Cenar en el puerto de Papeete es todo un espectáculo. Repleto de pequeños puestos callejeros sobre ruedas, siempre animados y con buen ambiente, es un placer recorrerlos sin prisa y tomar algo aquí y allá, tras haber disfrutado de una buena cerveza en la terraza de la cervecería Les 3 Brasseurs.
Aquella noche, mientras paseaba entre las concurridas roulottes del puerto, pude ver cómo se aproximaba el Paul Gauguin, así que fui al muelle para observar de cerca su maniobra de atraque. El buque se fue acercando con esa majestuosa lentitud que en esas latitudes sureñas parece, aún, más reposada y blanca.
El Paul Gauguin es un elegante crucero, no demasiado grande, que hace un bonito recorrido por las islas: Huahine, Bora Bora, Moorea...
Desde luego, también tiene otros itinerarios, dependiendo de la época del año, pero lo que le ha hecho famoso en todo el mundo es su navegación por las llamadas Islas de la Sociedad, seguramente las más bonitas de la Polinesia Francesa. Si a todo ello le añadimos su sugerente nombre, el éxito lo tiene asegurado.
Aquella noche me gustó ver cómo el Paul Gauguin llegaba a puerto, probablemente tras una semana de travesía por aquellos mares (muchas veces revueltos para la navegación entre las islas, fuera de la protección coralina que las rodea). Sin embargo recordé que, siendo bellísima su singladura por ese privilegiado rincón del Pacífico, adolecía (como casi todos los cruceros) del inevitable inconveniente de la levedad de su contacto con unos destinos especiales que merecen una estancia más reposada.
Uno de esos magníficos destinos es Moorea. La impresionante isla sobre la que vemos atardecer desde Tahití y que era el objetivo inmediato de mi próxima visita a la mañana siguiente.
El vuelo entre Papeete, la capital de Tahití, y Moorea apenas dura unos minutos en un pequeño avión que se ve obligado a iniciar la maniobra de aterrizaje antes de que haya tenido tiempo de tomar altura sobre el canal que separa las dos islas. El viaje en ferry también es breve y recomendable.
Ya antes de llegar, incluso desde Tahití, nos damos cuenta de que Moorea (que significa 'lagarto dorado') es, además de un lugar de dramática e impresionante orografía, una isla bellísima.
Sus dos grandes bahías (Opunohu y Pao Pao) son, junto a su montaña sagrada (el monte Rotui, que las separa), lo más llamativo que se presenta ante los ojos del visitante.
En Moorea lo mejor que se puede hacer es descansar. Y, cuando estemos cansados de descansar, dar una vuelta por la isla y su laguna, visitar el mercado de Pao Pao y subir al espectacular mirador de Opunohu para disfrutar de la más fabulosa vista que uno pueda imaginar.
De todas las actividades acuáticas que se pueden realizar en la laguna, mi favorita es la de nadar con las rayas salvajes. Son rayas enormes, que no solo se dejan acariciar, sino que nos buscan para rozar su suavísima piel con la nuestra. Una experiencia única, mucho más especial que jugar con delfines amaestrados o dar de comer a los pacíficos tiburones.
Pasear por la isla (ya sea en moto, en quad o andando) es realmente fantástico. Descubriremos pequeños bares y tiendas muy particulares, siempre rodeados por una vegetación apabullante, con las laderas de sus prodigiosas montañas repletas de plantaciones de aguacates y piñas, siempre mirando hacia su prodigiosa laguna de aguas color turquesa.
En el mercado de Pao Pao veremos frutas y pescados en abundancia, recién recolectadas unas y pescados en la misma mañana de nuestra visita los otros. El célebre y colorista mural de François Ravello es el sello de identidad del lugar.
La vista desde el mirador de Opunohu |
Será difícil para la retina del viajero desprenderse de esta imagen durante el resto de la travesía.
La isla de Moorea |
Un milagro de la naturaleza que la humanidad deberá seguir cuidando en los tiempos venideros con creciente dedicación y compromiso.
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