miércoles, 22 de agosto de 2012

Desde Èze a Menton

La Costa Azul no sería lo que es sin Montecarlo.
Efectivamente, digo Montecarlo y no Mónaco (para los italianos, verdaderos pobladores del Principado antes de que fuera invadido por las hordas de millonarios apátridas, Mónaco siempre será Montecarlo, y no solo porque para ellos Monaco está en Baviera), ya que, si bien el Palacio de los Grimaldi está en la roca de Mónaco, es Montecarlo y su casino, lo que imprime carácter a este pequeño país de solo treinta mil habitantes (de los que, por cierto, apenas cinco mil tienen la nacionalidad monegasca).

Pero volvamos a nuestro viaje por la Costa Azul.
Llegamos a Mónaco por la autopista que domina el Principado desde muy arriba, porque la carretera de la costa (hay varias "cornisas") es, sencillamente, imposible (hasta Aníbal prefirió cruzar los Alpes con sus ejércitos, impedimenta y elefantes, con tal de evitar el camino de la costa para llegar a Italia). 
Desde lejos, Mónaco es como Nueva York (o como Benidorm -con perdón-, aunque sin playa y pegada a la montaña), pero cuando llegamos al centro, descubrimos algo diferente a lo que estábamos esperando. Al menos, en parte. Todos tenemos una imagen muy concreta de Montecarlo: la Plaza del Casino, frente al mar. Y eso no nos defrauda, porque allí está, exactamente como nosotros sabíamos que estaba. El problema no es ése. El problema viene a continuación.
Casino de Montecarlo
Porque ahora voy a contar lo que el visitante va a hacer en Mónaco. Sí, he dicho lo que "va" a hacer, no lo que "debe" hacer.
Y éste es el problema. Solo se puede hacer (con ligeras variaciones) lo que voy a escribir:

Aparcaremos el coche en el bien organizado parking subterráneo de la Plaza del Casino. Saldremos frente a la fachada del casino más famoso del mundo y daremos un paseo por la plaza, que continuaremos hasta las terrazas que nos ofrecen una bonita y amplísima visión del mar. En algún momento nos sentaremos en la terraza del Café de París, junto a la entrada del Casino, para tomar algo y decidiremos si entramos o no a verlo por dentro y jugarnos unos euros (¡que poco romántico es un casino en el que se juega en euros!). Se puede entrar a cualquier hora. Y a cualquier hora decepciona, sobre todo, por el "personal" que juega en las pocas mesas abiertas: turistas tontorrones, entremezclados con individuos poco tranquilizadores, malvestidos y de aspecto mezquino. Nada de baronesas ni aristócratas rusos o jeques árabes con túnicas adornadas con bordados de oro. Ni siquiera excéntricos millonarios americanos o militares británicos retirados, con monóculo y ayuda de cámara. Desde luego era mejor la imagen que teníamos que la realidad. Eso sí, nos queda la esperanza de que, algún día, las cosas fueron como nosotros las habíamos pensado...

Hay dos hoteles muy elegantes cerca. Uno, el Hôtel de Paris, en la misma plaza, junto a la entrada del Casino. Otro, el Hermitage, en otra plaza contigua. En el Hôtel de Paris hay un magnífico restaurante (fue aún mejor en otro tiempo), a precios que quitan el apetito de por vida.
Y ya está. No hay calles por las que apetezca pasear ni tiendas en las que curiosear (aparte de unas -pocas- que ya nos conocemos de todas partes, como Cartier o Louis Vuitton). Parece que la ciudad te está diciendo: "¡Hale!, ya me has visto. Te puedes marchar".
Cabe la remota posibilidad de visitar el Palacio y el Museo Oceanográfico, claro, ambos al otro lado del puerto, atravesando La Condamine, frente a Montecarlo (en lo que ellos llaman Monaco), pero no es probable que lo hagamos, como tampoco lo es que visitemos la otra alternativa: el Jardín Exótico (en Fontvieille). Así que lo más sensato es marcharnos antes de que nos entre la depresión "pos-montecarlo", muy habitual si alargamos nuestra visita, que debe tener la duración exacta para que nos haya dado tiempo a decir: "¡Qué bonito!" (que lo es), pero todavía no hayamos empezado a pensar: "¡Vaya rollo!" (que también lo es).

Muy cerca de Mónaco tenemos dos buenas opciones para completar nuestro viaje: Èze, hacia Niza,y Menton, hacia Italia. Hablaré un poco de las dos, porque ambas lo merecen.

Antes de llegar a la autopista, por la salida sur de Mónaco, hay un desvío hacia Èze, que debemos tomar. Con cierto cuidado, porque hay dos Èze: Èze-Village y Èze-Bord-de-Mer.
Èze-Village
La que nos interesa es la primera. Se llega pronto y, tras dejar el coche en la plaza, a la entrada de la parte antigua, nos adentramos en el interior de una singular villa medieval, colgada sobre un altísimo acantilado. Las callejas son más auténticas que en Mougins o Saint Paul, aunque el pueblo es muy pequeño.



Èze tiene dos establecimientos muy especiales. El más famoso es el hotel La Chèvre d'Or, verdaderamente original y con un buen restaurante. El otro es el Château Eza, cuyas terrazas tienen una vista que corta la respiración. Aquí se puede comer o tomar un refresco o aperitivo, disfrutando de un escenario sin igual.
A pocos kilómetros de Èze, está La Turbie, con su célebre monumento romano, Trophée des Alpes, que domina, impasible y misterioso, toda la costa de Mónaco.

Cartel del viejo Menton
Por la salida norte de Mónaco, pero más lejos que Èze (conviene ir por la "cornisa" mediana), nos encontramos con uno de los pueblos marineros más bonitos de la Costa Azul: Menton. Su vista desde lejos es de cartel turístico y su aspecto y color delatan su origen italiano (de hecho, nos preguntaremos si estamos ya en Italia). La visita del pueblo desde la playa y el otro lado del puerto (precisamente desde la frontera italiana) es de las mejores que podremos tener en todo el viaje. La torre de su iglesia, recortada junto a sus abigarradas casas de tonos ocres, nos vuelve a llevar a los tiempos en los que la Riviera vivió su máximo esplendor.
Menton tiene, aparte de múltiples pequeños restaurantes (ninguno muy reseñable) y tiendas, la mejor heladería que conozco (se sigue notando su origen italiano). Está en la calle Saint-Michel, ya cerca del puerto, casi saliendo del casco urbano. Hay quien dice que merece la pena todo el viaje solo por tomarse allí un buen helado, paseando por sus viejas calles...

Y, entre unas cosas y otras, ya hemos llegado a la frontera de Italia. ¿Quién se atreve a cruzarla y seguir hasta Portofino?

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