miércoles, 22 de octubre de 2014

Otra mirada a Roma

Un viaje improvisado suele ser una eficaz terapia contra el agotamiento mental y el desgaste de la rutina del día a día. Y para que sus efectos sean, aún, más notables, conviene decidirlo en el último momento y sin hacer grandes preparativos. Si, además, nos vamos a un lugar en el que el arte y la historia nos envuelven, sin posibilidad de la más remota escapatoria, habremos multiplicado nuestro éxito.
Roma es el destino perfecto para combinar estos imprescindibles paliativos emocionales para combatir la fatiga del espíritu.
La ventaja principal de Roma es su patrimonio es universal, por lo que no es probable que paseemos por sus calles o nos asomemos a las balaustradas del Tíber sin sentir que estamos volviendo a casa. A una casa que es la nuestra desde hace unos dos mil años (y lo digo con la intención expresa de quedarme muy corto en el tiempo).

El Anfiteatro Flavio, conocido como Coliseo
Lo normal es viajar muchas veces a Roma. 
No es necesario buscar una excusa. Basta con ir. 
Cuantas más sean nuestras visitas a la ciudad que fundó Rómulo, mejor disfrutaremos de una estancia corta junto a sus casi incontables piedras milenarias, perdiéndonos por sus infinitos rincones.

Conocer Roma es imposible, ni siquiera aprendiéndose de memoria los dos tomos que editara mi bisabuelo en El Progreso Editorial, allá por 1889, así que no hay que esforzarse en el vano intento de abarcarlo todo.
Lo mejor que podemos hacer, superados los recorridos imprescindibles en nuestros anteriores viajes, es movernos sin rumbo fijo, observando cuantos detalles seamos capaces de abarcar y que, seguramente, nos habían pasado inadvertidos en otras ocasiones. La sensación de ver por primera vez algo que lleva en el mismo sitio varios cientos de años (o de lustros) nos invade cuando vamos andando, sin prisa, por una ciudad que sigue iluminando la historia del mundo.

Detalle del Arco de Constantino
Como casi todos los grandes monumentos de Roma, los foros imperiales nos siguen hoy ofreciendo perspectivas nuevas cada vez que nos acercamos a ellos, algo que nos ocurre hasta con el propio Coliseo, el Anfiteatro Flavio, cuya inauguración se celebró con cien días de festejos. 

Comparado con el Coliseo, el Arco de Constantino, es moderno, pero su edificación en la Via Triunphalis, al pie del monte Palatino (mi colina favorita de las siete de la vieja Roma) y la vista que desde su emplazamiento se contempla del gran anfiteatro, le confieren un aspecto imponente, que debió serlo, mucho más, en los tiempos del IMP · CAES · FL · CONSTANTINO · MAXIMO · P · F · AVGVSTO (Emperador César Flavio Constantino, máximo pío y bendito Augusto), como reza la inscripción que lo corona. Otras, sobre los arcos menores, hacen votos conmemorativos de su décimo y vigésimo aniversario del "liberador de la ciudad", como en el propio monumento se resalta.

Templo de Rómulo
Ya en el interior del recinto de los foros, el Templo de Rómulo siempre me ha llamado la atención, tanto por la solución arquitectónica de su fachada (que, más tarde, tendría gran influencia en un buen número de monumentos), como por el hecho insólito de conservar su magnífica puerta original de bronce y sus dos rojas columnas, de estilo corintio, de pórfido, lo que no deja de ser asombroso, sobre todo si tenemos en cuenta que la ciudad ha sufrido múltiples saqueos en el transcurso de los siglos.

También me impresiona observar las ocho columnas que quedan en pie, desafiando al tiempo, de la tercera reconstrucción del Templo de Saturno, una de las construcciones más antiguas de la primitiva República Romana, que tenía la nada intrascendente función de guardar las reservas de oro y plata de la ciudad, así como de custodiar los archivos de Roma. Hay que ser muy insensible para no impresionarse con el efecto que sus esbeltas columnas jónicas, erguidas sobre un alto podio, y su casi intacto frontón nos ofrecen cuando las observamos a contraluz desde cerca, con su inscripción frontal sobre nuestras cabezas, recordándonos cómo fue levantado de nuevo, tras un incendio en el siglo III.

Templo de Saturno
Caminar entre los vestigios de la historia de Roma, pisando las mismas piedras que sus antiguos habitantes y sentándote a descansar un rato sobre el mármol de una noble columna caída, es una invitación permanente a que cuestionemos el grado de sensatez que tiene el hecho de que millares y millares de personas paseen distraída, alegre y, muchas veces, irresponsablemente, por un terreno cuyo auténtico valor histórico y cultural es, de todo punto incalculable.

Y no puedo evitar sentirme como un bárbaro que horada con sus modernos zapatos lo que queda de unas calzadas pensadas para las sandalias del populus romanus. Hasta el huno Atila y el cartaginés Aníbal, grandes enemigos de Roma, fueron más respetuosos con la capital del mundo antiguo que nosotros, las hordas de bárbaros turistas que avasallamos la historia de la humanidad con el poder que nos confiere un puñado de miserables dólares, euros, rublos o yenes...

"Goza en las tuyas sus reliquias bellas
para envidia del mundo y sus estrellas".
Estos últimos versos de Rodrigo Caro, en su Canción a las ruinas de Itálica, retumban en mi mente cada vez que pienso en ello. Y eso que él, por lo menos, le hablaba a Fabio en medio de campos de soledad. No puedo imaginarme lo que diría hoy, ante las de Roma.

Bajando del Capitolio

Dejando atrás los foros y el Palatino, me gusta subir hasta la colina Capitolina, tan cargada de historia, y asomarme a la tristemente célebre roca Tarpeya, echar un vistazo a la loba Luperca, saludar al Marco Aurelio ecuestre original (o a su réplica exterior), observar las proporciones de la plaza diseñada por Miguel Ángel y descender hacia el Campo de Marte por la muy curiosa escalera-rampa, accesible a peatones y, también, para jinetes montados sobre sus cabalgaduras. Mientras bajo, suelo mirar de reojo el lateral del Altar de la Patria que, visto parcialmente y medio oculto por la vegetación y la inacabada y austera fachada de Santa María de Aracoeli, parece hasta bonito. Por cierto que de esta basílica, sin duda digna de ser visitada, casi siempre me acuerdo cuando ya estoy abajo (y sus larguísimas escaleras me desaniman a reemprender la empinada ascensión para volver a verla por dentro).


Una esquina del Trastevere
Comer en el Trastevere es estupendo, por lo que suelo acercarme a él tras dar un rodeo para llegar hasta Santa Maria in Cosmedin y volver a tocar el mármol del antiquísimo rostro de lo que yo sigo manteniendo que hace dos mil años fue una fuente y en nuestros días es una atracción turística de primera magnitud, sobre todo, después del susto que Peck dio a Hepburn durante el rodaje de "Vacaciones en Roma" (que fue real). 
Me refiero, claro está, a la Bocca della Verità, con cuya imagen barbuda creo que guardo una cierta similitud, lo que aumenta mi simpatía por la popular reliquia del siglo I.

El Panteón de Adriano

Tampoco es mala alternativa dejar el Trastevere para la noche y comer en la vieja Pizzeria da Baffetto, en la via del Governo Vecchio (tiene una sucursal, pero solo me gusta la antigua), no demasiado lejos del más importante monumento de la Roma clásica: el Panteón. 

El Panteón es lo que siempre hay que ver cuando uno va a Roma. Una obra de arquitectura e ingeniería sin parangón en la historia. 
Todavía me pregunto cómo fueron capaces de construir una cúpula de tan grandes dimensiones con los medios y la tecnología de la época. No solo es el monumento antiguo mejor conservado de la vieja capital imperial, sino que es un edificio de una belleza absoluta, casi imposible de superar.
Fue levantado en tiempos de Adriano, sobre los cimientos de un anterior templo de la época  de Agripa, siendo este nombre el que aparece en el friso del pórtico actual, lo que indujo, durante muchos siglos, al error de pensar que se trataba del templo original. Todo apunta a que Adriano (poco proclive a poner su nombre en las obras públicas realizadas bajo su mandato) quisiera mantener el del promotor del que se construyó unos ciento cincuenta años antes.

Cúpula del Panteón
No sé si realmente fue, tal como algunos especulan, Apolodoro de Damasco su arquitecto, pero lo que sí nos consta es que fue la obra de un genio capaz de hacer que la mayor cúpula de hormigón de la historia se mantenga como nueva veinte siglos después y, no conforme con ello, conseguir un espacio de proporciones perfectas e impactantes, tanto desde el punto de vista técnico como del estético. 

Yo nunca me canso de colocarme bajo su óculo central para ver como entra la luz en su interior, dotando al revestimiento interno de la cúpula de un efecto luminoso nítido y, a la vez, difuminado, mientras aligera el peso de la estructura, consiguiendo que disminuya la tremenda presión que se ejerce sobre los muros. Nunca he estado allí el día de Pentecostés, pero debe ser fantástico ver como descienden, desde el perfecto círculo de la linterna que corona la cúpula, miles de pétalos de rosas rojas, en representación de la venida del Espíritu Santo, en forma de lenguas de fuego (de ahí el color de los pétalos), sobre los apóstoles. Como es lógico, el fondo musical de este espectáculo lo constituye un coro entonando el Veni Creator...



Ángel de Paolo Naldini, copia del original de Bernini
El tiempo en Roma, como todos sabemos, es eterno pero, pese a ser así, tarde o temprano tendremos que acabar en el Vaticano. Para ello, lo mejor es seguir el curso del río hasta alcanzar el puente de Sant'Angelo, afortunadamente peatonal, que data de la misma época que el Panteón, aunque el responsable de su aspecto actual es Bernini, quien diseñó sus dos hileras de ángeles, cada uno de los cuales lleva en sus manos un instrumento de la pasión de Cristo.
Casi todo el mundo coincide conmigo en la opinión de que se trata del puente más bello de Roma, tanto por sus elegantes arcos antiguos sobre las aguas del Tíber, como por enmarcar con tanto arte el impresionante Mausoleo de Adriano (conocido hoy como el castillo de San'Angelo), al que es imposible acercarse sin escuchar, en el interior de nuestra mente, el aria de Cavaradossi.

El Ángel y la gaviota se observan en silencio
Mientras lo cruzo, siempre busco las dos imágenes creadas, personalmente, por Bernini (las dos mejores) que, desde luego, no son las originales, pero sí unas excelentes copias cuyo blanco intenso, manchado por el paso de los años, se recorta contra el azul del cielo romano. 
También se obtiene desde el puente una magnífica vista de la cúpula de San Pedro, en la que merece la pena recrearse un buen rato.

Son tantos los detalles que se observan durante un breve viaje de un par de días a Roma que sería inapropiado relacionarlos aquí, así que los guardo para otra ocasión. O, mejor aún, volveré a vivir otros nuevos en cualquier momento. En cuanto haga otra visita imprevista y fugaz a Roma.



























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