Formentera ya no es la isla solitaria que conocí hace más de cuarenta años.
Aquel rincón escondido del Mediterráneo que podías recorrer en bicicleta, en pleno verano, sin apenas cruzarte con nadie por su única y estrecha carretera, ya no existe.
Sin embargo, es cierto que Formentera sí ha sabido conservar muchas de las virtudes que hicieron de ella el gran paraíso azul del Mare Nostrum.
Sus aguas siguen siendo cristalinas, limpias y templadas, sus arenas blancas y su clima, suave y tranquilo.
Faro de La Mola |
Me gusta, especialmente, el contraste entre sus largas y dulces playas y los duros y escarpados acantilados que protegen el faro de La Mola, uno de mis lugares favoritos de las Pitiusas.
Antes, los lagartos que poblaban las rocas cercanas al faro, se acercaban sin miedo al visitante. Si dejabas un bolso abierto sobre el suelo, no era raro que, al recogerlo, tuviera a bordo un viajero inesperado, de piel verde-azulada y mirada impertinente.
A mí, como a Julio Verne, me entusiasma ese lugar. Subir a él en bicicleta tiene su mérito, pero la recompensa vale la pena. El intenso azul del mar, las poderosas y escarpadas rocas y el recuerdo de Héctor Servadac nos acompañarán mientras tomamos un refresco combinado con las espectaculares vistas que nos ofrece el relajado y blanco bar que hoy existe junto al otrora solitario faro.
Lagarto de Formentera |
También merece la pena visitar el otro faro famoso de la isla, el del Cap de Barbaria, con su intrigante agujero que da acceso a una cueva horadada en el suelo (conocida, precisamente, por este nombre), su vertical acantilado y las rojas e impresionantes puestas de sol que desde este punto se disfrutan.
Con todo, el mayor activo de Formentera son sus playas. El hecho de que el único medio de transporte para acceder a la isla sea el ferry desde Ibiza hace más complicado el acceso y, por ello, ayuda a mantener protegido un patrimonio que ya es de toda la humanidad, según declaró la UNESCO en 1999.
Más de veinte kilómetros de arenas y rocas bañadas por un agua que no sabríamos decir si es transparente o turquesa, rodeadas por esa pradera submarina de posidonia que actúa como la mejor depuradora natural posible y nos regala lo que no seríamos capaces de encontrar más que en otros mares, lejanos y de muy diferentes latitudes a las nuestras.
Saona, Migjorn, Es Caló, Illetes... son nombres, entre otros, que nos evocan lo mejor de este rincón del Mediterráneo.
Ibiza y Es Vedrá |
Casi unida por una franja de arena a la playa de Illetes, se encuentra el islote de Espalmador, de propiedad privada, que sirve de refugio a un gran número de embarcaciones, deseosas de fondear sobre el agua invisible de una bahía con atardeceres lejanos de Es Vedrá.
Hoteles, pensiones y hostales han florecido en la isla.
Suelen ser relativamente discretos, pero es algo que no acaba de gustarme. Añoro los tiempos en los que apenas había nada fuera de la capital, San Francisco Javier, o el pequeño puerto de La Savina. Recuerdo un hostal, al este de la playa de Migjorn que, si existe, hoy no sabría reconocer.
Grande es, también, la oferta gastronómica, ya que restaurantes y chiringuitos han florecido por todas partes. Famosos son El Pirata y Tiburón, en Illetes, lo que no quiere decir, ni mucho menos, que sean los que sirven mejor comida. En la playa de Migjorn, por ejemplo, restaurantes más tradicionales, como Real Playa o Vogamari, parecen opciones más seguras, sobre todo en los ajetreados meses de verano. No muy lejos de ellos, Piratabus, sigue siendo el chiringuito de referencia de la isla.
Como es lógico, cuando más sufrimos en Formentera los veteranos de este singular pedazo de arena y roca mediterráneo es en agosto. Los turistas marineros desplazan a los auténticos piratas, dando la vuelta a las reglas del viejo juego de Crone que da nombre a este blog.
Julio tampoco es el mes más recomendable, aunque la extraordinaria belleza natural de Formentera lo resiste casi todo...
Pero si somos capaces de asomarnos a sus playas en mayo, junio o septiembre, casi estaremos en disposición de ver la isla (con un pequeño esfuerzo por nuestra parte, eso sí) tal como la conservamos en la retina quienes tuvimos la suerte de conocerla antes de que los modernos barcos, plagados de veraneantes compulsivos, abordasen a los bajeles de los esforzados corsarios baleares, cuyo obelisco sigue en pie en el muelle del no muy lejano puerto de Ibiza.
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