Santa Gertrudis |
Cuando la fotografía no conocía la técnica del color, quienes la practicaban, suplían (con creces, frecuentemente) esa carencia con unas virtudes ausentes en la era de la policromía y, mucho más, en la digital.
La película fotográfica era mucho más, entonces, que un soporte sobre el que plasmar lo que se veía. Salvando las distancias, era como la obra de un pintor, de un escultor... de un poeta. Y lo era porque reflejaba la realidad, dotándola de unas características distintas a las originales. No un poco diferentes (algo que sigue sucediendo, incluso, con el color), sino radicalmente diversas a su realidad natural.
Así, 'dibujando' en blanco y negro sus formas y volúmenes, el fotógrafo conseguía (intencionada o casualmente) un resultado personal, sintético y, sin duda, de un mayor dramatismo, cuyas implicaciones emocionales son inevitables cuando observamos las imágenes obtenidas.
Esa gran distancia añadida a la necesaria falta de la tercera dimensión (que, como ya hemos sugerido antes, está, asimismo, presente en las fotografías modernas), aleja casi siempre a las fotografías en blanco, negro y gris de la realidad que conocemos.
Es poco probable que estos sentimientos, que solo fueron vividos en primera persona por una generación que ha estado a caballo de ambas técnicas fotográficas, vuelvan a percibirse igual en las generaciones venideras, cuya aproximación al blanco y negro solo podrá tener lugar desde un punto de vista puramente estético, pero con presumibles limitaciones emocionales.
Puerto de Ibiza (Català Roca) |
En algunas circunstancias, todo esto se magnifica en nuestro interior y no nos resulta sencillo externalizarlo con acierto.
Por poner un ejemplo, las primeras fotos de nuestros padres (me refiero a los 'padres' cuyo nacimiento tuvo lugar en las décadas iniciales del siglo XX) eran todas en blanco y negro, mientras que las últimas estaban, hechas, normalmente, a todo color.
Este hecho influye, de manera muy determinante, en los recuerdos conservados.
Hasta el punto de que nos hace dudar de la existencia del color en el mundo real de una determinada época.
Sabemos, claro, que el color existía, pero casi nos gusta dudarlo. Y lo hacemos de una forma automática, sin querer racionalizarlo. Preferimos que sea así.
Con Ibiza nos sucede algo parecido.
San Agustín |
La 'Isla Blanca' era un poco más blanca antes. Mucho antes, eso sí. Y cuando vemos esas fotografías, nadie discute ante sí mismo que fue un pasado mejor. Puede (seguro) que, en muchos aspectos, no lo fuera, pero resulta ocioso siquiera intentar pensarlo así.
En Ibiza ya existía el turismo en los años 50 y 60, como también existía en otros lugares de nuestra geografía, aunque (por suerte para aquellos años y desgracia para los actuales) se parecía muy poco al que ahora sufrimos.
Y que conste que todo esto lo dice alguien (yo) que sigue enamorado de la Ibiza actual, que ha envejecido a nuestro lado (ella de forma emocional y nosotros, sobre todo, en lo físico). Pero no se deja de querer a alguien porque envejezca. Menos aún, si lo hace a nuestro lado. Yo diría que, por el contrario, cada vez amamos más a quien envejece con nosotros.
Desde Talamanca |
Muchos pensarán que lo que estoy afirmando es casi un contrasentido y que la Ibiza actual es más joven que la retratada en blanco y negro, que solo somos nosotros los que hemos envejecido. No lo creo. Los sentimientos que despierta y comparte esa Ibiza de mediados del siglo XX son mucho más jóvenes que los que produce hoy.
Como nosotros.
Lo que pasa es que quienes amábamos a aquella Ibiza juvenil, tan blanca y radiante como la novia del recordado chileno Antonio Prieto, seguimos enamorados de la Ibiza de hoy y, cada vez que miramos sus campos, sus iglesias o su bahía (hoy despojada del impoluto fulgor que quedó grabado en nuestras retinas), volvemos a ver todo lo que nunca hemos dejado de tener dentro.
Me emociona hablar de esto. No puedo seguir. Me gusta Ibiza.
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