jueves, 11 de diciembre de 2014

Navidad en Megève

Pasar las fiestas navideñas lejos de casa es un hábito que siempre me ha parecido muy prudente y recomendable.

El centro de Megève
Procuro practicarlo con tanta asiduidad como puedo y, puesto que ya he cumplido un buen número de años, he tenido oportunidades para hacerlo de muchas y muy diferentes formas.
Una alternativa razonable es viajar durante esas fechas tan entrañables (y, sobre todo, tan difíciles de soportar con un mínimo de serenidad y paz mental y estomacal) a una de esas ciudades que tienen, además de la ventaja de la lejanía, esa otra de proporcionarnos un entorno algo más atractivo, como pueden ser, por ejemplo, Nueva York, París o Venecia. 

Escudo de Megève
Ahora mismo sería incapaz de recordar todos los sitios en los que he pasado, al menos una parte de estas festividades que se hacen siempre tan largas y agotadoras cuando decides correr el riesgo de permanecer en tu habitat natural (algo que solo es recomendable si eres niño y, además, vives en los años cincuenta o sesenta del pasado siglo, lo que cada vez es más improbable que suceda), pero, desde luego, han sido muchos y diversos.
Guardo buen recuerdo de casi todos aunque, quizás, los mejores están vinculados al mundo de la nieve.


De entre todos ellos, quiero hoy destacar a un pequeño pueblecito de los Alpes que reúne unas características muy excepcionales: Megève.

La leyenda de Tirecorde

Megève es uno de esos pueblos de montaña que solo parecen existir en los cuentos o en el mundo del cine. 

Está situado entre dos valles, en la Alta Saboya francesa, y si bien su fundación original es atribuida a Muffat y Grosset, protagonistas de la antigua leyenda de Tirecorde, es la familia Rothschild la que, en la segunda década del pasado siglo, se decide a convertir Megève en un centro de vacaciones de invierno del más alto nivel, capaz de competir con las estaciones suizas más prestigiosas del momento.
Para llegar a Megève lo mejor es volar hasta Ginebra y, desde allí, viajar por carretera con uno de los numerosos servicios de coches o pequeños microbuses que conectan el aeropuerto con las diversas estaciones y pueblos de los Alpes franceses.
Una vez allí, el principal problema es decidirse por buscar alojamiento en el bello y apartado Mont d'Arbois o hacerlo en el centro del pueblo. Es una elección difícil, aunque para Navidad es mejor quedarse abajo, en ese pequeño y pintoresco núcleo urbano, que nos parecerá sacado de un relato navideño (de los de antes, claro).

En el Mont d'Arbois nos quedaremos en el Chalet du Mont d'Arbois o el La Ferme du Golf (en verano hay un bonito campo de golf junto a lo que en invierno son pistas de esquí).
El Chalet, de gran elegancia y perfectamente integrado en el estilo alpino, es la opción más cara, pero es realmente un sitio muy especial en todos los sentidos.
Y tampoco es mala alternativa La Ferme, más familiar y muy bien situada para quienes practiquen el esquí (y el golf en verano, claro). Madera por todas partes y una cuidada decoración crean un ambiente tradicional de montaña, en el que todos los detalles (incluida la comida) están cuidados.


El gran hotel del pueblo es Les Fermes de Marie. Un lugar tan excepcional que pertenece a ese elegido grupo de albergues en los que el lujo se siente por todas partes, pero no se hace ostentación de él. Lo sentimos, pero no lo vemos, como debe ser. Magnífico en todos los aspectos y a solo dos pasos de la plaza de la iglesia, en la que todas las navidades se coloca un abeto que completa un cuadro, generalmente nevado en esas fechas, que hace aún más perfecto el cuidado entorno de uno de los pueblos más bonitos que conozco en los Alpes. Está claro que Rothschild no eligió mal.

Navidad en Megève

Como es lógico, hay muchos otros hoteles, albergues y apartamentos en Megève, tanto en el centro como en los alrededores y la mayoría están bien cuidados, como corresponde a una estación de esquí tan exclusiva, pero que tiene la gran virtud de saber mantener, a la vez, un espíritu familiar que la hace muy acogedora para ir con niños, lo que, en Navidad, es siempre de agradecer. 

Para mí, uno de esos hoteles, especialmente bueno, pequeño y familiar es Au Coin du Feu.

Muy bien situado, en pleno centro y próximo al telecabina de Chamois, desde el que se accede muy fácilmente a la zona de Rochebrune, la más cómoda para esquiar cuando se está alojado en el centro del pueblo.
Por cierto que en la cota más alta de Rochebrune tenemos un veterano restaurante que es un clásico en Megève: L'Alpette.

Pistas y vistas
Situado a 1895 metros de altitud y con un panorama impresionante de los Alpes para disfrutar desde sus terrazas, L'Alpette es una visita obligada cuando se pasan unos días en Megève. Es un sitio perfecto para hacer un alto en la jornada de esquí, descansar un rato y comer bien en un ambiente que te traslada a aquellos lejanos años en los que apenas éramos unos pocos medio chiflados los que nos decidíamos a desafiar las más elementales leyes del equilibrio (y de la física, en general), llevando un par de tablones de madera bajo una botas atadas con cordones, que en nada se parecen a los modernos y sofisticados equipos de nuestros días.

El dominio esquiable de Megève es muy grande y, como es obvio, hay pistas para todos los gustos y niveles. También es muy recomendable su escuela de esquí, con varias sedes para que cada alumno pueda escoger la que le resulte más conveniente. Unas vacaciones en la nieve siempre suelen ser divertidas pero si, además, son en Navidad y en una estación tan bonita y con tanta clase como Megève, el acierto estará casi garantizado.


Vista nocturna de Megève
El viejo y repetido tópico de las navidades blancas se convierte aquí en algo que supera las expectativas de cualquier aficionado a la nieve e, incluso, de quienes solo buscan pasar unas fiestas con tranquilidad y muy alejados de los infinitos compromisos tanto sociales como familiares que acaban convirtiéndolas, casi sin remedio, en una verdadera pesadilla.


En Megève, el perfecto pueblo navideño de los Alpes, no correremos ese riesgo.

miércoles, 3 de diciembre de 2014

Cinco cuadros de París

Acabo de decidir irme inmediatamente a París.
Estaba leyendo mi correo cuando (ignoro el porqué) he recibido un mensaje de una prestigiosa galería de arte parisina, en la que me adjuntaban fotografías de unos cuantos cuadros famosos con vistas de la capital francesa. Viéndolos he recordado que hace, al menos, un par de años que no voy a París y, como es lógico, me he puesto un poco nervioso. 
He entrado en la página web de la Ópera de París y he comprobado que este fin de semana había una representación de La Bohème, circunstancia que ha despejado las pocas dudas que me quedaban. Mañana estaré junto al Sena, disfrutando de ese frío parisino que no suele faltar nunca en diciembre y que resulta tan apropiado para enmarcar el argumento de la gran obra de Puccini.

Estos son los cinco cuadros, responsables de mi impulsivo viaje a París.

Monet

Empezaremos por esta magnífica vista del muelle del Louvre, retratada por un joven Monet que, en sus primeros años de pintor, se sintió muy atraído por las vistas de su ciudad.

El cuadro, además de una extraordinaria obra de arte, es toda una crónica social del París de aquella época. Pintado en 1867, cuando el artista tenía 26 años, parece reflejar el ambiente de los alrededores del Sena en una mañana primaveral de domingo. Monet siempre merece un puesto de honor en cualquier lugar en el que se hable de arte y, mucho más, cuando se trata de su ciudad natal que, sin ninguna duda, fue la capital del mundo de la pintura durante el siglo XIX y buena parte del XX.

Maximilien Luce
Maximilien Luce quien es, también, parisino, es el autor del segundo óleo. 
Su estilo puntillista y lleno de rebosante colorido queda perfectamente reflejado en esta obra en la que nos muestra un paisaje otoñal, desde la orilla izquierda del Sena en el que destaca la grandiosa silueta de Notre Dame, vista desde el muelle de la Tournelle.
Luce fue un artista muy comprometido con la clase obrera y, al igual que Pisarro, estuvo vinculado al anarquismo activo. Gran parte de su obra presenta escenas de la vida cotidiana de los trabajadores, así como paisajes de barrios industriales. Un excelente pintor, menos conocido que otros contemporáneos suyos, pero autor de una obra cotizada e importante.

Johan Barthold Jongkind
Johan Barthold Jongkind fue uno de los precursores del impresionismo y evolucionó de sus orígenes románticos y del estilo clásico de la pintura tradicional holandesa de su época (1819-1891) hacia una pintura en la que el efecto de la luz juega un papel fundamental. 
Son bien conocidos sus óleos y acuarelas de la costa normanda, que tanta influencia tendrían en el propio Monet.
Este cuadro, fechado en 1884, nos permite recrearnos en un paisaje del Sena, con una perspectiva bien distinta de Notre Dame de la ofrecida por Luce, pero igualmente bella y luminosa. Un paisaje urbano, de singular atractivo, cuya profundidad transmite una serena imagen de la isla de la Cité.

Genin Lucien

Otro artista francés, aunque no parisino, Genin Lucien (1894-1953), es más un retratista de la vida urbana que un pintor de París, aunque esta ciudad está siempre presente en su obra. Vivió en Montmartre y en Saint-Germain, desgranando con sus pinceles los detalles de la vida de las gentes de la gran ciudad, que él haría suya muy pronto y de la que disfrutaría dejando para la posteridad unas imágenes brillantes, cargadas de ese alegre tinte naif y abocetado.
Esta plaza de la Madeleine es una buena muestra de su estilo alegre y urbano que, años después, sería imitado por muchos ilustradores, utilizando otras técnicas pictóricas más modernas. Parece indiscutible que Lucien fue un innovador que creó escuela.

Van Gogh
Para el final he dejado esta impactante vista de París desde Meudon, pintada por Van Gogh en 1886.
En ella, el dramatismo del cielo que anuncia el final del verano y el muy abigarrado conjunto que forman los tejados y las chimeneas parisinas, nos acerca al Van Gogh de los últimos años. 
Dicen que es la obra más impresionista del gran artista holandés y es probable que tengan razón quienes así lo aseguran. El cuadro está hoy en el Museo Van Gogh de Amsterdam y a mí me parece uno de los más notables paisajes de la gran ciudad, muy diferente a la mayoría de los perfiles convencionales que se nos suelen ofrecer de la capital francesa. Me gusta mucho.

Y, tras dar un último vistazo a estas cinco obras de arte en las que se nos muestra un París portador de intensa belleza, me reafirmo en la necesidad de emprender, cuanto antes, viaje hacia allí.

¡Hasta la vuelta!

miércoles, 26 de noviembre de 2014

El valle de Santa Inés, una Ibiza diferente

Fuera de todas las rutas turísticas veraniegas, aislado del ajetreo de las playas y discotecas de moda, tranquilo, feliz, agreste y solitario, está el valle de Santa Inés (Santa Agnès de Corona).

Iglesia de Santa Inés
Situado en el norte de San Antonio, y pegado a la costa noroeste de la isla, este valle, pequeño y escondido, se conserva absolutamente fiel a su naturaleza campesina, como si el tiempo se hubiese quedado detenido al otro lado de las colinas que lo protegen.
No puede decirse que exista un núcleo urbano o un pueblo, propiamente dicho, sino unas cuantas casas alrededor de su muy sencilla iglesia, al final de una larga recta que atraviesa el valle y por la que apenas pasan coches, incluso en los meses más concurridos del verano.

Para mí, Santa Inés reúne lo mejor del espíritu auténtico de los campos de Ibiza. Esos campos que, aunque muchos no lo sepan, aún se conservan casi intactos en buena parte de la isla. Aquí, además, cuentan con el valor añadido de sus almendros. Si tenemos la suerte de visitar Santa Inés a finales de enero, nos encontraremos con un valle cubierto de pétalos blancos y rodeado de colinas cuajadas de verdes pinares. Todo ello, en medio de una absoluta soledad y a escasa distancia de los altos acantilados que cierran el valle por el oeste.

Bajo los almendros en flor
Porque uno de los secretos de Santa Inés es que no tiene playas. 
Pero sí altos y escarpados acantilados que nos ofrecen extraordinarias vistas sobre un mar intenso y azul, así como la posibilidad de encontrar bonitos rincones solitarios, desde los que se disfruta de unas magníficas puestas de sol, sin el acoso de esa multitudinaria y poco agradable compañía que surge a la hora del ocaso en otros puntos estratégicos de la costa ibicenca.

Al lado de la iglesia está, desde 1951, Can Cosmi, un pequeño restaurante que, junto a su viejo colmado, son visita imprescindible. Sus tortillas son legendarias y pocas cosas alimentan mejor (y, a la vez) el cuerpo y el espíritu que tomarse una de ellas en las sencillas mesas de su terraza cubierta, frente al valle y a la blanca fachada de su iglesia.
Sin el carácter mítico de Can Cosmi y, a muy pocos metros, se encuentra Sa Palmera, fundada en 1969 y que no es un mal sitio para dar buena cuenta de una paella. El singular grupo de pequeñas construcciones lo completa una zapatería artesana, Cas Sabater, justo frente a la iglesia. 

Ses Balandres
Desde allí es buena idea tomar la estrecha carretera que rodea el oeste de Es pla de Corona (que es el nombre autóctono por el que se conoce a toda la planicie cultivada del valle) y que vuelve a la principal tras haber bordeado los pinares que se extienden junto a los acantilados. 
Aquí nos encontraremos con el bar Las Puertas del Cielo, cuyo sugestivo nombre nos adelanta lo que vamos a poder ver desde lo alto de esta impresionante parte de la costa (Ses Balandres), junto a las centenarias piedras de Sa Penya Esbarrada, una casa de tiempos de la dominación musulmana (anterior al siglo XII) construida en uno de los puntos con mejores vistas de toda la isla.
Desde este mismo lugar el acceso a la costa es posible, aunque muy complicado y con cierto riesgo. Sinceramente es mucho más recomendable disfrutar del panorama desde lo alto del acantilado.

En pleno valle nos encontramos con uno de los dos hoteles de Santa Inés: Es Cucons, un establecimiento de agroturismo en el que el descanso está garantizado, en un ambiente muy bien integrado en el paisaje de Corona, pero al que no le falta ni un solo detalle de lo que podríamos denominar lujo rural. Un hotel de campo en el que si nos quedamos unos días entenderemos bien el gran atractivo de la Ibiza auténtica. Aislado de todo lo que no sea  naturaleza pura o cultura agrícola tradicional. 

Acantilados de Can Pujolet
El otro está un poco más apartado del valle. Hay que tomar la carretera que desde la iglesia o Can Cosmi se dirige hacia el este y que acaba en San Mateo, el pequeño pueblecito vecino que compite con Santa Inés en su vocación de preservar intacto el espíritu original de la vieja Ibiza. Girando a la izquierda, tomaremos un camino que asciende por una colina y allí, entre pinos y algarrobos, encontraremos Can Pujolet.
Uno de esos hoteles que parecen sacados de un cuento por su belleza, tan irreal como sencilla. Pertenece, también, a la categoría de agroturismo, tan bien dotada en la isla, y es uno de mis lugares favoritos de Ibiza. El entorno es impresionante y el hotel poseedor de una paz difícil de explicar. Desde él, un breve paseo por un camino solitario rodeado de pinos, nos lleva hasta la cima de unos acantilados imposibles, en los que verde, azul y roca se funden en una melodía infinita de la que nos cuesta escapar para volver a la vida.

Soy un acérrimo defensor de la isla, es bien sabido, pero este rincón, de características tan especiales y, tal vez único por su sencillez inexpugnable, es uno de los más valiosos de cuantos todavía permanecen escondidos y a salvo de la amenaza de la más terrible y asoladora invasión que ha conocido la historia: la del pacífico turismo contemporáneo.

Can Pujolet

martes, 25 de noviembre de 2014

San Silvestre musical en Viena

Cambiar de año en Viena es hacerlo rodeado de tradiciones y costumbres que merecen la pena ser vividas, al menos en una ocasión.
Todos conocemos su famoso Concierto de Año Nuevo, gracias a las habituales retransmisiones televisivas que son esperadas por muchos para dar la bienvenida al nuevo año con el envoltorio romántico de las melodías de la familia Strauss (cuyo apellido no traducimos al castellano, porque empobrecería la imagen elegante y soñadora de su música). 

Musikverein
Pero Viena ofrece mucho más para pasar la última página del calendario anual que un concierto al que resulta imposible asistir si no se es muy afortunado en el sorteo para conseguir una entrada o, alternativamente, se dispone de una muy considerable cantidad de dinero para comprarla en el mercado secundario. 

La mayoría no sabe, por ejemplo, que el concierto de Año Nuevo de la Filarmónica de Viena es, en realidad, la repetición del que, también en el Musikverein, se celebra el día anterior, en la tarde del 31 de diciembre. 
Ambos son idénticos y el vespertino de San Silvestre tiene lugar a una hora mucho mejor para disfrutarlo en vivo, mientras que el de la mañana siguiente parece perfecto para verlo desde casa (y, si se puede, desde la cama, que para eso es la primera festividad del año).
Los precios de las entradas para esta representación, no siendo baratos, ya muestran cifras algo más humanas.

El Beso (Klimt)
Antes, no está de más un recorrido a pie por el centro de Viena y tomarse un té en el hotel Sacher, con un buen trozo de su famosísima tarta de chocolate. O visitar la villa de Klimt, en la que el pintor tuvo su estudio y dio vida a una buena parte de su obra. Aunque puede que sea, aún mejor, contemplar sus cuadros (y otras excelentes obras de arte) en el Belvedere, que, además, nos ofrecerá un conjunto arquitectónico y paisajístico de gran belleza.

Tras el concierto, es imprescindible pasear por el Sendero de San Silvestre que, entre la plaza del Ayuntamiento y el Prater, nos brinda la mejor manera de pasar las últimas horas del año que se acaba y recibir al nuevo, entre puestos de gastronomía local, pequeños espectáculos (y lecciones) de valses o grandes fuegos artificiales. Un animadísimo ambiente festivo, muy del gusto del tradicional espíritu vienés, siempre fiel a sus costumbres.


Claro que si hablamos de tradiciones, no es posible dejar de mencionar una de las más importantes, que deberemos cumplir si tenemos la suerte de pasar el fin de año en la gran ciudad del Danubio. 
Me refiero a asistir a Die Fledermaus (El Murciélago) en la Wiener Staatsoper, que nunca deja de ofrecer su representación en el primer día del año, así como en otras fechas próximas. A mí me gusta ir en la tarde del uno de enero.

Una postal antigua de la Wiener Staatsoper
Por la mañana, sí habría sido oportuno desayunar en la plaza del Ayuntamiento (Rathausplatz) y volver a ver el concierto del Musikverein, esta vez retransmitido en directo, y proyectado en una pantalla gigante instalada en la amplia explanada, frente al palacio gótico que preside la plaza del que es el verdadero centro neurálgico de la ciudad durante las fiestas navideñas.


Más tarde, tal vez al mediodía, es buena idea tomarse algo en el histórico y céntrico Café Mozart y, así, recordar la escena que allí se rodó de 'El tercer hombre', la gran película de Carol Reed, protagonizada por Orson Wells. Allí escucharemos el Café Mozart Waltz de Anton Karas (a ser posible, en su grabación original, que, como es lógico, llevaremos preparada en nuestro teléfono móvil para la ocasión).

La tarta Sacher
Los buenos hoteles de Viena son caros, pero yo casi diría que necesarios para la ocasión. Solo tres merecen la pena y, aunque las guías digan lo contrario, en este orden: Sacher, Bristol e Imperial. Sin que esto pueda significar, en absoluto, un menosprecio a los citados en segundo y tercer lugar de mi lista personal.
Y, con unas tarifas mucho más llevaderas que las de los tres anteriores, hemos escuchado maravillas del diminuto This is not a hotel, de solo tres habitaciones, cuyo original nombre llama la atención del futuro viajero y viene a querer anticiparle que allí se sentirá como en casa, pero rodeado de una atmósfera sofisticada y con clase, impregnada de la más auténtica cultura urbana y cosmopolita. Yo no puedo confirmar ni desmentir nada sobre este pequeño establecimiento hotelero, aunque debo reconocer que tengo interés en conocerlo.

Tampoco es necesario hacer mucho más. Un total de tres noches en Viena para despedir a un año y dar la bienvenida al nuevo, inmersos en un extraordinario baño de tradiciones que nos ayudarán a alejarnos de los nada recomendables riesgos que para la salud espiritual (y, a veces, para la corporal) entrañan las actividades habituales que rodean a las siempre  inquietantes nocheviejas familiares o festivas, en las que matasuegras, gorritos y confeti suelen amenazar la más elemental dignidad del ser humano sensato y responsable. 

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Amsterdam, Rembrandt, Vermeer y Van Gogh

Dam
Hace ya mucho tiempo que yo no visito Amsterdam, un error muy grave por mi parte que debe ser considerado como falta imperdonable.
Viajar a Amsterdam (escrito sin tilde si lo pronunciamos como, desde un punto de vista etimológico, parece más correcto) es algo que debe hacerse con una cierta regularidad, aunque solo sea para saludar de cerca a sus cuatro puntos cardinales: tres pintores y unos cuantos canales. Sí, a sus canales concéntricos los considero como un solo punto, de la misma forma que a sus tres grandes pintores los cuento como lo que son (tres), aunque dos de ellos estén en el mismo sitio.

Llegué por primera vez a esta bonita y acogedora ciudad con buen tiempo, lo que me permitió dejar el coche aparcado junto al céntrico y confortable hotel Owl (al que será preciso regresar algún día) y desplazarme en bicicleta por sus calles, algo especialmente indicado para Amsterdam y muy poco sensato para hacerlo en Madrid.
La ventaja que tenía el Owl era, sobre todo, su situación. Bien es cierto que la zona histórica de Amsterdam es pequeña y cómoda de recorrer incluso a pie, pero estar tan cerca de los dos museos que tanto me atraían en aquella primera visita, era un argumento positivo importante.
Hoy han pasado muchos años desde entonces y estoy convencido de que habrá múltiples alternativas mejores, pero yo sigo agradeciendo a los amigos que me lo recomendaron el haberme sugerido ese hotel para mi primer viaje a la capital holandesa.

Van Gogh, 1890
El Museo Van Gogh estaba recién inaugurado, por lo que tuve la suerte de ser uno de sus primeros visitantes. Por cierto que, tal vez por ser aún poco conocido, pude recorrerlo sin el más mínimo agobio, algo muy diferente a lo que ocurre en nuestros días. Tengo que buscar las fotos que hice en el interior del museo. No sé si hoy está permitido, pero entonces sí que lo estaba y fue un placer añadido a la visita de aquel edificio moderno y luminoso, levantado junto a un bonito parque.
Como todos quienes me conocen saben, yo soy un gran admirador de la obra de los últimos años de Van Gogh, por lo que (pese a que, para mí, este gran artista está mucho más vinculado a Arles y a Saint-Remy que a su país natal) no dejo de agradecer a las autoridades holandesas que tuvieran la feliz idea de crear este museo para recoger en él la obra del genial Vincent.
Sabemos bien lo que sufrió Van Gogh en vida, como también somos conscientes de que la locura no está reñida con el arte, entendido en este caso desde la más extraordinaria capacidad de innovación que nadie sabe hasta dónde hubiese podido llegar de no haber visto truncada su vida en aquel trágico mes de julio de 1890, siendo, aún, muy joven.
Este museo es, tanto por lo que contiene como, sobre todo, por lo que representa, uno de los hitos (esos que yo llamo 'cuatro puntos cardinales') de la ciudad de Amsterdam.

Rembrandt, 1642
El segundo y el tercero (están bajo el mismo techo) los tenemos a muy poca distancia de Van Gogh, en el Rijksmuseum, el Museo Nacional de Amsterdam.
Adentrarse en las salas del más importante museo de Holanda es una de las experiencias más saludables para cualquiera que tenga una mínima sensibilidad hacia el mundo del arte. En mi primer viaje, yo lo hice, como es lógico, atraído por la fuerza de los vibrantes claroscuros de Rembrandt pero, en otra ocasión, mi amigo Martin van der Pal tuvo la muy feliz iniciativa de organizar una conferencia internacional, recibiéndonos en su cena de gala con una reproducción en vivo de La Ronda Nocturna, obra maestra de Rembrandt y máxima joya del Rijksmuseum.
Fue una ocasión memorable, de la que guardo un recuerdo gráfico extraordinario, que ni El Pequeño Nicolás sería capaz de igualar. 
El gran (en calidad y tamaño) óleo de Rembrandt daría, por sí solo, valor a cualquier museo del mundo, y más si está, como aquí, acompañado por otras notables obras del gran pintor barroco, considerado por casi todos como el más alto exponente de la pintura holandesa. 

Sin embargo, hay otro artista, con unas pocas pinturas de pequeñas dimensiones en él expuestas que, sin menosprecio para el gran maestro de Leiden, atesora unas virtudes muy poco comunes y de singular belleza artística.
Vermeer, 1660/61
Me refiero, desde luego, a Vermeer. No se conocen de este extraordinario genio de la paleta más de treinta o treinta y cinco cuadros (alguno en paradero desconocido tras el audaz robo perpetrado en Boston en 1990, en el que también desaparecieron tres cuadros de Rembrandt), pero todos ellos son de una sutil delicadeza en la que destaca su inigualada técnica para destacar el efecto de la luz, utilizando una composición escenográfica cuidada y sencilla, capaz de provocar una impresión muy especial en el espectador, más próxima al resultado plástico de una película fotográfica de suavizada belleza que al que parece posible lograr con el arte de un pincel.
Dalí solía repetir que Johannes Vermeer era el más grande artista de la pintura que el mundo había dado y, en mi opinión, es muy probable que estuviera en lo cierto, pese a ser muy difícil de comparar obras de tan reducido tamaño, como lo son todas las de Vermeer, con las realizadas en enormes dimensiones por otros grandes maestros de la pintura universal, como Velázquez o el propio Rembrandt.

El cuarto punto cardinal lo necesitamos para reponernos de tanta concentración de arte.
Algo que se consigue fácilmente paseando junto a los canales, cuya paz es notable, en especial, a la caída de la tarde.
Si (siendo un poco desleales con el modesto Owl) nos hemos alojado en un hotel junto a uno de estos canales o, mejor aún, en el Amstel, a la orilla del río que da nombre a la ciudad, disfrutaremos con más facilidad de la sensación de estar en un entorno muy particular, diferente a la mayor parte de las ciudades que conocemos, con una arquitectura que muestra una gran personalidad y que está muy bien mantenida en todo el casco antiguo. 

Tampoco es mala elección el American Hotel, un edificio histórico y con estilo propio. Sus Café Americain y Bar Americain son dos locales tradicionalmente frecuentados por artistas, intelectuales y escritores. Sitios perfectos para hacer un alto en el camino y, más tarde, seguir por esos puentes y canales que se combinan con el reflejo de unas luces que parecen surgir del fondo del agua o tener vocación de luciérnagas gigantes, siempre dispuestas a presumir de sus variados colores en medio de la paz de la noche. Una tranquilidad que solo se rompe en la gran plaza Dam o en los alrededores de la Amsterdam Centraal Station.

Una ciudad viva, amable y acogedora, llena de rincones apetecibles y paseos relajados, en la que el arte de la pintura, a su más alto nivel, está siempre presente para recibirnos con los brazos abiertos y entregarnos la belleza que nos dejaron en herencia los tres grandes maestros que allí nos esperan: Rembrandt, Vermeer y Van Gogh.

lunes, 17 de noviembre de 2014

En el Viejo San Juan

El castillo de San Felipe del Morro
Trabajé durante unos años para el Gobierno de Puerto Rico, y más concretamente para su Oficina de Turismo. Mi cliente en España era un personaje muy especial, de cuyo nombre no soy capaz de acordarme (y bien que lo siento). 
Él me abrió los ojos a la realidad de un bonito país, hoy vinculado a los Estados Unidos (como 'estado libre asociado'), a cuya imagen, según sus propias palabras, "había hecho mucho daño esa gran película titulada West Side Story". Tal vez por eso su Oficina de Turismo estaba tan interesado en promocionarlo, como parte de un objetivo mucho más ambicioso.
Algún tiempo después, cuando conocí, personalmente, la tierra borinqueña me di cuenta de que tenía mucha razón.

Puerto Rico es, sin duda ninguna, uno de los países americanos que con mayor orgullo viven su pasado español, pero sin renunciar a sus profunda y beneficiosa relación con los Estados Unidos. No es raro ver en sus edificios privados y hasta en algunos oficiales las tres banderas, como expresiva muestra de sus sentimientos y de que tienen el sentido común de asumir, con satisfacción, su muy rica y centenaria historia. 
Una historia que viene de más atrás y que, en su era moderna, comienza con su descubrimiento por Cristóbal Colón en 1493, durante su segundo viaje.

Cuatro siglos estuvo unida la isla (que, en un principio fue llamada de San Juan Bautista, para quedar, más tarde, el nombre de San Juan reservado a su capital) a los destinos de España, hasta que, en 1898, tras la guerra entre España y los Estados Unidos, pasó, junto con Cuba y Filipinas, a depender de la nueva y poderosa nación norteamericana, hecho que perjudicó los ya trasnochados intereses coloniales españoles, pero que, sin duda, acabó beneficiando el progreso y desarrollo de los portorriqueños que, corrieron, a la larga, mejor suerte económica que cubanos y filipinos, que fueron las otras dos grandes colonias que España perdió en esa desafortunada guerra.

Una calle del Viejo San Juan
Yo siempre he encontrado grandes similitudes entre el mapa de Puerto Rico y el de Asturias, tanto en su forma como en su tamaño, pero debe tratarse de una opinión demasiado personal, ya que no he llegado a conocer a nadie que la comparta, por lo menos, de una manera que sea expresa y pública. 
En cualquier caso, la isla, que es la más pequeña de las Grandes Antillas, tiene una extensión que apenas supera los nueve mil cien kilómetros cuadrados, lo que viene a querer decir que es, aproximadamente, un catorce por ciento menor en tamaño que el Principado de Asturias.

Puerto Rico es una isla llena de maravillas naturales, fantásticas playas y con una naturaleza bellísima, en la que destaca la curiosidad de contar con el único bosque tropical de los Estados Unidos (El Yunque), muy cercano a la capital, San Juan. También es el punto de partida perfecto para visitar las Islas Vírgenes.

La bahía de San Juan
El mayor interés histórico de toda la isla lo encontramos en el Viejo San Juan, la parte más antigua de la capital, tan bien conservada que permite hacernos una idea muy exacta de cómo era la vida de la ciudad en los siglos XVI y XVII.

San Juan es la segunda ciudad fundada en América, tras la de Santo Domingo, y, desde luego, es la primera establecida en lo que, en nuestros días, es parte de los Estados Unidos.
Su punto más representativo es el fuerte de San Felipe del Morro.
La Fortaleza, actual residencia oficial del Gobernador de Puerto Rico, es otro de sus más destacados monumentos. Y tiene buenas razones para serlo, pues es la más antigua fortificación de la ciudad, construida en el siglo XVI para protegerla de los ataques de indígenas y piratas.

En el Gallery Inn
Pero lo más interesante del Viejo San Juan es recorrer sus coloridas calles, visitar su tiendas y sentarse a comer en un restaurante, bajo los imprescindibles aires protectores de un gran ventilador de techo (hoy, por desgracia, sustituidos en casi todas partes por el nada romántico aire acondicionado).
Resulta muy poco probable que durante este paseo no escuchemos alguna versión de la celebérrima canción de Noel Estrada, 'En mi Viejo San Juan', probablemente en la voz del mexicano Javier Solís que fue quien la hizo popular, a nivel internacional.
Por su parte, los amantes de la poesía no deben olvidar que aquí murió Juan Ramón Jiménez en 1958, dos años después de haber ganado el Premio Nobel.

Aunque los más lujosos hoteles de San Juan están en la playa de Isla Verde, mis favoritos son El Convento y The Gallery Inn, ambos en pleno centro de la antigua ciudad.

El gran restaurante del Viejo San Juan es Marmalade, pero, en mi opinión, hay muchos interesantes, como el Bagua o el Punto de Vista, en los que se puede disfrutar de la riquísima comida criolla de la isla, en especial el mofongo, que es el plato nacional, cuya base es el plátano verde frito.

Juan Ponce de León
Moverse por el Viejo San Juan es viajar a los primeros siglos de las colonias españolas en América, algo que es posible hacer en muy pocos sitios y que aquí es un privilegio único, gracias a un casco antiguo, perfectamente conservado, limpio, seguro y amigable, en el que nos encontraremos muy a gusto y seremos felices, siempre que tengamos capacidad para manejar con soltura esa mezcla de alta temperatura y humedad tan característica de esas latitudes. 

Cualquiera que se adentre en sus adoquinadas calles, sentirá esa misma sensación de acercarse a los tiempos de Juan Ponce de León, el adelantado español que fuera primera autoridad de Puerto Rico, además de descubridor de Florida. Lo que ya es más improbable es que le ocurra lo que a mí durante mi primer viaje a la isla, en el que por culpa de una broma que gastó a unos americanos un amigo portorriqueño (basada en mi innegable parecido con el conquistador Ponce de León), estuvo a punto de producirse un incidente diplomático...

Claro está que merece la pena visitar otros lugares de la isla, algunos cercanos como el ya mencionado bosque pluvial de El Yunque o la playa de Luquillo, muy próxima a su entrada. Esta playa es una de las mejores de la isla y está situada en un lugar estratégico, gracias a su escasa distancia de San Juan y, sobre todo de El Yunque. Es un lugar muy salvaje y natural, con altos cocoteros y mucha vegetación a sus espaldas. Su arena es dorada y suele estar tranquila, pues está protegida del oleaje del Atlántico por un arrecife de coral.

Playa de Luquillo
La combinación de la visita del bosque tropical de El Yunque con Luquillo es una excursión perfecta desde la capital.

Hay muchas más, pero centrémonos hoy aquí, en el Viejo San Juan, recordando que la historia de América empezó, a finales del siglo XV, en la que es una de las dos primeras ciudades del Nuevo Mundo. Una antigua fortaleza que está unida para siempre a la huella que en ella dejaron aquellos intrépidos descubridores, quienes nos abrieron las inmensas puertas de este gran continente que sigue siendo nuevo para quienes lo miramos desde Asia o Europa. 

Un continente que, como la isla de Puerto Rico y la propia ciudad de San Juan, está lleno de grandes riquezas, entre las que destaca la que yo considero como la mayor de todas ellas: la extraordinaria calidad humana de sus habitantes. Algo que, no solo en el Viejo San Juan, sino en todo Puerto Rico, se hace patente a cada paso para quien tiene la suerte de visitar a esta verdadera perla de las Antillas.


lunes, 3 de noviembre de 2014

Puentes (o Brujas)

Campanario de Brujas, tras las casas del canal
Ninguna relación tiene con el oscuro y misterioso mundo de las brujas el nombre de esta bellísima ciudad de Flandes, a pesar de que, en español, sea conocida, precisamente, como Brujas
Los franceses y los valones la llaman Bruges (que nada tiene que ver con la palabra francesa sorcières). 
Y los flamencos, claro está, lo hacen por su verdadero y bien descriptivo nombre: Brugge (Puentes). 

Porque, en verdad, hay muchos puentes en Brujas. Y canales. Es una ciudad que conserva muy bien su bonito casco antiguo y que mantiene intacto el espíritu del Flandes medieval. Por eso gusta a todos los que la visitan, a pesar de su clima poco acogedor durante la mayor parte del año.



Llegué por primera vez a Brujas, por razones que no vienen al caso, a finales de un ya lejano (hace más de cuarenta años) mes de diciembre y puedo acreditar que el frío era notable, así que recomiendo a quienes tengan pensado conocer esta bellísima ciudad flamenca que escojan para hacerlo una estación más propicia que el invierno.

En cualquier caso, mi breve experiencia en aquella primera visita a la ciudad natal de Felipe el Hermoso fue estupenda, como también lo fueron las siguientes, ya en meses de temperatura más benigna.
Mi primera habitación en Brujas
La fortuna quiso que en aquella primera ocasión me alojase en la mejor habitación de la ciudad, no por ser la más lujosa, sino por estar situada en la posición perfecta para disfrutar de la vista de la gran plaza mayor (Grote Markt), en pleno corazón de la ciudad y verdadero centro neurálgico de la vida urbana, a través de sus muchos siglos de existencia.
La plaza, concurridísma en verano y tan caracterizada (aparte de por sus nobles monumentos) por las antiguas casas del más puro estilo flamenco que ocupan uno de sus lados (en el que se encuentra el Hotel Central, en cuya habitación superior estuve), presenta el contraste del rojo de sus ladrillos con los verdes toldos que cubren las terrazas de los abarrotados restaurantes que, uno tras otro, se extienden en el extremo norte de la plaza, aprovechando la orientación meridional de sus fachadas. 
Muy cerca de ella, la plaza del Ayuntamiento (Burg) completa con sus menores dimensiones, pero igual encanto, los espacios abiertos del centro de la capital de Flandes Occidental (West-Vlaanderen). En esta plaza, debemos destacar la presencia del restaurante y salón de té (Tom Pouce), mucho menos ajetreado que los de Grote Markt, cuya terraza nos permitirá comer o tomar un té mientras contemplamos los bonitos edificios que nos rodean.


Burg y, al fondo, el restaurante Tom Pouce
Pero, sobre todo, Brujas es una ciudad de pequeños rincones y canales, que hay que recorrer, una y otra vez, para disfrutar a fondo de ella. Por eso, una climatología adversa, si bien no reduce su atractivo, puede hacer incómodo el paseo.

Otra opción, complementaria y no alternativa al recorrido a pie, es el barco. Navegar por sus canales nos presenta una visión diferente, desde un ángulo muy distinto, tan interesante como el de andar por sus viejas calles. Por cierto, que no debemos olvidar que lo mejor de estos paseos lo encontraremos alejándonos del centro, especialmente en verano, ya que los turistas que se allí se agolpan apenas se adentran en las calles y barrios un poco (solo un poco) más alejados. Movernos por allí, casi en solitario, aumentará el placer de acercarnos al corazón de Flandes.


Dejo, como siempre, a la sabiduría y documentación de las guías turísticas todos los aspectos concretos de sus múltiples bellezas y episodios históricos, así como la localización de su creciente oferta de hostelería, de la que cada vez es más difícil opinar por la aparición constante de nuevos restaurantes y hoteles...


Jan van Eyckplein
El visitante de la bella Brujas no debe perder la ocasión de acercarse, si dispone de tiempo para ello, a la vecina Gante.
La ciudad de Gante, cuna de Carlos I, rebosa historia por sus cuatro costados. 
Es mucho más grande que Brujas (es probable que la duplique en habitantes), y lo fue aún más en el pasado, pues llegó a rivalizar en tamaño e importancia con París, a finales de la Edad Media. 
Su gran castillo y sus tres altas torres son dignos de ser admirados y la ciudad tiene reputación de ser animada y divertida, algo que yo pongo en duda. Lo que es indiscutible es el valor arquitectónico de sus edificios y la historia que rezuman sus monumentos, sus calles y sus canales. Es una buena parada intermedia en el viaje entre Brujas y Bruselas.

Tampoco es mala idea, en un plan muy diferente al de ambas ciudades, dar un paseo por las interminables playas de Ostende, una estación balnearia que gozó de una gran reputación en el siglo XIX (cuando el sol no era considerado como un activo para el turismo), especialmente entre los ingleses.

Aunque está claro que la protagonista del turismo en Flandes es Brujas, la ciudad medieval de los puentes, bonita, histórica y pintoresca, capaz de atraer a todo tipo de visitantes y que es, sin la más mínima duda, uno de los destinos más interesantes, no solo de Bélgica, sino de todo el norte de Europa.

Bienvenidos todos a Puentes.