martes, 25 de marzo de 2014

Sobre las cenizas de Cartago

Túnez es un país que ofrece mucho a quien lo visita.
Sus costas y playas son excelentes y acogedoras; el desierto, impresionante y grandioso; sus vestigios romanos, magníficos... pero, bajo lo mucho y muy atractivo que allí podemos ver y disfrutar, está lo más importante: las cenizas de una de las civilizaciones más poderosas del Mediterráneo: Cartago.

Ruinas de Cartago
El gran estado púnico fue, durante más de seis siglos, la mayor potencia naval de occidente, colonizadora del norte de África, de Iberia, de las islas mediterráneas. Rival de Grecia y hasta de su propia metrópoli original, Fenicia, se convirtió en la mortal enemiga de Roma hasta su total destrucción en la III Guerra Púnica por Escipión Emiliano, en el año 146 a. C.

La toma de Cartago fue una batalla terrible en la que se luchó calle por calle y casa por casa. La gran ciudad fue arrasada y sus cientos de miles de habitantes, exterminados. Solo unos cuantos fueron hechos prisioneros y convertidos en esclavos.

Dido (Cayot)
Más de cien años después, se levantaría sobre sus cenizas una colonia romana, Julia Cartago, que, con el paso de los siglos, estuvo bajo el dominio de los vándalos, de los bizantinos y, finalmente, de los musulmanes.

No sé si las más de cuatro civilizaciones que, sucesivamente, ocuparon la península que viera crecer a la gran Cartago, fundada por la legendaria y trágica reina Dido, princesa de Tiro, fueron suficientes para sepultar bajo su peso a la ciudad que puso en jaque a Roma, pero hoy es difícil encontrar sus restos originales.
Sin embargo, desde la colina de Birsa (donde fue establecida por la propia Dido la ciudadela que dio origen a Cartago) se divisan los puertos que dieron fama a Cartago en el mundo antiguo. Allí, con la vista puesta sobre un horizonte azul que se funde con el cielo, sí que nos transportamos con la imaginación a los tiempos gloriosos de Amílcar, Asdrúbal y Aníbal, los grandes generales púnicos.

Y, bajo nuestros pies, se esconden siete siglos de una poco documentada historia, borrada por Roma con esmero.

Villas romanas en Julia Cartago
Reconozco que no soy un viajero normal, pero yo pasaría días y días en Birsa, inmovilizado por la fuerza de un imperio militar y comercial, tan unido a nuestros orígenes y tan lejano en la memoria.
En pocos sitios he sentido esa sensación atemporal, triste y eterna, que nos hace volar sobre el pasado de la humanidad sin que apenas hagamos esfuerzo.

Muy cerca de lo que fuera Cartago se encuentra el pintoresco pueblecito azul y blanco de Sidi Bou Said, un enclave con privilegiadas vistas y la fortuna de tener en vigor, desde 1920, una ley que obliga a pintar las fachadas de blanco y de azul claro las ventanas y puertas.
El pueblo está en lo alto de una colina, junto al mar, lo que, unido a lo bien conservado de sus calles y casas, ayuda a conformar un conjunto de especial belleza y sosegado aspecto. Dudo que exista otra villa mediterránea tan delicadamente perfecta, con la excepción, tal vez, de algún recóndito pueblo en alguna isla del Egeo.

Sidi Bou Said
Pasear sin prisa por Sidi Bou Said es un placer para el viajero.
Como lo es detenerse en alguno de sus pequeños cafés (particularmente en el fantástico Café des Nattes, que sigue conservando la atmósfera que sedujo a artistas como Paul Klee y Macke) para tomar un té o comer algo.
Sin duda es el complemento más recomendable y un buen contraste a las intensas emociones internas que produce la visita a los exiguos, pero poderosos restos cartagineses o los incomparables mosaicos romanos del Museo Nacional del Bardo.

El mejor hotel de los alrededores es The Residence. Un lugar elegante y sin estridencias, situado en lo que hoy es el área más exclusiva de Túnez, en las afueras de la capital, junto al mar, a poca distancia del aeropuerto y próximo al centro histórico de Cartago.

Sidi Bou Said de noche
Y antes de abandonar el norte de Túnez con el nada desdeñable objetivo de adentrarse en el desierto o disfrutar de las dulces costas tunecinas, el visitante querrá comer y cenar, tantos días como le resulte posible, en el excelente Dar El Jeld, en mi opinión el mejor restaurante tradicional del país, cuya buena cocina se une a una bien cuidada decoración clásica y a un servicio que en nada desmerece sus otras grandes cualidades. Dicen que hay otros buenos en la capital (y yo no lo dudo), pero me gustaba acabar siempre la jornada cenando en su gran patio central y reposar las incidencias del día con la seguridad de no tener una sorpresa que pudiera empañar los vibrantes sentimientos despertados durante la jornada.


Luego, con el alma aún sobrecogida por esta inmersión del espíritu en el corazón de la gran Cartago, emprenderemos viaje hacia Tozeur. Pero eso ya merece un relato aparte.

1 comentario:

  1. Nos ha gustado mucho tu punto de vista y tu reflexión. ¿Conoces Siria? Es otro lugar en el que ese viaje en el tiempo, sin esfuerzo, produce la misma "sensación atemporal" más nostálgica y sorprendente que triste, diríamos... Pero es sólo cuestión de matices.

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