Navegar por el mar de Mármara hacia el Bósforo es un espectáculo de unas dimensiones tan desproporcionadas como las de la ciudad que nos encontramos frente a nosotros: Estambul.
Con sus más de catorce millones de habitantes, es la mayor urbe de Europa y, sin duda, una de las que tiene más historia a sus espaldas.
Ya lo fue desde tiempos de la Bizancio griega, objeto de disputa entre atenienses, espartanos, macedonios y persas.
Más tarde, rebautizada por el emperador Constantino con su nombre, fue la nueva capital del Imperio Romano y, también, del Bizantino, para ser, finalmente, la gran ciudad turca que, después de haber mantenido su nombre romano (Constantinopla) incluso bajo el Imperio Otomano, lo cambió de forma oficial a Estambul en 1930, poco después de ser proclamada la moderna República de Turquía.
Dos grandes puentes unen las orillas de la gran ciudad, la europea y la asiática, separadas por el estrecho canal (que desde allí mismo parece mucho más ancho de lo que es) del Bósforo que, en su punto más angosto apenas tiene setecientos cincuenta metros.
Hoy, además, lo atraviesa un túnel ferroviario que une, como los puentes, Europa con Asia.
Los treinta kilómetros de longitud del estrecho conectan las aguas del mar de Mármara con las del mar Negro y tienen un movimiento de barcos tan intenso en la actualidad que figuran en el segundo puesto mundial de densidad de tráfico marítimo, tras el congestionadísimo estrecho de Malaca, entre Malasia, Singapur y Sumatra (Indonesia).
Es fácil comprender que la grandiosidad de Estambul complica la contemplación de sus restos históricos, pero, si nos acercamos a su parte antigua (la que se extiende en el lado europeo junto al viejo puerto), nos encontramos de lleno con algunas de las grandes maravillas que han sobrevivido hasta nuestros días.
El puerto de Constantinopla estaba en la bahía conocida como Cuerno de Oro, cuya original forma le da nombre. La ciudad nació en la península que se extiende al sur de esta profunda y estrecha lengua del Bósforo, si bien en su orilla norte encontramos el famoso barrio de Gálata, fundado por los genoveses, cuyo interés es, asimismo, notable.
Como es habitual, yo prefiero limitarme a unos breves comentarios sobre los cinco monumentos que más me impresionan, sin que ello signifique que no haya otros que merezcan ser visitados y hasta estudiados en profundidad.
Santa Sofía en un viejo cartel |
Empezaré por sus dos grandes joyas religiosas, Santa Sofía y su vecina, la Mezquita Azul.
Dos colosales monumentos que sobresalen, imponentes, sobre el perfil de la ciudad vieja.
Santa Sofía (que no está dedicada a ninguna santa llamada Sofía, sino a la Santa Sabiduría) es la gran reliquia de la época bizantina. Con independencia del habitual error que produce su nombre en griego, ha sido la gran basílica ortodoxa de Constantinopla, así como catedral católica latina, mezquita y, finalmente, museo.
La que hoy vemos es la tercera de las grandes iglesias que aquí se levantaron (la primera fue inaugurada en el año 360, en tiempos del emperador Constancio II, aunque algunos autores afirman que se levantó sobre una anterior, de la época de Constantino el Grande) y está construida en el siglo VI, si bien ha sufrido diversas e importantes modificaciones, algunas de ellas consecuencia de las reparaciones necesarias tras incendios y terremotos.
Es bien conocido que, entre los materiales utilizados, se emplearon las columnas del templo de Artemisa, en Éfeso, una de las siete maravillas del mundo antiguo, que ya no podemos admirar por culpa del emperador Justiniano.
Durante más de mil años, Santa Sofía fue la mayor catedral del mundo.
Su aspecto exterior es hoy muy diferente al original, a causa, sobre todo, de los cuatro altos minaretes y otras reformas introducidas en el período otomano, cuando fue convertida en mezquita.
La enorme cúpula es una obra maestra de la arquitectura antigua y sus mosaicos son espectaculares y de una gran belleza.
Interior de la Mezquita Azul |
La Mezquita Azul es inmensa y se encuentra frente a Santa Sofía. Fue construida sobre los restos del palacio imperial y una parte del gran hipódromo de la vieja ciudad.
El sultán Ahmed la mandó edificar a comienzos del siglo XVII y su entramado de cúpulas y semicúpulas confiere al edificio un estilo que combina el de Santa Sofía con el tradicional de las grandes mezquitas. Está muy inspirada en la obra del gran arquitecto Sinan, autor de las más notables y arquitecto principal de Solimán el Magnífico.
Sus seis minaretes contribuyen a dotarla de una grandiosidad muy llamativa.
El interior está decorado con profusión de azulejos de Iznik, muchos de ellos con diferentes tonalidades azules, que le confieren la especial atmósfera que ha propiciado el nombre popular por el que es mundialmente conocida.
Sin duda, la Mezquita Azul de Estambul es uno de los monumentos más impresionantes del mundo.
Sin salir de la península de la antigua Constatinopla, en la punta de tierra que domina el Bósforo, el mar de Mármara y el Cuerno de Oro, nos encontramos con el palacio Topkapi, residencia y corazón del Imperio Otomano durante cuatro siglos. Tras la proclamación de la República de Turquía, el Topkapi se convirtió en un museo, pero ya había dejado de ser residencia imperial, pues, a mediados del siglo XIX, el sultán se había trasladado al palacio Dolmabahçe, al norte del Cuerno de Oro.
El palacio se construyó tras la toma de Constantinopla por Mehmed, en 1453, en el privilegiado lugar que ocupaban los restos de la antigua acrópolis. Una visita obligada para quien vaya por primera vez a Estambul pues aunque, como es lógico, ha sufrido múltiples transformaciones a través del tiempo, sus jardines, tesoros, edificios y, sobre todo, su enclave, siguen conservando el encanto original de una historia que nunca muere.
Estambul, hacia 1890 |
Cruzando el puente Gálata, cuyo nombre toma de la vieja ciudadela genovesa, pasamos al barrio de Pera ("el otro lado", en griego) para dirigirnos al heredero del Topkapi, el palacio Dolmabaçe. Para hacerlo, debemos continuar por la costa del Bósforo, hasta llegar a lo que fue una pequeña ensenada que se ganó al agua en beneficio de los jardines imperiales.
Allí, Abd-ul-Mejid I construyó el edificio más grande de Turquía, sobre la misma orilla, siguiendo un estilo claramente europeo y un lujo desmedido. Su belleza y emplazamiento, mirando a la costa de Asia, le convierten en una de las imágenes que mayor impacto causan al viajero, en especial, viéndolo desde una embarcación, navegando por el Bósforo. Son mundialmente famosas su gigantesca araña de cristal de Bohemia, una lámpara de cuatro toneladas y media, regalo de la reina Victoria, y la célebre escalinata con balaústres de cristal de Baccarat.
No muy lejos del palacio, el Four Seasons at the Bosphorus nos ofrece el mejor alojamiento que un viajero puede desear en Estambul. Tal vez uno de los más atractivos hoteles del mundo, con unas vistas difíciles de superar.
Gálata desde Constatinopla |
Volviendo hacia la antigua ciudadela de Gálata, llegaremos hasta la torre genovesa que domina el barrio y casi toda la ciudad vieja. Con sus sesenta y siete metros de altura y más de cien sobre el nivel del mar, fue la construcción más alta de Constatinopla, si bien es más llamativa la anchura de sus muros y su robusto aspecto que la propia altura.
Construida en 1348, heredó el nombre popular (no el emplazamiento) de aquella primitiva torre del año 528 que, junto a la entrada del Cuerno de Oro, servía como faro y para proteger el acceso a la bahía mediante una gran cadena que la cruzaba si había riesgo de invasión enemiga. Y digo que heredó el nombre popular porque, realmente, fue bautizada como Torre de Cristo por los genoveses.
Desde su mirador se contemplan las mejores vistas de la península en la que se encuentra la mayor parte de los monumentos históricos. Es el mejor lugar para disfrutar de los distintos panoramas de una ciudad tan cargada de historia que muy pocas pueden llegar a hacerle sombra.
Tampoco hay que olvidar que Estambul fue el destino final del Orient Express, el mítico tren, tantas veces inmortalizado por la literatura y el cine, que comenzó a funcionar en 1883.
Como una de sus consecuencias directas, en 1895 fue construido un gran hotel "europeo" en la todavía llamada Constantinopla: el Pera Palace.
En mi opinión, es improbable que una estancia en Estambul esté, realmente, completa sin haber pasado por el Pera Palace. Su lujo es de otra época y es uno de esos hoteles que, aunque sigan en activo, ya pertenecen a la leyenda. Al menos, es imprescindible sentarse un rato en sus salones y reponer fuerzas con un té acompañado por unos pasteles de almendra y jengibre. Seguro que nos parecerá ver a Agatha Christie en alguna mesa cercana.
Con todo esto, y tras haber recorrido intensamente los pasillos abovedados del Gran Bazar (cuyas dimensiones son similares a las de la Mezquita Azul), estaremos en condiciones de recordar, de nuevo, la canción de Espronceda e imaginarnos a su capitán pirata, alegremente sentado en la popa de El Temido, mientras su bergantín cruza las aguas del mar de Mármara y el ve Asia a un lado, al otro Europa... y allá, a su frente, Estambul.
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