Sabina tortuosa de la isla de El Hierro |
En la isla de El Hierro, lejos de casi todo, crecen las sabinas.
No, no son aquellas que raptaron los romanos cuando su gran imperio era tan solo un proyecto.
Las sabinas de El Hierro nacieron, quizás, en San Borondón, la isla fantasma.
Puede que el viento las llevase, desde allí, hasta los desgarrados acantilados volcánicos de los restos de La Atlántida que cuelgan de la séptima isla. La del nombre de metal, ésa que vemos en los mapas sin aspirar a comprobar su existencia. El Garoé es el árbol sagrado de los bimbaches, sí, pero los alísios y la lluvia horizontal concentraron más su magia en las sabinas que en el santificado tilo. Es algo que ocurre muchas veces. Sobre todo en las leyendas.
Cuenta una de ellas que un marinero, de barba gris y tristes ojos, llegó hasta San Borondón. La isla existía. El mar y la vida le llevaron hasta sus rocosas costas en su viejo barco, el Lady Grey, ese antiguo cascarón que el marinero había engrandecido con sus propias manos, soñando siempre que un día navegaría con él hasta islas que no necesitarían ser vírgenes para ser bellas y luminosas. Pero la niebla confundió su rumbo y su bitácora. El sextante fue engullido por las olas y el timón perdió su norte.
Nadie habitaba San Borondón. Había rastros de hombres, desde luego. Las huellas de un marino catalán, las de un navegante italiano... algunos castellanos también parecían haber pasado por sus arenosas orillas, que se adivinaban ansiosas de entregarse al primer conquistador que clavase su bandera en unas tierras inseguras y abandonadas de esperanza.
El marino dudó. No era la isla que buscaba. No estaba cubierta de campos de espliego y de lavándula. De sus entrañas no brotaban manantiales dulces y apacibles. Ni los frutos de sus árboles... ¡sus árboles! Nunca había visto árboles como aquellos. En el centro de la isla, un drago milenario, erguido en la cumbre de una loma, parecía llorar con desconsuelo. Junto a él, una sabina retorcía su tronco en movimientos tortuosos y constante, acercándose al drago... y alejándose de él, cuando las ramas de éste parecían saludarla con la ayuda del viento. La sabina no cesaba en su persistente baile. Se doblaba tanto que su copa besaba el suelo y sus hojas esparcían el polvo, inerte y fatuo, echándolo sobre una cama de lava nigérrima de la que parecía haberse levantado el drago solitario, en cuya corteza se distinguían tres letras, tatuadas a fuego por rayos y relámpagos.
La macabra danza era interminable, como la historia. Era delirante y reiterativa, como el bolero. Era fantástica, como la sinfonía.
El marinero de la barba gris y los tristes ojos no pudo resistirlo más. Abandonó San Borondón con el pecho vacío. Por un momento, siguió divisando la silueta de la isla entre la niebla y las nubes que volaban tocando los mástiles del Lady Grey, cuyas cuadernas crujían entre la espuma, pero, de pronto, el fantasma de tierra y roca desapareció. Estalló un trueno y se disipó la niebla. Ningún rastro quedaba de la isla, del drago, de la sabina...
Una música, lenta y suave, se enredó en los mástiles. Lívida, como el fuego de San Telmo. Era una melodía conocida, mil veces escuchada en tardes calurosas y blancas... mil veces soñada en noches solitarias y negras.
Hoy, las hijas de aquella sabina crudelísima viven en El Hierro. Allí esperan, tortuosas como su madre, al viajero que, sin miedo a los mapas ni a la memoria, se decida a visitarlas. Nunca verá árboles como éstos. Troncos retorcidos y doblados; hojas que se entierran, buscando sus propias raíces...
Son árboles atormentados por el viento y el recuerdo. Árboles que lloran, con lágrimas de arena, por un pasado que voló por culpa del silencio. Por un pasado que pudo ser futuro, sin barcos ni excusas de por medio.
Las sabinas tortuosas. Los árboles del fin del mundo. Las almas retorcidas del final de la esperanza.
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