lunes, 28 de abril de 2014

Aquella vieja Ibiza

No es necesario rememorar el tiempo de los cartagineses para recordar una Ibiza muy distinta de la actual, llena de encanto y capaz de hacer compatible la modernidad con la más auténtica tradición popular.
Hablo de la vieja Ibiza, la que yo conocí a principios de los años setenta y que todavía está presente en la memoria y hasta en la retina de muchos.

Atardecer en Ibiza
A lo largo de este artículo, breve en palabras y generoso en lo gráfico, gracias a las imágenes que ha rescatado Corrie Franse (y que yo reproduzco aquí, en un número muy limitado con respecto a las que ella ha publicado), voy a tratar de recordar algunos rincones y paisajes que tuve la suerte de conocer personalmente, tal como aparecen en estas fantásticas fotografías de la época, con ese colorido tan especial que ya es imposible conseguir con los modernos aparatos digitales, mucho más nítidos y precisos, pero incapaces de registrar los matices cromáticos que nos ofrecían las películas y las reproducciones impresas de la época.


La ciudad y el puerto de Ibiza
Me gustaría (y así lo hago) empezar por la propia ciudad de Ibiza, mi primer contacto visual con la isla cuando llegué a bordo de uno de aquellos viejos barcos que llegaban hasta el antiguo muelle, junto al obelisco a los corsarios.
Si todavía, ya bien entrado el siglo XXI, es, en verdad, impresionante adentrarse en la bahía y encontrarse, de frente, con el abigarrado, personalísimo y espléndido conjunto urbano del puerto más bonito del Mediterráneo occidental, es fácil imaginar la sensación del que se acercaba, por primera vez, a Ibiza en la cubierta de una de aquellas antiguas embarcaciones.
Por supuesto, apenas había unos cuantos pequeños barcos de pesca y era raro coincidir en los muelles con los buques de las otras líneas de pasajeros.
Huelga decir que no existía la marina del otro lado de la bahía y que el gran muelle donde ahora atracan los transbordadores era la zona de los pequeños pesqueros que acabo de mencionar (mucho más reducida, por supuesto).

Iglesia de San Carlos
El Montesol, a la entrada del paseo de Vara de Rey, era, claro está, el gran hotel de la villa y, junto a El Corsario y Pinocho, conformaba mi trilogía hostelera favorita.

Si no habías asumido el riesgo de llevar tu coche desde la península (cuando veías cómo lo descargaban sobre el muelle, colgado de una red con una muy dudosa capacidad de resistencia, tomabas la decisión de no repetir el mismo error en tu próximo viaje) era una excelente opción alquilar una Vespa. Algo que se hacía, desde luego, con independencia de saber conducirla o no. Eso sí, los cascos no existían en aquellos tiempos.


San Mateo
El campo de Ibiza no ha cambiado tanto.
Si te alejas de la ciudad (y, sobre todo, de San Antonio), desviándote por carreteras secundarias, hasta hoy te sientes transportado en el tiempo.
San Carlos siempre ha sido una de mis áreas preferidas. El mercadillo hippie de Las Dalias nació en los años ochenta, pero el de Es Canar existe desde principio de los setenta y el bar Anita (que sigue siendo el que más me gusta de la isla), desde siempre.
Las zonas rurales de San Carlos son una verdadera maravilla y su iglesia una de las más bonitas de Ibiza. Y, aunque su arquitectura no ha cambiado, ver su imagen, tal como era en aquellos años, es una auténtica delicia.

San Miguel
En la misma zona norte de la isla, pero atravesando esos bonitos campos de tierra roja hacia el oeste, llegamos a San Lorenzo, San Miguel y San Mateo.
No habrán faltado por el camino los pequeños muros de piedra que, tanto entonces como ahora, separan unas propiedades de otras ni los algarrobos y los árboles frutales, tan frecuentes en todas las fincas.
Casas habremos visto muy pocas y menos, aún, se veían antes.
Siempre organizadas alrededor de su iglesia, estas pequeñas poblaciones eran en los años setenta verdaderas maravillas, detenidas en el tiempo. Y seguían siendo enclaves puramente rurales, ya que el incipiente turismo se concentraba en la costa.



Puerto pesquero de Portinatx




En el extremo norte, tenía mucha fama la cala de Portinatx, considerada muy salvaje y natural.
Sus muy extensos pinares ayudaban a mantener un microclima que los visitantes nórdicos apreciaban mucho. El hecho de que era (y es) el punto más alejado de la capital, también contribuía a complementar su fama.
El pequeño puerto de pescadores, al final de la carretera, pasadas las dos calas principales que hay en Portinatx se conserva casi intacto y es un lugar fantástico para nadar en aguas cristalinas, pasear en barca y disfrutar de una puesta de sol bellísima y mucho más tranquila que las más concurridas alternativas del Café del Mar o cala Conta.

San Lorenzo
Volviendo a San Lorenzo, un rústico enclave con pocas construcciones, es bonito recordar lo muy oportuna que resulta la observación de sus lágrimas celestiales (las Perseidas), en la noche del diez de agosto, desde cualquiera de sus solitarios campos cercados, una vez concluidas las celebraciones locales del santo. Ya de buena madrugada, cuando se recupera la tranquilidad y el silencio, es (y lo era aún más en aquellos tiempos) un extraordinario y poco común placer, recibir a la lluvia de estrellas fugaces en lo que representa una impoluta y refrescante ducha de luz para el espíritu.


Aquella lejana Ibiza me fascina y sigue muy viva en mi recuerdo. Pero lo que hemos visto aquí es solo una pequeña muestra. Dejaremos para otro momento la memoria de las demás imágenes de aquel nostálgico pasado que siguen ocupando un lugar destacado en nuestro ánimo.

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