa de Montenegro. Viéndolo en la postal, nada nos hace dudar de que se trata de un pequeño pueblo medieval amurallado que parece una isla convertida en península gracias a una estrecha lengua de arena que la une al continente. 
Y, sin duda, es lo que era en aquellos lejanos tiempos: un diminuto y pintoresco pueblo de pescadores situado en un fantástico lugar de la bonita costa montenegrina.
Sin embargo, Sveti Stefan es hoy un hotel. Sí, un hotel que no lo parece en absoluto, pues ha conservado todos los exteriores de las casas intactos, convirtiendo los interiores en distintas y lujosas dependencias, enmarcadas por dos playas de arena rosada que disfrutan de vistas inigualables. Se trata del Aman Sveti Stefan, uno más de los exclusivos alojamientos de la cadena Aman Resorts, que es, de lejos, mi favorita entre cuantas existen.
Así que el pequeño promontorio rocoso de la postal de ese idílico pueblecito que, en los tiempos de la postal, estaba bajo el dominio del Imperio Austro-Húngaro es, en el siglo XXI, un complejo hotelero perteneciente al lujoso grupo fundado por Adrian Zecha.

Vista desde el monte Palatino, Roma
La vista de Roma desde el monte Palatino impresiona. Lo que se ve desde la colina en la que se fundó la ciudad, donde Rómulo y Remo fueron amamantados por la loba Luperca, no puede dejar indiferente a nadie, pero pensar que desde lo alto del monte en el que naciera Roma, más de treinta siglos de historia nos contemplan, llega a estremecer al espíritu más templado.
Con los foros romanos, el Coliseo y el circo Máximo a sus pies, rodeado por todas partes de templos y palacios imperiales, el Palatino no es solo el monte más sagrado de la Roma clásica, sino el auténtico epicentro del gran imperio que dominó el mundo.
En la foto vemos con claridad una buena parte del foro, el arco de Septimio Severo y la iglesia de San Lucas y Santa Martina, así como la torre de la colina Capitolina, pero no aparece el gigantesco monumento de Víctor Manuel II, por la sencilla razón de que cuando se tomó la fotografía aún no estaba construido. Si tenemos en cuenta que fue inaugurado en 1911, es inmediato concluir que, tal como ya habíamos comentado más arriba, esta fotografía coloreada tiene más de un siglo de antigüedad, lo que, en cualquier caso, no es nada comparado con los que tiene Roma.

Hertenstein, lago de Lucerna
Navegar a bordo de uno de los viejos vapores de ruedas que siguen dando servicio en el gran lago de los Cuatro Cantones (también llamado Vierwaldstättersee o lago de Lucerna) es una de las más populares atracciones para los turistas en la Suiza central. En la postal vemos, tan solo, una pequeña barca junto a la orilla de la península de Hertenstein con el impresionante y rocoso monte Pilatus al fondo. 
A Pilatus se asciende hoy con el tren de cremallera más empinado del mundo o con un moderno telecabina de espectaculares vistas. El llamado "Circuito Dorado" consiste en combinar ambos con un trayecto por el lago en vapor. 
Rachmaninov, Mark Twain, el rey Luis de Baviera y la reina Victoria estuvieron aquí, seducidos por la belleza y tranquilidad de un paisaje dramático y poderoso en la distancia, pero plácido y relajado en el entorno próximo. Una de esas combinaciones que solo suelen darse a la orilla de un gran lago rodeado de enormes montañas, característica de la bonita geografía suiza, a la que en este caso hay que añadir el particular y apacible microclima local, que confirió a Hertenstein y a la vecina localidad de Weggis una fama mundial de la que todavía sigue disfrutando.

Honfleur, Normandía
Siempre he sentido debilidad por Honfleur. En su muelle, junto a la desembocadura del Sena, se aprietan los pequeños barcos pesqueros que tiñen de vivos colores la graciosa hilera de casas de su puerto, que parece un apéndice en el gran estuario del río que llega desde París.
Tierra de grandes artistas, como Boudin o Erik Satie, Honfleur fue inmortalizado repetidas veces por Courbet y Monet en su obra y el gran Henri Salvador le dedicó su canción 'Mourir à Honfleur'.
La postal, sin el colorido brillante o el dramatismo de los cuadros de Monet, nos traslada al puerto de una villa marinera tranquila, alejada de su histórico asedio durante la Guerra de los Cien Años y sin rastro aparente de inquietud alguna.
Bien es cierto que la parte antigua de este pequeño pueblo de Normandía conserva su amor por las tradiciones y su vocación artística, pero la limpia serenidad que se aprecia en la vieja postal, salpicada de un tipo de embarcaciones a vela nada frecuentes en nuestro siglo, ya está un tanto perjudicada por la vida moderna de la que casi ningún núcleo urbano se encuentra a salvo. Pese a todo, sigue pareciendo bonito morir en Honfleur.

Deal, Inglaterra
Deal sigue siendo un lugar poco conocido para el turismo en la costa de Kent y conserva buena parte del reposado aspecto que nos muestra la postal. Una larga línea de casas bajas se extiende en paralelo a la playa, en la que hoy ya no suelen verse, sin embargo, barcos ni canoas.
La historia nos cuenta que Julio César desembarcó allí para lanzarse a la conquista de Britania y que su castillo, construido bajo el reinado de Enrique VIII, llegó a ser una fortaleza fundamental en la defensa de la costa del sureste de Inglaterra.
El pueblo conserva un toque de sencilla elegancia, que pasa desapercibida entre la naturalidad de sus gentes y la amplitud de sus playas que, evidentemente, eran ya populares en los últimos años del siglo XIX. Por suerte, al no haberse puesto de moda para el turismo contemporáneo, conserva una gran parte de su encanto.
Los blancos acantilados de Dover no están lejos de Deal, como tampoco lo está el interesante y muy antiguo pueblo de Sandwich. Ambas son visitas indispensables para quien tenga la suerte de pasar unos días en esta parte de la costa británica.
En la postal, Deal se nos presenta como un atractivo centro turístico, en el que los baños de mar se sustituyen (con buen juicio) por paseos en pequeñas embarcaciones de remos que parecen alquilarse en la misma orilla de la playa. Toda la fotografía despide un aroma de artística plasticidad pre-impresionista que alimenta la sana envidia de quienes añoramos la pacífica felicidad de las vacaciones de una época tan lejana que solo la hemos conocido a través de los sueños.

Antiguas postales coloreadas que nos permiten viajar hacia el pretérito y entender por qué hay quien sigue manteniendo que cualquier tiempo pasado fue mejor.

lunes, 22 de septiembre de 2014

Viaje al Parnaso

Fue mi buen amigo Eduardo Baeza quien insistió en que un viaje a Grecia no está completo sin una visita al oráculo de Delfos

Ruinas del templo de Apolo en Delfos
Viniendo de todo un director general de Procter&Gamble, con enorme experiencia en marketing y, desde luego, en estudios de mercado e investigaciones de todo tipo, capaces de predecir con enorme exactitud cualquier acontecimiento comercial, me pareció imprescindible aceptar su sabio consejo y acudir con él al más célebre oráculo de la historia... no ya a preguntar sobre el futuro de Fairy en el mercado español (que fue excelente, por cierto), sino a consultar con Apolo sobre aspectos más metafísicos y, claro está, trascendentes. No es que no me importase lo que le esperaba al milagroso lavavajillas antigrasa, pero no me pareció oportuno descender a materias tan prosaicas en las proximidades de la morada de las musas.

Por lo tanto, siguiendo, una vez más, la certera opinión de Eduardo, aceptamos de inmediato su invitación para, conducidos por él desde Atenas, tomar la carretera en dirección oeste, camino del monte Parnaso y de las ruinas del santuario de Delfos. 

Apolo y las musas
Delfos se encuentra en la ladera sur del famosísimo monte Parnaso, residencia de Apolo y de las musas (sobre cuyo número total nadie acaba de ponerse de acuerdo), quienes acudieron allí desde el cercano monte Helicón al ser llamadas por el dios de la belleza, la perfección y la armonía.

No recuerdo cuánto tiempo tardamos en llegar, pero supongo que unas tres horas. Tampoco soy capaz de acordarme del día de la semana, pero me sorprendió que cuando llegamos a las escarpadas laderas bajo los Fedríades, esos picos brillantes y rojizos que defienden el conjunto del santuario de Apolo, no había turistas. Supongo que es algo insólito y que muy probablemente se debió a que ya era tarde y todos los visitantes del día se habían marchado de aquel lugar privilegiado y sagrado, sin duda uno de los conjuntos arqueológicos más importantes de Grecia y, por descontado, el de mayor valor religioso para los antiguos griegos, macedonios, romanos... 


El monte Parnaso
Tanto el macizo montañoso del Parnaso como el valle y los inmensos olivares que lo rodean son unos paisajes extraordinarios, a cuya gran belleza hay que sumar los milenios de historia que atesoran las gloriosas ruinas de Delfos.

El monumento principal del santuario de Apolo es el gran templo dedicado al dios, del que apenas se conserva la planta y hay unas pocas columnas restauradas. Una lástima, porque debió ser grandioso en sus épocas de gloria. 
Por encima de él podemos ver el teatro que, sin embargo, presenta un estado magnífico y desde cuyas gradas, levantadas sobre la propia falda de la montaña, podemos observar todo el recinto sagrado y, al fondo, el verde escenario del valle. Sentarse en la fila más alta y quedarse un buen rato descansando de la empinada subida, pensando que las ruinas que desde allí se contemplan tienen cerca de treinta siglos, nos deja sumidos en consideraciones que empequeñecen al hombre y agigantan a la humanidad.


Tesoro de Atenas
La fuente de Castalia siempre ha ejercido una atracción especial sobre mí. Ese manantial que brota de las laderas del Parnaso tiene que estar impregnado de la sabiduría de los dioses y la inspiración de las musas. Pero ¿dónde están hoy las aguas cristalinas de esta verdadera fuente de la sabiduría en la que se bañó la ninfa Castalia, huyendo de Apolo? Lo ignoro. Yo no la vi. Y tampoco pude ver el bosquecillo de laureles consagrados al dios, que allí se reunía con musas y náyades, para tocar la lira y escuchar las canciones de las ninfas...

Todo esto sucedía mucho antes de que Delfos existiese, cuando la fuente era custodiada por Pitón, la mítica serpiente/dragón que fue muerta por Cadmo... o por el propio Apolo, que tampoco hay unanimidad en ello.
Del nombre de Pitón deriva el de Pitonisa (o Pitia) que es el que se dio a las mujeres que, sentadas en un trípode, interpretaban los oráculos. Parece ser que la primera de ellas fue Sibila, cuyo nombre también se convirtió en una denominación genérica con el paso del tiempo.


Egeo, rey de Atenas, consultando a la Pitia
De esta manera, con pitonisas o sibilas, durante muchos siglos Delfos fue lugar de peregrinación. Reyes, héroes y plebeyos quisieron conocer su destino a través de las aguas parlantes de la fuente de Castalia. Todas las ciudades hacían generosos donativos al templo que convirtieron a Delfos en un lugar en el que se concentraron grandes riquezas y monumentos de todo tipo para agradecer a los dioses su protección y sus oráculos. 

De todos ellos, hoy tan solo está en pie el llamado Tesoro de Atenas (así se llamaban estos pequeños templos), erigido en agradecimiento por la victoria de Maratón y restaurado a principios del siglo XX por arqueólogos franceses.


Sí se conservan, en estado más o menos visible, las ruinas del templo circular de Atenea Pronaia, con sus columnas de original aspecto, construidas con mármol y piedra de colores diferentes, y algunas piezas escultóricas singulares, como el severo Auriga o la gran Esfinge de los Naxios, que se guardan en el Museo Arqueológico de Delfos.

Tholos de Atenea Pronaia
En la parte más alta y algo apartado, se encuentra el estadio, que fue construido para albergar los Juegos Pitios, una gran competición atlética que se celebraba, en un pincipio, cada ocho años y, algo más adelante, cada cuatro. Se trataba de un gran acontecimiento deportivo, que  rivalizó en importancia y fama con los Juegos Olímpicos, celebrados en Atenas. Parece que llegó a tener capacidad para siete mil espectadores y es muy interesante acercarse a él pues se dice que, al estar algo apartado y ser preciso un cierto esfuerzo para acceder hasta el lugar en el que se encuentra, la mayoría de los grupos no suben a visitarlo (algo que, en cualquier caso, nosotros no sufrimos por el hecho de disfrutar del imprevisto lujo de poder movernos por casi todo el yacimiento arqueológico sin nadie que perturbase nuestro paseo bajo la dominante mirada del Parnaso).
El otro gran recinto deportivo que existió en Delfos, el hipódromo, no ha sido localizado por los arqueólogos, si bien yo tengo la teoría (nada científica, pero bastante lógica) de que se encontraba en el valle y, probablemente, ocupando los terrenos en los que estuvo, en su origen, el estadio, antes de ser trasladado a la parte alta de la ciudad.


Teatro, templo de Apolo y valle
Delfos es uno de los lugares de mayor calado histórico que he visitado y el poder de atracción de sus piedras milenarias se percibe a cada paso. Un sentimiento que se agudiza en esas últimas horas de la tarde, en las que la luz se va transformando hasta dejar las ruinas del legendario recinto bajo ese raro efecto crepuscular que aumenta la sensación de proximidad con la historia, con la leyenda... y hasta con los orígenes de nuestra civilización.

En Delfos, al pie del Parnaso, donde brotan las aguas de la fuente de Castalia, el tiempo quedó por siempre detenido para los dioses y los hombres. Allí los mitos eternos cobran vida y elevan las emociones del viajero a la categoría de oráculo divino, bajo la protección de las sombras del viejo templo de Apolo Pitio.

lunes, 15 de septiembre de 2014

El puente Carlos de Praga

Aquella noche Ludvic volvió a cruzar el puente Carlos entre las sombras. Pero esta vez, lo hacía más apresuradamente que de costumbre. La niebla había caído sobre Praga y era difícil hasta distinguir las negras siluetas de las estatuas que hacían guardia a ambos lados del puente.
El puente Carlos
Su amigo Josef le esperaba impaciente en su pequeña casa del Callejón del Oro, al otro lado del Moldava.
Ludvic había salido de su pequeña buhardilla y, tras atravesar la gran plaza de la Ciudad Vieja, pasó, casi corriendo y siempre bien protegido por la oscuridad, bajo el reloj astronómico del Ayuntamiento que, a esas horas, permanecía en total silencio ya que nunca suena pasadas las once de la noche. Pese a ello, Ludvic no pudo evitar una mirada de soslayo, levantando un poco la cabeza, mientras imaginaba a los doce apóstoles saliendo a saludar sobre la esfera del reloj y veía el dorado círculo inferior, en el que la escasa luz apenas permitía apreciar los signos del zodíaco de Josef Mánes. 
Acababa de dejar atrás la plaza, bella y silenciosa, con su amplia y despejada explanada misteriosamente vacía, en la que destacaban las fachadas de las iglesias de Tyn y San Nicolás, así como el monumento a Jan Hus, el sacerdote reformista checo, precursor del protestantismo, que fue quemado en la hoguera en 1415, tras ser condenado por herejía. 

Plaza de la Ciudad Vieja
Ludvic también había recordado, al pasar junto al monumento, las últimas y proféticas palabras de Hus (que en el idioma checo significa ganso): "Vas a asar un ganso, pero dentro de un siglo te vas a encontrar con un cisne que no podrás asar". El "cisne" sería Martín Lutero. Esas palabras le producían un escalofrío que no podía evitar, como tampoco podía dejar de recordarlas cada vez que pasaba por la plaza.


Una vez superada la plaza, Ludvic pasó bajo el arco de la Torre de la Pólvora y entró en el puente. Bien conocía Ludvic la belleza de la torre, considerada por muchos como una obra cumbre del gótico, pero el dichoso nombre con el que la tradición popular la conocía, no era, ni mucho menos una buena razón para que quien pasaba, furtivamente, bajo ella, estuviese tranquilo en exceso. Por suerte para él, su vieja utilización como depósito de explosivos era ya solo historia, al igual que su uso original de defensa de la Ciudad Vieja. Era un alivio.

Reloj astronómico del Ayuntamiento
Sin embargo, cruzar el puente bajo la niebla era algo con lo que Ludvic disfrutaba. Se sentía una más de las treinta estatuas que lo adornaban a ambos lados y solía pensar que si alguien le veía moverse allí, apenas apreciaría algo más que una negra silueta deslizándose por el puente más antiguo de Praga, camino de la Ciudad Pequeña (Malá Strana), por lo que podría llegar a pensar que era el fantasma de San Juan Nepomuceno huyendo de su martiro. En cualquier caso, Ludvic no se olvidó de pasar la mano sobre la placa de bronce de su pedestal, que para eso era el santo patrón de Bohemia.

Al llegar a la torre del otro lado del puente se detuvo. No pudo dejar de girarse un momento para observar las negras aguas del Moldava y el impresionante aspecto del puente Carlos.

A Ludvic le gustaba mucho. Y más, aún, de noche, en la más absoluta y sobrecogedora soledad. Su medio kilómetro de largo y diez metros de ancho, así como sus dieciséis arcos sobre el río, hacían de él una magnífica obra de ingeniería medieval, con independencia de que en la mezcla usada para fabricar el mortero con el que se sujetaron los bloques de arenisca se hubiese incorporado huevo (tal como asegura la tradición) o no. Poco le interesaba eso a Ludvic. Lo verdaderamente importante era el grandioso aspecto del puente en sí mismo. Y la historia que se había escrito sobre él, que era, en definitiva, la historia de la ciudad de Praga.


Estatua de San Juan Nepomuceno
Las dos torres que protegían la entrada a Malá Strana no eran tan impresionantes como la de la Ciudad Vieja, pero, por lo menos, nadie hablaba de que hubiesen servido como almacén de pólvora. Eso era un alivio para Ludvic... y para su sombra que, pegada a las suelas de sus zapatos, no le había abandonado desde que salió de su destartalada buhardilla.



Ya estaba en Malá Strana. Ahora solo le quedaba subir hasta el Castillo de Praga (a Ludvic le gustaba referirse al castillo con su nombre completo, aunque era evidente que estaba en Praga), el mayor del mundo y tan diferente a la idea habitual que tenemos del concepto "castillo". El Castillo de Praga es el principal conjunto monumental de la República Checa, como antes lo fue de Checoslovaquia y, en su origen, del reino de Bohemia y, más tarde, hasta del Sacro Imperio Romano Germánico. Construido en el siglo IX, en él comienza la historia de Praga.


Callejón del Oro
Con la catedral de San Vito como punto dominante del castillo, referencia fija y constante para quien, como Ludvic, sube hacia él desde el puente Carlos, el grupo de edificios, calles y murallas que se alzan, dominando Malá Strana, es, junto con el propio puente y la Ciudad Vieja, lo más representativo de la extraordinaria ciudad que fuera capital de la antigua y siempre evocadora Bohemia.

Por fin, ya casi sin aliento, Ludvic llegó al Callejón del Oro. Sus pequeñas casitas de colores pasaban desapercibidas en la penumbra, pero no tuvo dificultad para encontrar la de Josef. Llamó a la puerta con sus habituales cuatro golpes de nudillos, espaciados de dos en dos y Josef reconoció, al instante, la señal.

–Llegas tarde –dijo Josef –. Pasa.
–Tengo que esperar a que todo esté tranquilo –respondió Ludvic –. No podemos arriesgarnos.

Josef abrió un pequeño escritorio y sacó un sobre. Mostrándoselo a Ludvic, dijo:
– Llévatela. La hice anoche.
– No te preocupes, llegaremos a tiempo –aseguró su amigo.
– Eso espero –casi suspiró Josef –. Me gustaría verla publicada cuanto antes.

Ludvic asintió con la cabeza y abrió la puerta. Miró a ambos lados del pequeño y oscuro callejón y con un breve gesto de su mano se despidió de Josef.
En unos segundos, una sombra bajaba, a toda prisa, camino del puente Carlos. A mitad del puente, junto a la estatua de San Nicolás de Tolentino, Ludvic se detuvo para tomar aliento. Volvió su cabeza hacia la catedral de San Vito y murmuró entre dientes:
– Tranquilo, Josef. Pronto verás publicada tu fotografía en Turistas y Piratas.


Josef Sudek, fotografía del puente Carlos

La niebla se iba haciendo más densa y el eco de sus apresurados pasos se perdió pronto bajo la noche de Praga.





miércoles, 10 de septiembre de 2014

Asia a un lado, al otro Europa

Navegar por el mar de Mármara hacia el Bósforo es un espectáculo de unas dimensiones tan desproporcionadas  como las de la ciudad que nos encontramos frente a nosotros: Estambul.

Con sus más de catorce millones de habitantes, es la mayor urbe de Europa y, sin duda, una de las que tiene más historia a sus espaldas.
Ya lo fue desde tiempos de la Bizancio griega, objeto de disputa entre atenienses, espartanos, macedonios y persas. 
Más tarde, rebautizada por el emperador Constantino con su nombre, fue la nueva capital del Imperio Romano y, también, del Bizantino, para ser, finalmente, la gran ciudad turca que, después de haber mantenido su nombre romano (Constantinopla) incluso bajo el Imperio Otomano, lo cambió de forma oficial a Estambul en 1930, poco después de ser proclamada la moderna República de Turquía.


Dos grandes puentes unen las orillas de la gran ciudad, la europea y la asiática, separadas por el estrecho canal (que desde allí mismo parece mucho más ancho de lo que es) del Bósforo que, en su punto más angosto apenas tiene setecientos cincuenta metros.

Hoy, además, lo atraviesa un túnel ferroviario que une, como los puentes, Europa con Asia.
Los treinta kilómetros de longitud del estrecho conectan las aguas del mar de Mármara con las del mar Negro y tienen un movimiento de barcos tan intenso en la actualidad que figuran en el segundo puesto mundial de densidad de tráfico marítimo, tras el congestionadísimo estrecho de Malaca, entre Malasia, Singapur y Sumatra (Indonesia).


Es fácil comprender que la grandiosidad de Estambul complica la contemplación de sus restos históricos, pero, si nos acercamos a su parte antigua (la que se extiende en el lado europeo junto al viejo puerto), nos encontramos de lleno con algunas de las grandes maravillas que han sobrevivido hasta nuestros días. 
El puerto de Constantinopla estaba en la bahía conocida como Cuerno de Oro, cuya original forma le da nombre. La ciudad nació en la península que se extiende al sur de esta profunda y estrecha lengua del Bósforo, si bien en su orilla norte encontramos el famoso barrio de Gálata, fundado por los genoveses, cuyo interés es, asimismo, notable.


Como es habitual, yo prefiero limitarme a unos breves comentarios sobre los cinco monumentos que más me impresionan, sin que ello signifique que no haya otros que merezcan ser visitados y hasta estudiados en profundidad.

Santa Sofía en un viejo cartel

Empezaré por sus dos grandes joyas religiosas, Santa Sofía y su vecina, la Mezquita Azul. 
Dos colosales monumentos que sobresalen, imponentes, sobre el perfil de la ciudad vieja. 

Santa Sofía (que no está dedicada a ninguna santa llamada Sofía, sino a la Santa Sabiduría) es la gran reliquia de la época bizantina. Con independencia del habitual error que produce su nombre en griego, ha sido la gran basílica ortodoxa de Constantinopla, así como catedral católica latina, mezquita y, finalmente, museo.
La que hoy vemos es la tercera de las grandes iglesias que aquí se levantaron (la primera fue inaugurada en el año 360, en tiempos del emperador Constancio II, aunque algunos autores afirman que se levantó sobre una  anterior, de la época de Constantino el Grande) y está construida en el siglo VI, si bien ha sufrido diversas e importantes modificaciones, algunas de ellas consecuencia de las reparaciones necesarias tras incendios y terremotos.
Es bien conocido que, entre los materiales utilizados, se emplearon las columnas del templo de Artemisa, en Éfeso, una de las siete maravillas del mundo antiguo, que ya no podemos admirar por culpa del emperador Justiniano.
Durante más de mil años, Santa Sofía fue la mayor catedral del mundo.
Su aspecto exterior es hoy muy diferente al original, a causa, sobre todo, de los cuatro altos minaretes y otras reformas introducidas en el período otomano, cuando fue convertida en mezquita.
La enorme cúpula es una obra maestra de la arquitectura antigua y sus mosaicos son espectaculares y de una gran belleza.


Interior de la Mezquita Azul
La Mezquita Azul es inmensa y se encuentra frente a Santa Sofía. Fue construida sobre los restos del palacio imperial y una parte del gran hipódromo de la vieja ciudad. 

El sultán Ahmed la mandó edificar a comienzos del siglo XVII y su entramado de cúpulas y semicúpulas confiere al edificio un estilo que combina el de Santa Sofía con el tradicional de las grandes mezquitas. Está muy inspirada en la obra del gran arquitecto Sinan, autor de las más notables y arquitecto principal de Solimán el Magnífico.
Sus seis minaretes contribuyen a dotarla de una grandiosidad muy llamativa.
El interior está decorado con profusión de azulejos de Iznik, muchos de ellos con diferentes tonalidades azules, que le confieren la especial atmósfera que ha propiciado el nombre popular por el que es mundialmente conocida. 
Sin duda, la Mezquita Azul de Estambul es uno de los monumentos más impresionantes del mundo.


Sin salir de la península de la antigua Constatinopla, en la punta de tierra que domina el Bósforo, el mar de Mármara y el Cuerno de Oro, nos encontramos con el palacio Topkapi, residencia y corazón del Imperio Otomano durante cuatro siglos. Tras la proclamación de la República de Turquía, el Topkapi se convirtió en un museo, pero ya había dejado de ser residencia imperial, pues, a mediados del siglo XIX, el sultán se había trasladado al palacio Dolmabahçe, al norte del Cuerno de Oro.

El palacio se construyó tras la toma de Constantinopla por Mehmed, en 1453, en el privilegiado lugar que ocupaban los restos de la antigua acrópolis. Una visita obligada para quien vaya por primera vez a Estambul pues aunque, como es lógico, ha sufrido múltiples transformaciones a través del tiempo, sus jardines, tesoros, edificios y, sobre todo, su enclave, siguen conservando el encanto original de una historia que nunca muere.  


Estambul, hacia 1890
Cruzando el puente Gálata, cuyo nombre toma de la vieja ciudadela genovesa, pasamos al barrio de Pera ("el otro lado", en griego) para dirigirnos al heredero del Topkapi, el palacio Dolmabaçe. Para hacerlo, debemos continuar por la costa del Bósforo, hasta llegar a lo que fue una pequeña ensenada que se ganó al agua en beneficio de los jardines imperiales. 
Allí, Abd-ul-Mejid I construyó el edificio más grande de Turquía, sobre la misma orilla, siguiendo un estilo claramente europeo y un lujo desmedido. Su belleza y emplazamiento, mirando a la costa de Asia, le convierten en una de las imágenes que mayor impacto causan al viajero, en especial, viéndolo desde una embarcación, navegando por el Bósforo. Son mundialmente famosas su gigantesca araña de cristal de Bohemia, una lámpara de cuatro toneladas y media, regalo de la reina Victoria, y la célebre escalinata con balaústres de cristal de Baccarat.

No muy lejos del palacio, el Four Seasons at the Bosphorus nos ofrece el mejor alojamiento que un viajero puede desear en Estambul. Tal vez uno de los más atractivos hoteles del mundo, con unas vistas difíciles de superar.


Gálata desde Constatinopla
Volviendo hacia la antigua ciudadela de Gálata, llegaremos hasta la torre genovesa que domina el barrio y casi toda la ciudad vieja. Con sus sesenta y siete metros de altura y más de cien sobre el nivel del mar, fue la construcción más alta de Constatinopla, si bien es más llamativa la anchura de sus muros y su robusto aspecto que la propia altura. 

Construida en 1348, heredó el nombre popular (no el emplazamiento) de aquella primitiva torre del año 528 que, junto a la entrada del Cuerno de Oro, servía como faro y para proteger el acceso a la bahía mediante una gran cadena que la cruzaba si había riesgo de invasión enemiga. Y digo que heredó el nombre popular porque, realmente, fue bautizada como Torre de Cristo por los genoveses.
Desde su mirador se contemplan las mejores vistas de la península en la que se encuentra la mayor parte de los monumentos históricos. Es el mejor lugar para disfrutar de los distintos panoramas de una ciudad tan cargada de historia que muy pocas pueden llegar a hacerle sombra.

Tampoco hay que olvidar que Estambul fue el destino final del Orient Express, el mítico tren, tantas veces inmortalizado por la literatura y el cine, que comenzó a funcionar en 1883. 
Como una de sus consecuencias directas, en 1895 fue construido un gran hotel "europeo" en la todavía llamada Constantinopla: el Pera Palace
En mi opinión, es improbable que una estancia en Estambul esté, realmente, completa sin haber pasado por el Pera Palace. Su lujo es de otra época y es uno de esos hoteles que, aunque sigan en activo, ya pertenecen a la leyenda. Al menos, es imprescindible sentarse un rato en sus salones y reponer fuerzas con un té acompañado por unos pasteles de almendra y jengibre. Seguro que nos parecerá ver a Agatha Christie en alguna mesa cercana.


Con todo esto, y tras haber recorrido intensamente los pasillos abovedados del Gran Bazar (cuyas dimensiones son similares a las de la Mezquita Azul), estaremos en condiciones de recordar, de nuevo, la canción de Espronceda e imaginarnos a su capitán pirata, alegremente sentado en la popa de El Temido, mientras su bergantín cruza las aguas del mar de Mármara y el ve Asia a un lado, al otro Europa... y allá, a su frente, Estambul.