miércoles, 19 de noviembre de 2014

Amsterdam, Rembrandt, Vermeer y Van Gogh

Dam
Hace ya mucho tiempo que yo no visito Amsterdam, un error muy grave por mi parte que debe ser considerado como falta imperdonable.
Viajar a Amsterdam (escrito sin tilde si lo pronunciamos como, desde un punto de vista etimológico, parece más correcto) es algo que debe hacerse con una cierta regularidad, aunque solo sea para saludar de cerca a sus cuatro puntos cardinales: tres pintores y unos cuantos canales. Sí, a sus canales concéntricos los considero como un solo punto, de la misma forma que a sus tres grandes pintores los cuento como lo que son (tres), aunque dos de ellos estén en el mismo sitio.

Llegué por primera vez a esta bonita y acogedora ciudad con buen tiempo, lo que me permitió dejar el coche aparcado junto al céntrico y confortable hotel Owl (al que será preciso regresar algún día) y desplazarme en bicicleta por sus calles, algo especialmente indicado para Amsterdam y muy poco sensato para hacerlo en Madrid.
La ventaja que tenía el Owl era, sobre todo, su situación. Bien es cierto que la zona histórica de Amsterdam es pequeña y cómoda de recorrer incluso a pie, pero estar tan cerca de los dos museos que tanto me atraían en aquella primera visita, era un argumento positivo importante.
Hoy han pasado muchos años desde entonces y estoy convencido de que habrá múltiples alternativas mejores, pero yo sigo agradeciendo a los amigos que me lo recomendaron el haberme sugerido ese hotel para mi primer viaje a la capital holandesa.

Van Gogh, 1890
El Museo Van Gogh estaba recién inaugurado, por lo que tuve la suerte de ser uno de sus primeros visitantes. Por cierto que, tal vez por ser aún poco conocido, pude recorrerlo sin el más mínimo agobio, algo muy diferente a lo que ocurre en nuestros días. Tengo que buscar las fotos que hice en el interior del museo. No sé si hoy está permitido, pero entonces sí que lo estaba y fue un placer añadido a la visita de aquel edificio moderno y luminoso, levantado junto a un bonito parque.
Como todos quienes me conocen saben, yo soy un gran admirador de la obra de los últimos años de Van Gogh, por lo que (pese a que, para mí, este gran artista está mucho más vinculado a Arles y a Saint-Remy que a su país natal) no dejo de agradecer a las autoridades holandesas que tuvieran la feliz idea de crear este museo para recoger en él la obra del genial Vincent.
Sabemos bien lo que sufrió Van Gogh en vida, como también somos conscientes de que la locura no está reñida con el arte, entendido en este caso desde la más extraordinaria capacidad de innovación que nadie sabe hasta dónde hubiese podido llegar de no haber visto truncada su vida en aquel trágico mes de julio de 1890, siendo, aún, muy joven.
Este museo es, tanto por lo que contiene como, sobre todo, por lo que representa, uno de los hitos (esos que yo llamo 'cuatro puntos cardinales') de la ciudad de Amsterdam.

Rembrandt, 1642
El segundo y el tercero (están bajo el mismo techo) los tenemos a muy poca distancia de Van Gogh, en el Rijksmuseum, el Museo Nacional de Amsterdam.
Adentrarse en las salas del más importante museo de Holanda es una de las experiencias más saludables para cualquiera que tenga una mínima sensibilidad hacia el mundo del arte. En mi primer viaje, yo lo hice, como es lógico, atraído por la fuerza de los vibrantes claroscuros de Rembrandt pero, en otra ocasión, mi amigo Martin van der Pal tuvo la muy feliz iniciativa de organizar una conferencia internacional, recibiéndonos en su cena de gala con una reproducción en vivo de La Ronda Nocturna, obra maestra de Rembrandt y máxima joya del Rijksmuseum.
Fue una ocasión memorable, de la que guardo un recuerdo gráfico extraordinario, que ni El Pequeño Nicolás sería capaz de igualar. 
El gran (en calidad y tamaño) óleo de Rembrandt daría, por sí solo, valor a cualquier museo del mundo, y más si está, como aquí, acompañado por otras notables obras del gran pintor barroco, considerado por casi todos como el más alto exponente de la pintura holandesa. 

Sin embargo, hay otro artista, con unas pocas pinturas de pequeñas dimensiones en él expuestas que, sin menosprecio para el gran maestro de Leiden, atesora unas virtudes muy poco comunes y de singular belleza artística.
Vermeer, 1660/61
Me refiero, desde luego, a Vermeer. No se conocen de este extraordinario genio de la paleta más de treinta o treinta y cinco cuadros (alguno en paradero desconocido tras el audaz robo perpetrado en Boston en 1990, en el que también desaparecieron tres cuadros de Rembrandt), pero todos ellos son de una sutil delicadeza en la que destaca su inigualada técnica para destacar el efecto de la luz, utilizando una composición escenográfica cuidada y sencilla, capaz de provocar una impresión muy especial en el espectador, más próxima al resultado plástico de una película fotográfica de suavizada belleza que al que parece posible lograr con el arte de un pincel.
Dalí solía repetir que Johannes Vermeer era el más grande artista de la pintura que el mundo había dado y, en mi opinión, es muy probable que estuviera en lo cierto, pese a ser muy difícil de comparar obras de tan reducido tamaño, como lo son todas las de Vermeer, con las realizadas en enormes dimensiones por otros grandes maestros de la pintura universal, como Velázquez o el propio Rembrandt.

El cuarto punto cardinal lo necesitamos para reponernos de tanta concentración de arte.
Algo que se consigue fácilmente paseando junto a los canales, cuya paz es notable, en especial, a la caída de la tarde.
Si (siendo un poco desleales con el modesto Owl) nos hemos alojado en un hotel junto a uno de estos canales o, mejor aún, en el Amstel, a la orilla del río que da nombre a la ciudad, disfrutaremos con más facilidad de la sensación de estar en un entorno muy particular, diferente a la mayor parte de las ciudades que conocemos, con una arquitectura que muestra una gran personalidad y que está muy bien mantenida en todo el casco antiguo. 

Tampoco es mala elección el American Hotel, un edificio histórico y con estilo propio. Sus Café Americain y Bar Americain son dos locales tradicionalmente frecuentados por artistas, intelectuales y escritores. Sitios perfectos para hacer un alto en el camino y, más tarde, seguir por esos puentes y canales que se combinan con el reflejo de unas luces que parecen surgir del fondo del agua o tener vocación de luciérnagas gigantes, siempre dispuestas a presumir de sus variados colores en medio de la paz de la noche. Una tranquilidad que solo se rompe en la gran plaza Dam o en los alrededores de la Amsterdam Centraal Station.

Una ciudad viva, amable y acogedora, llena de rincones apetecibles y paseos relajados, en la que el arte de la pintura, a su más alto nivel, está siempre presente para recibirnos con los brazos abiertos y entregarnos la belleza que nos dejaron en herencia los tres grandes maestros que allí nos esperan: Rembrandt, Vermeer y Van Gogh.

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